La tripulación de componía de doce personas, entre las que se contaban dos mujeres. La mirada de Max Carter, el comandante de la expedición, brilló con lógica fiereza. Acababa de llevar a cabo, con sus compañeros, una proeza que nadie había igualado hasta aquel momento. Una proeza que se parecía singularmente a una apuesta con lo desconocido, lo incierto, tal vez la muerte. Algo, en todo caso, fuera de lo corriente. ¡Una gran primicia!
Unos maniquíes se proyectan en «trifolux» a la oscura masa atmosférica y visten y desvisten unas capas refulgentes, a base de «Gliso», la fibra mezcla de glitén y seda. Bolígrafos con puntas de «vanadagraf», de duración ilimitada… La «Kudamm», la Joachimstaler, la Unter den Linden… Tiergarten, una mancha de oscuro verdor, sumergida entre inmensos paneles de plástico que albergan a miles de criaturas. … Jacobi 1880… Thiles… Hotel Gran Elector…
La voz iba hacia los planetas donde los hombres habían establecido sus factorías, hasta el límite del Sistema Solar, punto en el que sus aparatos se vieron obligados a detenerse, ante el salto de más de cuatro años luz que los separaba de la próxima aglomeración de planetas, bajo la luz azulada de la hermosa Alfa del Centauro. Habían sido muy bellas las conquistas de los últimos seiscientos años, a partir de aquel siglo XX en el que se inauguró, con el lanzamiento de rudimentarios satélites artificiales, la Era Interplanetaria.
El tono de reproche de Erika era inconfundible. Dolph giró la cabeza, mirando con expresión preocupada a su prometida. Observó su mirada fría, clavada en la densa cortina de lluvia que caía ante la marquesina, su belicoso adelantamiento de barbilla, y la tirantez altiva del esbelto cuello. Si replicaba algo, Erika se revolvería como un tigre.
Se dirigió con rapidez hacia la puerta, avanzando a largas zancadas de sus piernas flexibles, largas y enjutas. Abrió la hoja deslizante de vitroplast para salir al exterior. No pudo hacerlo. Cuatro hombres se lo impedían, alineados en el porche semicircular de su vivienda, sobre el jardín artificial, iluminado con proyectores de luz solar, en la tibia tarde azulada, que lentamente iba oscureciendo, dando paso a la noche.
NO sé cómo he llegado hasta aquí... Ni siquiera sé dónde estoy... ¿Qué es esto que me rodea? ¿Dónde me he metido? ¿Cómo pudo suceder? Demasiadas preguntas... La música... esa música... sigue sonando.
ESCOGIERON la Universidad de Yale y, desde las primeras horas de la mañana de aquel día de agosto, los vehículos de todas clases y formas empezaron a convertir los lugares de aparcamiento en unas manchas cada vez más abigarradas y densas, como si sobre el suelo hubiesen surgido excrecencias multicolores y brillantes, en una curiosa y fantástica erupción.
POTOMAC City es una ciudad dominada por Rufus Macmara. Nadie puede moverse en ella o planear algo dentro de su área, urbana sin contar con el boss.
La Policía, los jueces, hombres de negocios, profesionales… todos están bajo su férula.
Rufus no es un mal amo. Deja que vivan los demás a condición de que nadie se mezcle en sus «negocios».
Cualquiera que llegue a Potomac City piensa que se trata de una ciudad hermosa, bien administrada, donde se cumplen las leyes y el forastero es bien tratado.
NO podía dormir. A pesar de que se le cerraban los ojos. A pesar del agotamiento. Llevaban así dos días; esperando, sabiendo que la muerte tenía que llegar antes o después.
De noche vigilaba él. A la luz del sol, la muchacha Se apostaba junio a una de las ventanas hora tras hora fija en la oscura densidad de los árboles.
Una vez más la oscuridad empezaba a extenderse en torno a la casa.
Dentro estaban ellos dos, solos, Al y ella. Esperando.
LA chica estaba asustada. Muy asustada.
Chocó conmigo de un modo violento. Justamente cuando yo iba a cruzar la puerta posterior del garito de Lou Grazziano. Todo el mundo que sabe por dónde va, entra en casa de Lou por la puerta de atrás.
Aquella chica era diferente. Al menos, en ese momento. Porque en vez de entrar, salía de allí. Y no muy tranquilamente, la verdad. Por eso se dio de bruces contra mí, y los dos nos tambaleamos un poco. Retrocedí solamente dos pasos, porque soy un tipo fuerte. Si no, es posible que ambos hubiéramos ido a parar al suelo de la calleja. Y hubiera sido una lástima, con mí « smoking » nuevo. La calzada de aquel callejón, después de haber llovido toda la noche anterior y parte de aquella mañana, no era el mejor sitio para ir a tumbarse, poco ni mucho tiempo.
LA orden era: DEJADLE LLEGAR.
Y aquella noche, Bart Dugan llegaba a Nueva York en vuelo directo desde Europa. Los tentáculos que se habían tendido en torno a él significaban algo peor que la muerte. Pero él no lo sabía. Había logrado salir de Roma rompiendo un cerco de sangre y fuego.
Pese a ello, incluso una sonrisa, un gesto de triunfo entreabría sus labios cuando se bajó del avión. La misma que sostenía aún al coger un taxi y dar la dirección de su domicilio particular.
SONY Prescott se había alzado con un millón de dólares de la banda de Uppton Frodd «El Tipperary», producto del asalto que llevaron a cabo sus «muchachos» en el pabellón del gobierno de la Northwestern University, allá por el otoño, a finales de noviembre. Así empezó la cosa.
Hay que decir, para el mejor conocimiento de los hechos, que el tal Sony era un tío reservón, quijada larga, ojos saltones y caídos como dos gotas de plomo, pelo grisáceo, lacio, y nariz ganchuda. Se contaba de él que hubo una época de su vida en la que se portó como un honrado ciudadano, ejerciendo la abogacía. Pero eso no dejaba de ser una fantasía histórica como las de ciertas virtudes femeninas.
—¿Preparado, doctor?
No respondió. Parecía no haber oído siquiera la pregunta. Estaba contemplando algo, en el muro. Quizás el emblema de la Medicina, quizás su viejo título, su diploma de cirujano, amarilleando ya dentro del marco dorado, pasado de moda.
—¿Ha oído, doctor? —insistió Bugsy Minelli—. ¿Está ya preparado?
Ahora sí oyó la pregunta. Se irguió. Suspiró, pensativo. Meneó la cabeza, afirmando con lentitud.
—Sí —admitió—. Estoy preparado.
La presente novela es un apasionante relato que comienza con la gesta heroica de colonización de la Texas, para, tras un breve y emotivo capítulo, llevar en a los lectores a la época viril, brutal, que en las tierras del Oeste americano imperaba un solo código: el del más fuerte.
Contiene los siguientes relatos: BAD NICK - M. L. Estefania EL PRIMER WHISKY - Fidel Prado UN VAQUERO FANFARRÓN - Fidel Prado EL FILÓN DE ORO - Fidel Prado SAM "EL MALO" - Fidel Prado
Contiene los siguientes relatos: LA RUTA DEL CIMARRÓN - H. Estol "MONTY" EL FORAJIDO - F. P. Duke LA PRUEBA FATAL - F. P. Duke LOS AMOTINADOS DEL "STAR" - F. P. Duke
IKE Morris desembocó en la plaza Mayor de Pasadena, en California, con andar pesado e indeciso, como si realmente la vida y el tiempo careciesen de gran valor para él. Alto, fibroso, tostado por el sol adusto y pegajoso de los valles mexicanos, con el cabello negro un poco rizado, los ojos profundos y vivaces y los labios finos y un poco exangües, que solían plegarse en un rictus irónico cuando se sentía inclinado a la diversión o a la pelea, llevaba un poco inclinado hacia atrás su amplio sombrero gris de anchas alas para librarse del calor asfixiante que en aquellas horas mediadas del día solía alcanzar hasta los cuarenta y cuatro grados.
Los dos viajeros se habían detenido, cansados y sudorosos, a la fresca orilla del Virgin, el río solitario que, bajando de Utah, raspaba la punta más noroeste de Colorado junto a los montes Hitelefield, y luego discurría hacia el sur por aquella parte árida y despoblada de Nevada para volver a penetrar en Colorado, esta vez poniendo término a su carrera uniendo sus aguas a las rojizas del Colorado.