MARGARET Astor, inclinada ávidamente sobre el lecho de la moribunda Ana Wober, escuchaba, con infinito y doloroso asombro, las apagadas y entrecortadas revelaciones de ésta. De todos los sucesos raros que le habían sucedido en su dinámica existencia, ninguno tan extraño y tan íntimamente cruel como el que ahora vivía. Por un fenómeno inexplicable de la naturaleza, su cerebro parecía, dividido en aquellos momentos, en dos, completamente antagónicos.
LINK Donley, más conocido por Link «el Hurón» a causa de su carácter seco y cortante, permanecía erguido sobre su flaco y largo caballo contemplando, con sus ojos un poco extraviados, el panorama que se extendía a sus pies, abajo del calvero en que se había detenido. El sol le hería de frente, recortando su seca figura y realmente, la silueta de Link era algo notable que justificaba el apodo que la gente del pueblo le había aplicado.
Oía algunas voces que sobresalían de otras, lo que indicaba que debían estar discutiendo. Y de vez en cuando destacaba la voz de Audrey que era una de sus empleadas. Miro el calendario aunque estaba segura que no era domingo que era cuando más madrugaban los clientes con el pretexto de que sus mujeres iban a misa a primera hora. Pero no se vistió con mucha rapidez. Se decía que fuera la causa que fuera lo que motivaba la discusión no iba a modificarse con su presencia.
PAPA!: Te aseguro que no es un capricho. Tienes que creerme. Estoy muy enamorada de él! Y no debes hacer mucho caso a lo que digan los envidiosos. Ya sabes que he sido solicitada por muchos de los hijos de tus amigos. Y no les agrada que haya llegado un forastero y sea el elegido por mí. —No eres justa con esos amigos. Lo que les asusta, lo mismo que a mí, es tu felicidad que la vemos en mucho peligro. No te enfades conmigo. Sabes que no tengo más pasión que tú. Estás deslumbrada y admito que sabe hablar y que como hombre físicamente es más que aceptable a los ojos de una impresionable jovencita como tú.
EL jinete, mientras su montura abrevaba en un pilón existente en el centro de la plaza del pequeño pueblo, miraba en todas direcciones con indiferencia. Quitóse el sombrero, para secarse el sudor que cubría su frente. El calor, por momentos, era más insoportable. Del único saloon existente y del que procedían las notas musicales de una guitarra, salieron dos hombres para contemplar al jinete.
CON la brida sobre el hombro y liando ritualmente un cigarrillo, el jinete avanzaba con lentitud por el centro de la calzada, sin preocuparle en absoluto las varias pulgadas de polvo que cubrían en las botas altas de montar, hasta las espuelas. Verdadera obra de arte en plata que parecían de buena calidad. El sombrero un poco echado hacia atrás, debía estar a seis pies y algunas pulgadas de las espuelas. Los que estaban en los soportales o galerías que les cubría del sol que en esos momentos parecía plomo hirviente, miraban al jinete con curiosidad aunque en silencio.
Los comercios que había en la misma calle, que era la más importante de la población, seguían cerrados. Era domingo y no abrían. Solamente lo hacían los dedicados a la bebida. Pasaban algunas mujeres de edad con su corto caminar. Iban a misa. La primera que decía el párroco. La otra misa la decía el otro Padre. Solo había dos. El primero ya pasaba de los sesenta. Y estaba bastante achacoso, pero el ayudante se encargaba de atenderlo todo. Le dejaba decir su misa. Nada más...
STIRNER, el propietario del “Paraíso” contemplaba el local desde la mesa que diariamente ocupaba junto al mostrador. Y se levantó para pasear lentamente en esos momentos en que los clientes no habían entrado aún. Era sin duda alguna el mejor local que había en la ciudad y los ingresos cuantiosos. Las empleadas que en esos momentos estaban conversando entre ellas, le miraban sorprendidas. Era la primera vez que le veían recorrer todo el amplísimo saloon. Comentaban en el pueblo que ya había amortizado lo que gastó en su instalación, pero esta debió ser de una gran importancia, porque no había posiblemente en Texas otro local que le pudiera comparar. Incluso se censuraba que era un gasto excesivo el de las alfombras y detalles de ornamento que eran muy costosos.
LA delincuencia existente en Phoenix, tenía impresionadas a las autoridades y aterrorizado al resto de la población. Raro el día que no se cometiera un grave delito en la ciudad. Los vecinos visitaban al gobernador para que diese fin a tanta delincuencia y este, a su vez, presionaba sobre el sheriff para que se ocupase de ello. Pero los días pasaban sin que lograsen encarcelar al responsable de un delito que pudiera ser considerado como grave. Tan solo descubrían y apresaban a quienes limpiaban los bolsillos a algún cliente de los infinitos locales de diversión existentes y que habían abusado de la bebida.
AUBURN, embrionario pueblo a orillas del American, empezaba a acusar un gran movimiento minero. Orland, propietario del almacén que llevaba su nombre, persona a la que todos en el pueblo estimaban, preguntó a las dos jóvenes que se presentaron en el mismo: —¿Quiénes eran esos viajeros? ¿Habéis oído? —Deben ser de la Compañía minera —respondió Ann Manderson—. Es lo que dice mi hermano Cary. —Se han hospedado todos en casa de Myrna.
UN hombre de edad avanzada, vistiendo ropas sumamente elegantes a la usanza ciudadana, irrumpió vociferando en el “Silver-Saloon” y, demostrando con ello que las ropas que vestía eran un fino disfraz. Contemplando a aquel hombre, no había duda que el hábito no hace al monje. A simple vista podía apreciarse en aquel viejo, la falta de aseo personal, que al contrastar con las ropas de fino corte que usaba, hacían de él un ser grotesco. Este hombre era John Dodge, uno de los pocos, afortunados de Virginia City, cuya estrella puso en sus: manos, uno de los yacimientos argentíferos más ricos de Nevada.
UNA estatua de mármol tendría más expresión en su rostro que Deborah Cutter. Sus ojos negros y grandes parecían los de una invidente. Fijos en el suelo caminaba como, una autómata detrás del coche que llevaba el féretro de su esposo. Unas diez yardas retrasada, una verdadera multitud. El asesinato del joven juez Cutter había originado en la población una enorme sacudida y una gran indignación.
JINETE y caballo, cada uno a su modo, agradecieron la aparición de ese río. Quitó la silla al animal y éste, sin esperar más se metió en el agua después de saciar su sed. El jinete le imitó. Más de una hora permanecieron ambos en el agua. Y después de salir, bajo una hermosa chopera se dejó caer el jinete. El caballo se puso a pastar.
EL jinete, tías palmear en los flancos del animal, dijo, mientras subía a un pequeño promontorio: —¡Creo que al fin lo he despistado! ¡Nunca vi un sheriff más tozudo! De todos modos, lo comprobaré. Tres reces he creído que lo había despistado y las tres volvió a aparecer. Y si ha abandonado la persecución ha sido porque sus acompañantes desertaron uno tras otro. ¡No hubo medio de convencerle que nada tengo que ver con ese personaje del pasquín!
UNA de las empleadas del saloon, trataba de escuchar lo que hablaban los clientes entre ellos y por pequeños grupos. Como no conseguía informarse, dijo a Betty, la dueña: —¿Qué pasará? —¿Por qué dices eso? —¿Es que no te has dado cuenta que están nerviosos y hablando entre ellos? —Eso sucede a diario. No creo que suceda nada que tenga verdadera importancia. —Pues se aprecia en muchos de ellos que están nerviosos.
DOUGLAS Blair paseaba por los salones de la inmensa mansión y sonreía satisfecho. No faltaba un detalle. Hacia el recorrido lentamente y, en silencio, se le unió el mayordomo que iba detrás de él. En el comedor se detuvo algunos minutos más. Estaba contando los cubiertos preparados. Se volvió para mirar al mayordomo, que solé acercó para decir: —Está de acuerdo con las invitaciones enviadas.
AGACHANDOSE junto al muro, con toda la precaución, avanzaba una sombra en dirección a la puerta de salida, puerta que tenía a pocas yardas cuando esta se abrió, dando paso al alguacil y al sheriff, que en ese momento entraban en la prisión hablando entre ellos. La sombra de junto al marco, se alargó pegada al suelo. Los recién entrados continuaron avanzando entre la charla que no nos interesa recoger.
LOS conductores entraban en el local hablando entre ellos animadamente. Armaban un gran bullicio, haciendo que los dientes se fijaran en ellos y guardaran silencio. Las empleadas, en cambio, les miraban con simpatía y les saludaban alegres. Ellos llamaban a cada una por su nombre. Se detuvieron algunos de ellos ante una muchacha más joven que las demás y bastante más alta. Silbaron de modo especial y uno de ellos, dijo: —¡Dor…! ¿De dónde has sacado a esta muchacha? Es nueva en la casa, pero como ella debían ser todas ¡Esto sí que es una belleza…! ¡Ya sabes, a mí mesa! —¿Cuántas botellas?
EL jinete desmontó, dejando al caballo en libertad dentro de la empalizada. El que estaba acodado en ella, se echó a reír. —¡Ahora voy yo…! —exclamó. —¡Cuidado con él! Es tozudo de veras. Me tiene agotado. No he visto otro caso de resistencia como el suyo. Nos cansará a los dos. —Pero no le vamos a dejar descansar. Tendrá que someterse.
DAN Sherman escuchaba sin comprender, lo que le estaba diciendo el juez. Su pensamiento no estaba en lo que hablaba la autoridad, sino en la desagradable y triste noticia de la muerte de su gran amigo al que tanto debía. El juez seguía hablando. —¿Cómo ha muerto…? —preguntó de pronto Dan.