La abertura daba entrada a un pequeño sótano, hacia donde, en aquel momento, se filtraban los dos últimos rayos de sol. De un sol que se perdía en medio de un ocaso rojo, violento, ensangrentado.Y dentro de aquel sótano, ¡horror!, se veían muchos esqueletos… Todos ellos con la espina dorsal torcida, curvada, delatando la deformidad de una joroba.
Un sudor frío, helado, gélido, perló la frente de lord Morggine, que había hincado una rodilla junto a aquella cavidad para mejor percatarse de lo que había en ella.
En aquel instante, del interior del sótano, surgió una voz. Una voz cavernosa que no parecía humana. No, no debía serlo. Sin duda pertenecía a alguno de aquellos muertos.
—Has interrumpido nuestro reposo… La maldición caiga sobre ti, lord Morggine. Todos tus hijos serán jorobados, como lo fuimos nosotros… Si alguno te nace normal, morirá de manera violenta… Sí, morirá de manera violenta —repitió la voz—. Todos aquellos hijos que tengas normales… Sólo te vivirán los que nazcan jorobados…
El resplandor de la luna giró con el transcurrir del tiempo. Incidió al fin sobre aquel rincón, en los aledaños de las mohosas rejas de las mazmorras. Una de las grandes rocas se estremeció y poco a poco se desplazó hacia fuera y finalmente cayó con sordo impacto.La oscura cobertura mostró una oquedad profunda, sombría como la muerte. De ella salió primero un hedor nauseabundo, la pestilencia de la putrefacción.Después, dos puntos rojos parecieron brillar en la negrura. Dos pupilas diabólicas, fijas, que no parpadeaban.Hubo un apagado gruñido y luego otro más débil pareció responderle al primero. Las pupilas llamearon como taladrando las tinieblas.Después de esto, reinó el silencio y el fulgor demoníaco de los puntos rojos fue apagándose paulatinamente.Ya sólo se escuchaba un leve jadeo, entrecortado y bronco, que sonaba en dos tonos igualmente siniestros, uno más débil que el otro…
El diluvio se hizo torrencial, y la magnitud de la tormenta cobró caracteres casi apocalípticos, en especial para quienes no estuvieran demasiado habituados a residir en aquella parte del país.Lógicamente, muchas personas fueron sorprendidas fuera de casas, en el cumplimiento de sus labores profesionales, en desplazamientos o viajes, movidos por diversas circunstancias, favorables o no, e incluso por simple placer de excursionista.Todos ellos sufrieron las molestas consecuencias de un temporal semejante. Pero eso, sucede muchas veces, y en cualquier lugar del mundo.Lo que no siempre sucede, es que un grupo de personas que jamás se vieron entre sí, coincidan en un mismo refugio, intentando huir de la furia del temporal. Y lo que, por fortuna, sucede menos aún, es que esas personas, agrupadas por una simple y trivial jugarreta del destino, se encuentren con un refugio particularmente incómodo y extraño, como había de suceder aquel fin de semana, en plena furia de los elementos desatados, en las proximidades de Durham, junto a la carretera de Newcastle.Así que, a fin de cuentas, huyendo de los rigores de la tormenta que sacudía la región norte de Inglaterra… ¿quién iba a hacer ascos a un edificio cuya puerta abierta les ofrecía refugio contra todo ello?¿Quién vacilaría en cruzar aquella puerta de hierro, oscilante e invitadora, para sentirse confortablemente acogido, bajo un techo, entre unos muros, aguardando a que pasara la furia de la tormenta?Ciertamente, nadie rechazó la invitación casual.Ni siquiera cuando, antes de cruzar el umbral del singular edificio, levantado entre los rígidos árboles, supieron que se trataba de aquella clase de edificio. Era un panteón funerario.
La voz de Hattie se hizo opaca, casi ininteligible. Algo saltó de su boca, rebotó un par de veces contra la mesa y cayó al suelo.Malone bajó la mirada instintivamente. Estupefacto, vio que se trataba de un diente. Volvió los ojos al rostro de la mujer: no había sangre en la boca de Hattie.Un enorme pedazo de carne del brazo izquierdo empezó a desprenderse, convirtiéndose rapidísimamente en un líquido espeso, repugnante, que despedía un olor insufrible. Sus facciones desaparecieron; era como si se tratase de una estatua de cera, sometida a un calor intensísimo.Hattie permanecía inmóvil. Ya no respiraba.El bello pecho de la joven se convirtió en una sustancia de aspecto indescriptible. Parte de sus cabellos se desprendieron. Sopló una leve brisa y los esparció por doquier.Malone estaba aterrado.Aquella mujer se deshacía ante sus ojos y, sin embargo, nadie parecía haberse dado cuenta de lo que ocurría.De repente, la cabeza de Hattie, casi completamente descarnada, sin la mayor parte de su cabello, se desprendió del tronco y cayó al suelo. Rebotó lúgubremente unas cuantas veces y luego, por la leve pendiente del suelo, rodó hasta el borde de la piscina.
—Tengo miedo a morir asesinada —le tembló la voz—. Mucho miedo… Esto me hace vivir con el alma en un hilo…—¿A morir asesinada? —Richard no pudo tomárselo en serio—. Pero ¿quién va a querer asesinarte a ti?Y la sorprendente respuesta fue:—Algún muerto.—¿Cómo? —Se había quedado perplejo—. ¿Qué has dicho? Creo que no he terminado de entenderte.—Sí, me has entendido perfectamente. He dicho algún muerto.—Pero ¿desde cuándo los muertos matan? —A pesar suyo, Richard se removió, incómodo, en el asiento—. Los muertos ya no tienen vida, y permanecen quietos y silenciosos por toda la eternidad.—Te equivocas, Richard. Yo puedo asegurarte que no todos los muertos se resignan con su suerte y que algunos se rebelan y gritan…—¿Gritan? —inquirió—. ¡Tía Carol, que tú nunca has estado mal de la cabeza! No vayas a decepcionarme a estas alturas.—Sí, gritan —necesitó un nuevo trago de whisky—. Y yo por las noches les oigo… Llegan sus voces desde el cementerio. A veces, son voces simplemente quejosas o doloridas. Otras veces es peor, gritan de espanto.
Y entonces, por primera vez en su vida, Andrew estuvo seguro de que se había vuelto loco. Y gritó y el tubo casi se le escapó de la boca y engulló agua salada y cayó de rodillas.Porque sólo a un loco podría ocurrírsele estar viendo el horrible cadáver del hermoso y rubio Johnny Carey en el lugar de Agni.Debido a sus bruscos movimientos, la arena y el limo del fondo habían levantado como una nube que fue posándose poco a poco.Temblaba, los dientes le castañeteaban, y sin embargo era incapaz de moverse.Necesitaba volver a verlo, asegurarse.Vio unos tobillos sujetos por una cuerda… la misma cuerda.Y una piedra atada a ella. La misma, piedra.Repentinamente ansió no haberse sumergido. No haber descendido a las profundidades de la muerte y pataleó desesperadamente para elevarse.Era como estar atrapado en un torbellino horrible que no tuviera fin. Un torbellino monstruoso que no podía comprender y del que era incapaz de librarse.
El tipo, canoso y vestido modestamente, siguió inmóvil, con la cabeza caída sobre su pecho. Se apoyaba con ambos brazos, casi amorosamente, el doblado abrigo sobre su pecho.Malhumorado, el acomodador se decidió a zarandearle con más fuerzas, al tiempo que mascullaba ásperamente:—¡Vamos, vamos ya! Es tarde, despierte de una vez…El abrigo cayó de sus manos. Los brazos cayeron a ambos lados, dejando al descubierto el pecho. El cuerpo del hombre osciló, antes de caer hacia adelante.El alarido de horror del acomodador, no tuvo nada que envidiar al que Dolly Doll profería desde la pantalla. Los cabellos del hombre se erizaron, cuando advirtió las dos cosas: el enorme manchón de sangre que empapaba violentamente la camisa y la chaqueta del espectador, sobre su pecho, hasta cubrir incluso sus pantalones… Y el enorme, afilado cuchillo carnicero, que emergía del plexo solar del mismo, tras haber sido incrustado en el cuerpo del hombre, atravesándolo, no sin antes atravesar el respaldo de la silla, desde detrás de ésta.Al caer el cadáver ensangrentado al suelo, se quedó en la butaca, afilado y bañado en rojo intenso, aquel tremendo cuchillo puntiagudo, que sirviera hasta entonces para mantener clavado a su butaca al último espectador del Griffith Cinema…
La sierra continuaba su lento descenso, a la vez que giraba a miles de revoluciones por minuto. Con los pelos literalmente de punta, se dio cuenta de que su cuerpo iba a ser cortado por la mitad.—No, no… —balbució—. Déjeme libre… Usted… Charlotte no tenía ningún pariente…—Te equivocas. Tenía un familiar. ¿Quieres saber quién era?De pronto, se arrancó la piel de la cara.Vio una descarnada calavera. En un instante, comprendió el sentido de las palabras de aquella mujer.—Tú eres…—Sí, la Muerte —confirmó ella.Y un instante después, los dientes de la sierra mordieron su cuerpo.
«… Creo que lo hemos encontrado. Hago un alto para escribir estas líneas apresuradas y tensas. Estoy nervioso, impaciente. Tiemblo de excitación, como ocurre siempre que uno está al borde de un hallazgo trascendente.»Lo hallé. Aquí, en esta tumba donde nos hemos quedado la señorita Reed, el señor Payton y yo… En la tumba del esposo de la condesa Drácula… Era tal como imaginé. Un compartimento oculto, tras la losa de ese muro. Una cripta secreta, dentro de otra cripta. Y, si no estoy radicalmente equivocado, dentro de esa segunda cripta escondida… sé a quién voy a encontrar… También sé lo que debo hacer. Mis compañeros serán testigos de ello. El mundo, espero, descansará tranquilo en los próximos siglos, después de que yo consiga mi propósito…».
La multitud rodeaba la colina, en cuya cima había un roble solitario, de una de cuyas ramas iba a ser colgado el reo. De pie sobre la carreta que le había conducido al patíbulo, Rittringham pidió hablar unas palabras antes de que se cumpliera la sentencia.—¡Pueblo de East Valley! —gritó, con toda la fuerza de sus pulmones—. Muero inocente del crimen de que se me ha acusado. Pero no me vengaré de mis jueces ni de los ejecutores de la ley. Un día volveré para vengarme del hombre que verdaderamente asesinó a Vince Corley; y no sólo me vengaré de él, sino de sus hijos y los hijos de sus hijos. ¡Maldito, maldito sea siempre el nombre de…!Rittringham no pudo pronunciar el nombre. Alguien había arreado al caballo que tiraba del carro y el cuerpo del reo quedó suspendido en el aire.
Aún tenía a salvo la yugular, de eso que siguiera viviendo. ¿Acaso era lo que su asesino pretendía, que se dilatara su agonía en medio de aquel afluir aparatoso de sangre? Posiblemente, sí. Bien estaba demostrando que la lanza daba infaliblemente donde quería.Y otra lanza, pintarrajeada a rayas rojas y negras, iba ya camino de él.Pegado al árbol, no podía hacer nada, nada en absoluto, por evitarlo. Sólo podía rogar que acabase con él de una vez.Su ruego no fue satisfecho. La lanza le atravesó nuevamente el cuello, pero por lo visto por ningún lugar enteramente vital.Nuevo afluir de sangre por la boca, a chorros, a borbotones, hasta sentir que se asfixiaba, que se ahogaba.Otra lanza.Ésta sí acabó con su vida, al provocarle un súbito colapso. Pero aún la mano asesina lanzó otra lanza, y otra, todas dirigidas al cuello, hasta que la cabeza quedó tétricamente decapitada, separada del cuerpo.El cuerpo se desplomó contra el suelo.La cabeza quedó sujeta al árbol.
Los ojos del médico forense se clavaron en un punto determinado del cuello, y los dedos trataron de aplanar allí un poco la inflamada epidermis violácea, como en busca de algo. El gesto del médico era de sorpresa y desorientación.—¿Ve usted lo que yo veo, sargento? —indagó, pidiendo la ayuda del hombretón fornido, de uniforme azul.Éste se aproximó más, estudiando algo que asomaba ahora en la piel del difunto. Sacudió la cabeza, perplejo.—Si —convino—. Veo dos señales, dos protuberancias que parecen haberse formado en torno a dos orificios oscuros, rellenos de gotas de sangre negruzca. Como… como si le hubiera mordido… un vampiro, doctor.Y la idea supersticiosa le estremeció inevitablemente.El médico tuvo una rara sonrisa de ironía al asentir, despacio, replicando:—Cierto, sargento. Parece la mordedura de un vampiro… o de un reptil. Un gigantesco reptil, diría yo… altamente venenoso. En suma: algo que no existe en Londres ni virtualmente, en ninguna parte del mundo.
El excéntrico millonario Hyram W. Koldicutt ha fallecido y en su mansión se han reunido todos los herederos mencionados en el testamento, que incluye la siguiente cláusula para el cobro de la herencia: «Tras la lectura del testamento, se procederá al entierro del difunto, en el lugar ya señalado en el jardín. Los hombres cavarán la tumba, mientras las mujeres les alumbran con los seis cirios que hay en el túmulo. En dicho lugar están ya las herramientas necesarias para cavar la tumba, más la lápida con la inscripción correspondiente».Pero ésa no será la única sorpresa del testamento que se inicia con las siguientes palabras: «He sido asesinado. Mis herederos, parientes en distintos grados, tienen prisa por cobrar su parte de herencia. Y cobrarán esa parte, desde luego, suponiendo que vivan para ello…».Tras finalizar la lectura del testamento, dará comienzo una noche de difuntos, muerte y horror.
De todos modos, la muchacha vio perfectamente la pierna que surgió de entre los árboles. Una pierna enorme, descomunal… Sólo podía corresponder a un auténtico gigante… ¡Tenía varios metros de largura y una anchura enorme, y una fuerza, sin duda, demoníaca!Esa pierna impidió que la joven pelirroja prosiguiera su precipitada carrera. Esto lo primero. Luego levantó el pie, de uñas muy crecidas, tan curvadas que casi parecían garras, y de un pequeño golpe la derribó. Ciertamente no hizo falta más. Seguidamente colocó la planta del pie encima del pobre cuerpo que gemía y jadeaba de puro pánico, y pisó fuerte, con todo el peso de su cuerpo.Bastó y sobró, por descontado, para que la infeliz quedara materialmente chafada.Hasta la muchacha llegó el ruido de los huesos, al romperse, al hacerse añicos.En aquel momento, ya se había hecho visible el cuerpo del gigante… ¡Porque era un auténtico gigante por su estatura, aunque un verdadero monstruo por sus características!Tenía el cráneo pelado, y su cuerpo se hallaba cubierto de un pelo espeso, tupido, como si se tratara de un oso, o de una bestia similar. Los ojos le sobresalían tanto, que casi parecían hallarse fuera de sus órbitas. Los incisivos asomaban amenazadoramente por entre los labios.
¡Pero qué horripilante y dantesco resultaba aquel espectáculo! ¡Qué pavoroso…!Sobre una mesa de operaciones, cerca de un armario de metal y cristal donde se veía instrumental médico, estaba la muchacha… despellejada. ¡Despellejada de una sola pieza!Y la «pieza» sacada de su cuerpo estaba sobre otra mesa de operaciones, esmeradamente puesta, cuidadosamente colocada, para que no se estropeara. Para que no diera de sí, ni encogiese. Como si se tratara de una ropa recién lavada…El cuerpo de la muchacha era carne viva por todos los lados. Sólo le quedaban los cabellos y los ojos, desorbitadamente abiertos. Y aquel montón de carne sangrante permanecía rígido. Debía estar muerta hacía ya muchas horas.
—¡Soy Wendy! —insistió ella. De repente, vaciló y tuvo que sentarse en una silla—. Evan —lloró—, me han robado la juventud.—Por favor…—Nunca… debí aceptar aquel contrato Ahora tengo más de ochenta años… Mi juventud, mi vitalidad, mi energía está ahora en el cuerpo de esa maldita mujer…Payle miró a derecha e izquierda. Vio la mesita con el servicio de licores y caminó unos cuantos pasos.—Le conviene tomar un poco de coñac, señora.—¡Evan, insisto en que soy Wendy!Aquella pobre anciana estaba loca, pensó el joven. Indudablemente, había conocido a Wendy. Pero él sabía que había personas de edad que, pese a determinadas deficiencias mentales, eran astutas e inteligentes en otros aspectos. Seguramente, había venido a sacarle unos dólares.Llenó la copa. Al volverse, vio que ella se había alzado el velo.—Mírame, Evan. Mira cómo he cambiado en poco más de tres meses.Payle se sentía atónito. Aquella horrible cara, llena de arrugas, las cejas casi sin pelo, los ojos mortecinos…Ella hizo un esfuerzo, se puso en pie y subió la falda hasta la cintura, a la vez que se volvía un poco. Estupefacto. Payle contempló el lunar cuyos contornos conocía sobradamente. La piel era blanca, pero había perdido la consistencia y la tersura de la juventud.De repente, ella se desplomó al suelo.—Me muero… —jadeó—. Evan…, la dama de… quinientos años… Me ha robado… la juventud.
Faltaba muy poco para que cerrase la noche. Y comenzó a llover. Eran gotas gruesas y no frías en comparación con el viento.Nancy señaló en su lindo rostro un gesto de contrariedad. Y preparó el flash en su máquina fotográfica.Había visto que en la superficie de las aguas se producía un leve movimiento frente a ella.¿Por fin iba a tener la suerte de ver al monstruo que, según las leyendas, habitaba en las oscuras y profundas aguas del lago?¿Iba a tener la suerte de poder fotografiarlo, de ser ella la primera?Se escuchó el lejano redoblar de un trueno, se oscureció más el cielo y arreció la lluvia.La pelirroja pensó que iba a tener que abandonar en el último instante, cuando, después de varios días, estaba a punto de alcanzar su objetivo.Miró instintivamente hacia el lugar en donde estaba su coche, pensando en una próxima retirada.La lluvia que comenzaba a caer en remolino, y el movimiento de la vegetación, le impidieron verlo. Pero estaba allí.El movimiento en las aguas se hizo más preciso aunque la visión se iba haciendo más difícil.Le pareció ver que emergía la cabeza del monstruo, con grandes ojos que brillaban mucho aunque resultaban inexpresivos.Y disparó su primera fotografía.Se dispuso a realizar la segunda, cuando se sintió atacada.
Cuando la puerta quedó abierta, el espectáculo que se presentó ante sus ojos resultó tan horripilante, tan aterrador, que unos y otros necesitaron hacer un esfuerzo infrahumano para seguir en pie.
La enorme serpiente había engullido ya casi por completo a Gerald Mulligan. Sus fauces se hallaban ahora apenas a dos centímetros de su cuello. Sólo faltaba por devorar la cabeza.
Gerald Mulligan seguía sin volver en sí, y sin agitarse, sin siquiera moverse. Vencido por completo por su borrachera.La serpiente seguía engulléndole, tragándole.Los seis espectadores de aquella escena, vieron, con los ojos dilatados por el terror, como dentro de aquellas fauces desaparecería hasta el último cabello de aquella cabeza.
La serpiente quedó con un colosal abultamiento en la parte central de su cuerpo. Fue la única huella visible de la presa que había ingerido tan pavorosamente.
Vio en un instante tantas cosas que nunca hubiera podido olvidarlas de haber vivido.Vio la demoníaca expresión de aquellos ojos salvajes. Vio el brillo de unos colmillos como no podían existir otros en ningún otro ser viviente. Vio…Las zarpas le atraparon entonces. Pudo emitir un espantoso alarido antes que los colmillos chascaran contra su carne.Luego, lo que siguió fue una pesadilla delirante de sangre y muerte como no podría habérsele ocurrido a la mente más desquiciada del universo.La sombra negra de ojos fulgurantes permaneció en la puerta de la bodega mientras la sangre corría a torrentes en torno al sirviente muerto. Luego, simplemente, se esfumó como si jamás hubiera estado allí.
En el centro, sobre un túmulo de granito, se divisaba un ataúd, con herrajes dorados. El túmulo medía escasamente un metro de altura. La tapa del féretro, por tanto, quedaba más baja que los ojos de los espectadores.El hombre extendió los brazos.—¡Ábrete! —clamó.La tapa del ataúd empezó a girar lentamente a un lado. Laura se puso las manos enguantadas en la cara, a fin de contener un chillido de horror. Allí, en aquel féretro, estaba el cuerpo del esposo amado, depositado escasamente dos semanas antes…La tapa quedó a un lado, en posición vertical. Laura vio el cuerpo inmóvil, con los brazos cruzados sobre el pecho y los ojos cerrados.El hombre hizo una ligera pausa y añadió, gritando a voz en cuello:—¡Despierta, despierta! ¡Vuelve a tu esposa! ¡Despierta, John Waterbine, yo te lo ordeno!Laura contemplaba la escena con ojos desorbitados. No, no podía ser; aquel individuo la había engañado. Ningún humano podía resucitar a un muerto. Su esposo había sido atendido por los mejores médicos y no cabía duda acerca del diagnóstico definitivo. John estaba muerto.Pero, de súbito, las manos del hombre que estaba en el ataúd se movieron ligeramente. Su pecho se alzó y descendió lentamente. Sus ojos se entreabrieron.