EL avance tecnológico de la época imponía el paso del ferrocarril por el pequeño pueblo de Burnet, próximo al lago Hamilton y al Norte de Austin, capital del Estado de Texas. Los encargados de conseguir las tierras por dónde había de pasar aquella enorme serpiente férrea tropezaron con los inconvenientes lógicos que en el proyecto realizado por los técnicos se habían tomado en cuenta Las condiciones ofrecidas por los representantes de la compañía del ferrocarril habían sido rechazadas al considerar sin los propietarios de las mencionadas tierras, injustas y desconsideradas todas las ofertas que se les hicieron.
MUCHOS vaqueros estaban sentados en la valla de madera que cercaba el espacio destinado a la doma de potros. Les agradaba ver a su patrón luchando con los más rebeldes. Estaban convencidos que era el mejor jinete, capaz de conseguir lo que ellos abandonaban por considerarlo imposible. Y no es que fueran malos jinetes. Es que Roberto era superior a ellos y empleaba métodos que poco a poco iban imitando. Solía decirles al hablar de ello que los potros eran como niños y que no se les podía hacer creer que el mundo era solo tortura, porque crecerían odiando.
¡EH, tú! ¡Larguirucho! ¡Ven aquí! ¡No encontrarás en la ciudad otro sitio mejor para til Baja de ese caballo muerto de hambre, y entra en el «saloon»! Podrás bailar si inclinas la cabeza para que no te estorbe el techo, por la mínima cantidad de treinta centavos. En los otros locales tendrás que pagar cincuenta. ¡Vamos, no lo dudes más! Todos los que pasaban por allí quedáronse mirando a la muchacha que gritaba al joven cow-boy a quién se dirigía.
LA llegada de los coches ante la residencia hacía recordar a muchos testigos de ese espectáculo las fiestas de antaño en las mansiones que aún se conservaban aunque no con el boato que entonces tenían. Desde luego, hacía tiempo que no se veía reunión tan numerosa de vehículos ante la residencia del Gobernador. El matrimonio y la hija, Gaby, recibían a los invitados con amables sonrisas.
STUART Heston detuvo su caballo y, echando pie a tierra, buscó un sitio donde acampar junto a aquel arroyo de agua tan clara y fría. Hizo un fuego y dejó al caballo en libertad para que pastase a su antojo en aquella espléndida vegetación de las proximidades del agua. Se preparó un poco de tocino salado y unas tortas de maíz, que devoró más que comió y después de beber un buen trago de agua, echóse boca arriba sobre una de las mantas, apoyando la cabeza en la otra, lamentando no tener un poco de café.
La tormenta continuaba y entre el fulgor de los relámpagos vio Alma Casselton, propietaria de uno de los ranchos más codiciados de Paxton, pueblo situado a orillas del South Platte, avanzar un jinete como si no existiera tan cruel tormenta. Se fijó detenidamente en él y no le reconoció, suponiendo que sería alguno de los cazadores sorprendidos en medio de aquel artilugio eléctrico.
EL conserje del hotel se cansaba de decir que no había habitaciones libres. —Decían que este hotel era grande… —Y lo es. Lo que sucede es que la afluencia de forasteros ha sido más importante de lo esperado. —¿Hay más hoteles? —Tienen muchos en la ciudad. No se preocupe… Encontraré habitación en estas fechas. Si estuviéramos en fiestas, sería distinto.
¿WHISKY? —preguntó el barman. —Tomaría mejor dinamita —replicó furioso el de la placa—. ¿Qué decían todos estos de mí? —No hablaban de usted, sheriff —respondió el barman—. Comentaban lo bonita que ha vuelto Ann Lambert. Muchos de estos no pueden creer que sea tan bonita como Willie afirma. —Es bonita, aunque muy desvergonzada —dijo el sheriff—. Tampoco ha tenido suerte al volver a este pueblo. Tendré que hacer con ella lo que confesó que hizo Donald Holden hace años.
HARRY Sherman había tratado de complacer a su hermano y a los amigos. Quería olvidar su deseo de venganza. Pero era superior a él. Y la fatalidad hizo que leyera una nota sobre algo tan sin importancia en realidad, como era el nombramiento de un senador en Wyoming. Era una nota escueta. Pero el nombre de ese senador coincidía con uno de los buscados por él en el Territorio de Arizona. Cuando estaba seguro que había conocido al personaje de leyenda Saguaro, y que le había ayudado a salvar la vida.
Los que entraban en el local, se detenían junto a la puerta, contemplando con admiración lo que estaban diciendo. Había un gusto exquisito hasta en los menores detalles. Las mujeres eran las que se fijaban en todo. Los manteles que cubrían las mesas de distintos colores y el tapizado alegre de las sillas, hacían del local un lugar enormemente agradable. Se iban sentando los comensales y se saludaban entre sí, erque eran conocidos la mayoría. Y como día de inauguración, ellas vestían sus mejores galas y los caballeros lo mismo. Servía de pretexto para convertir ese local en un escaparate y testimonio de la riqueza de cada cual.
EN la mansión Janesville había un gran bullicio. Las dos jóvenes hijas de la viuda Jane trataban de convencer a su madre, que no sabía negarles nada, para que les permitiese realizar la visita al barco, apoyadas en su petición por los acompañantes, amigos de la casa y francos admiradores de ellas. Para la madre de las muchachas la boda de sus hijas era cuestión de meses.
RODOLFO y César Fernández de Ayala, eran los dos hijos de Laura de igual apellido. Se habían instalado en la enorme casona-palacio de los Fernández de Ayala, que en Santa Fe ocupaba una gran manzana en la parte más céntrica de la ciudad. Y se instalaron al enfermar la abuela Laura, que era una institución en la ciudad y en el Territorio. Y lo hicieron con sus familias: Adela, esposa de Rodolfo, con sus dos hijos: Rodrigo y Guadalupe. Y César con su esposa Carmen y los hijos Juan y José.
EL herrero sin dejar de golpear el hierro candente que tenía en el yunque, miró de reojo y sonreía. Jonás Cooper entraba en el taller y el rostro indicaba lo enfadado que estaba. —¡Deja de golpear, que me has visto entrar! —gritó el visitante. —No puedo dejar que se enfríe. ¿Qué quieres? Si se trata de tu caballo, ya ves que ahora estoy ocupado. Le traes más tarde.
AQUELLOS que pensaban que Laramie, por tener una universidad, era una población amante y respetuosa con la Ley, sufrían un grave error. Y los que por haber doblado cinco años la cuenta de los ochenta después de mil, imaginaban que ya no era posible el imperio de un equipo, y hasta la tiranía de un hombre, también se equivocaban. Para convencerse, bastará que sigan con atención lo que vamos a relatar.
RAMON se mueve, señor. Hace falta un médico. Esta delirando y su fiebre ha de ser muy alta. ¿Podemos ir con el cochecillo de la niña Soledad en busca de un médico? —Espera que hable con mi sobrina. Ahora es ella la dueña de todo. Yo no tengo autoridad. Acercóse a Soledad, que estaba como siempre, rodeada de aduladores y le comunicó lo que sucedía. —Pueden ir a buscar al médico. Pero como es americano que no entre en esta casa. Que vaya a la de los criados —respondió Soledad.
¡ALLAN…! El aludido que estaba sentado frente al fuego, como el resto del grupo formado por doce hombres, miró a su hermano Guy que era el que llamó. —Dime —respondió. —¿Qué le pasa a ese…? —¿Por qué lo preguntas?
ME ha pedido el capitán que te releve en la guardia, Buck. Te está esperando en su camarote. —¿Qué diablos le ocurre? Precisamente me estaba acomodando para descansar un poco. ¿Para qué quiere verme? —No lo sé. Solo me pidió que fueras a verle. —Está bien. No pierdas de vista a los que están junto a la puerta de la bodega. —Descuida. Esos hombres son de confianza.
EL jinete entró en Benson, pequeña localidad de Arizona, con lentitud y calma, mientras sus ojos iban de un lado a otro, mirando todo con curiosidad. Nadie se preocupaba de él. Y quienes en él se fijaban, lo hacían con indiferencia. Desmontó ante el único almacén existente en la pequeña localidad.
¡LIZ…! —Ahora salgo, Greta… Momentos más tarde apareció Liz, la dueña del almacén, limpiándose las manos con el mandil. —Estaba fregando los cacharros… —decía—. ¿Querías algo…? —¿Tenéis algún barril de whisky…?
ABILENE…! ¡Diez minutos…! —gritaba el empleado de la estación. Y lo hacía varias veces recorriendo el andén. Un viajero, muy alto, fibroso y con el rostro muy curtido por el sol y los vientos, descendió con una maleta que estaba de acuerdo con él. Dejó la maleta en el suelo y corrió hacia los vagones de ganado que iban unidos a los de viajeros.