Al terminar el baile, Kev propuso salir a la terraza. Muy cerca tenían el puerto, convertido en un estallido de lucecitas.Eida Raybel accedió. Su vestido le perfilaba la figura, de sobrias líneas. Su boca suave, de labios llenos, sonrió al tiempo que sus ojos grandes, castaño claros, quedaron fijos en su acompañante.—Pero tendrá que hablarme de la selva, capitán Burgan…—¡Desde luego, Eida! —rió el hombre.La cabellera de la joven se volcaba sobre los hombros desnudos, en suaves ondas, y refulgía tanto como sus ojos. Su acompañante, Kev Burgan, quedó medio paso rezagado, para poder apreciar el andar felino de la bella.
La mujer miraba aterrorizada la boca del cañón de la pistola que estaba situada a dos pasos escasos da ella. Su rostro estaba tan blanco Como el yeso de la pared en que se apoyaba y sus ojos parecían querer ir a saltársele de las órbitas. —Por favor… —susurró, haciendo un tremendo esfuerzo para hablar—. No…, no me mate.El asesino meneó lentamente la cabeza.—Lo siento, señora Rivers. Me pagan para ello, precisamente —contestó con voz impersonal, como si fuera un vulgar empleado atendiendo al público en la ventanilla de su oficina.
En su silenciosa inmovilidad, poseía la helada belleza de la muerte. «Caronte» Smith mantenía levantada una punta de la sábana para que Jay Armand pudiera contemplar mejor aquella belleza. Smith era el vigilante de la Morgue o depósito de cadáveres, y Jay Armand un joven periodista.Aun después de muerta conservaba plenamente su magnífica hermosura. Yacía con los brazos a lo largo del cuerpo, bello y blanco como una estatua de mármol modelada por Fidias, y los negros cabellos recogidos bajo la cabeza. Tenía los ojos cerrados y en sus labios, que apenas habían perdido el color, parecía flotar una débil y enigmática sonrisa.—¿Se sabe quién es el asesino? —preguntó Armand en voz baja, como si le doliera quebrantar aquel silencio.>El vigilante sacudió la cabeza.
Otro relámpago incendió de verde el interior del almacén. Leib Rodner tuvo el tiempo preciso para ver al culi tras unos fardos de hierba lalan. Desenfundó rápidamente la pistola, cuando alguien se le acercó: —¡Comandante! ¡Creo que nos siguen! Era el sargento Loew. Y Leib ahogó una maldición. La aparición del subordinado hizo que perdiera unos segundos preciosos. Cuando se dio cuenta ya era demasiado tarde. No pudo hacer otra cosa que extender los brazos de manera que con ellos alcanzase al sargento y al soldado malgache que se acababa de situar a su derecha. —¡A tierra!
La miró con los ojos entrecerrados, mientras ella avanzaba entre las mesas. Era bella, atrayéndole su forma de andar, el modo de mover sus caderas. Su talle formaba una línea ondulante, movediza, atrayente. Donald Maxwell dejó escapar un imperceptible suspiro y se levantó. Como siempre, era incapaz de resistir a unos encantos femeninos. Audazmente se colocó delante de la joven, mirándola a los ojos, verdes y atrayentes. —Es un placer conocer a una beldad como usted. —Donald se inclinó ligeramente—. ¡Confío que no estará usted acompañada! —Pues sí, estoy acompañada. —Me causa una terrible desolación. ¿Quién es el afortunado mortal?
El día era caluroso cuando detuve mi viejo descapotable «Lincoln 55» en la Calle Mayor de Blakeville, frente a un rótulo que prometía felicidad para los sedientos. Cerré el gas, me eché las llaves al bolsillo y con el sombrero casi en la nuca y la chaqueta colgando del hombro izquierdo, crucé la acera y entré en el bar.
Acabo de despertarme. Como todos los días, por supuesto. Pero esto, que parece una perogrullada, tiene más importancia de la que pueda parecer. Durante unos momentos permanezco inmóvil, con los ojos cerrados, en la agradable duermevela que precede a la vigilia. Dentro de unos momentos estaré en pie, listo para ducharme, desayunar y acudir a mi trabajo. Como todos los días, claro. De repente advierto una cosa. He terminado de dormir sin el auxilio del despertador. Trato de analizar el hecho. Suelo ser metódico en mis cosas, aunque no un robot humano, claro está, pero estoy casi seguro de haber dado cuerda al despertador por la noche, al tiempo de acostarme. Mi hora de despertar son las siete de la mañana; media hora de aseo y desayuno y media hora más para trasladarme al lugar de mi trabajo. Levanto la muñeca izquierda. Abro el ojo del mismo lado y miro mi reloj de pulsera. Marca las 9,01. ¡Diablos, mi patrón me va a poner perdido en cuanto me eche la vista encima! Oh, qué tonto; si hoy es mi primer día de vacaciones… ¡Eh! ¿Qué es esto?
Cuando uno está sin trabajo, pueden ocurrirle dos cosas: que lo encuentre o que no lo encuentre. Si no lo encuentra, lo más que puede sucederle es ser acusado de vagancia, encerrado unos cuantos días en la cárcel por cuenta del municipio y luego expulsado da la ciudad. Si encuentra el trabajo, puede suceder que ese trabajo sea honesto, en cuyo caso no pasa nada; que no lo sea, y entonces, la policía empieza a molestarle a uno con preguntas tontas. Pero también puede ocurrir una posibilidad: que ese trabajo no sea honrado, pero que tampoco no lo sea. La verdad es que no sé cómo explicarme, salvo para decir que cuando uno halla un empleo de la clase última, se expone a verse metido de hoz y coz en una serie de complicaciones tal como para encanecer en veinticuatro horas cuando solo se cuenta un número ligeramente mayor de años.
El capitán Gaskell se pasó la mano por la barbilla, frotándosela con fuerza. Su mirada se posó en los rostros de sus dos interlocutores. Su expresión era francamente pesimista. —Lo confieso, estoy desmoralizado. —Animo, capitán —dijo el teniente Singer, sonriendo—. Lograremos salvar esta situación. Esos asesinos no lograrán continuar sometiendo a los habitantes de la ciudad por el terror. El teniente Singer contaba veintiocho años, siendo inteligente y animoso. El capitán Gaskell ya había pasado de los cincuenta años y sus escasos cabellos empezaban a encanecer. El sargento Bull tendría una edad aproximada, pero su cabellera era abundante y rebelde. Alcanzaba el metro noventa y su corpulencia le daba un aspecto obtuso. Nada más lejos de la realidad. Su astucia y experiencia le hicieron alcanzar cierta fama de temible entre los habituales delincuentes de la ciudad.
El hombre estaba sentado en el borde de un pequeño acantilado, que caía sobre el mar desde una altura de cuatro o cinco metros. Las olas rompían mansamente contra las rocas, despidiendo espumas que olían a sal y a yodo. A lo lejos, el sol era una inmensa bola roja que corría rápidamente hacia su ocultación. Abstraído en sus pensamientos, el hombre, más bien un muchacho, ya que pasaba muy poco de los veinte años, arrojaba piedrecitas contra el mar, mientras una indefinible sonrisa, en la que se mezclaban diversos sentimientos —satisfacción, alegría, placer de haber realizado un duro trabajo—, flotaba en sus labios. Un objeto negro, triangular, surcó velozmente las aguas a Una docena de metros de la costa. En aquel lugar, el océano estaba relativamente tranquilo y había ocasiones en que su superficie parecía un espejo, que devolvía duplicada la imagen del astro rey en su ocaso. El muchacho cogió una piedra y la arrojó hacia el escualo, no acertándole por pocos centímetros. Indiferente, el tiburón, continuó evolucionando por aquellos parajes en busca de una presa fresca para su insaciable apetito.
Eran pasadas las seis de la tarde cuando Daniel Haley dejó a su último pasajero en Baker Street. Estaba anocheciendo y hacía frío. Después de consultar el reloj del cuadro de su automóvil, Dan calculó que todavía podría llegar a tiempo de esperar a su hermano y encontrarse en el andén de la estación Terminal cuando éste se apeara del tren. Pedro haría una mueca y se sorprendería mucho al verle con el uniforme y la gorra de taxista, pero Dan se mostraría inflexible con él y le exigiría el importe de la carrera que señalara el taxímetro cuando llegaran a casa. Llevando la bandera alzada para que no corriera el taxímetro, Dan Haley subió por Baker Street hasta Fell Street y dobló a la izquierda bajando por esta última vía de nuevo en dirección a la bahía. La jornada había sido muy dura, como correspondía a una ciudad como San Francisco en vísperas de la Navidad. Todo el mundo parecía tener que comprar algo por aquellas fechas.
—Lo siento, Doug, pero queda despedido. Y como si el decir esto hubiese sido algo superior a sus fuerzas, mi jefe se recostó con indolencia en su asiento. Era muy natural. Había faltado a mi obligación, largándome sin pedir permiso a nadie. Allí no solía consentirse que los redactores se tomasen las vacaciones por propio impulso. Había perdido mi empleo en el «Journal». Tomé la cosa con filosofía, y dando media vuelta salí del despacho de mi director.
Ray Cole terminaba de vestirse. Se sentía optimista. Iba a asistir a una fiesta en la que conocería a una persona que era «alguien» en el mundo del periodismo y la política. Y esa persona estaba interesada por su labor periodística en torno a las pandillas de delincuentes juveniles y de otras similares que no tenían nada de juveniles. Aspiraba Ray al premio «Pulitzer» de periodismo. Era ya mucha gente la que consideraba que lo merecía, y bastaría una pequeña ayuda para que lo consiguiese.
Un indio, vestido de blanco, con zapatillas del mismo color, cubierto con el clásico sarape o capote de monte mejicano, que masticaba sin cesar hojas de «coca» para, privando a la planta de sus nervios, hacer una bola y, mezclándola con cal, precipitar la cocaína, noche tras noche llamaba la atención a Peter Cochano, habitual contertulio a «El As de Trébol», una taberna con pretensiones de «nigth-club». Siempre le encontraba al entrar. ¿Cómo conseguía los fondos para que no le faltara el toxicó? El indio no reparaba en lo que sucedía en torno suyo. Sentado en la acera, con la espalda apoyada en la pared, sacaba del bolsillo hojas frescas que añadía a las masticadas. Sus movimientos eran los de un autómata.
Una ligera neblina difuminaba los contornos de los objetos y abrillantaba el asfalto con su humedad. De cuando en cuando, un soplo de viento aclaraba el ambiente, pero a poco, la neblina, con insidiosa lentitud acababa por enseñorearse de la noche y las casas y las pocas personas que circulaban en aquellos momentos por la calle volvían a adquirir de nuevo su aspecto irreal y fantasmagórico. El rumor de un coche que se acercaba al extremo de la calle rompió de pronto el opaco silencio. Se oyó claramente el siseo de las gomas al rodar por encima del reluciente asfalto y sus faros apuñalaron la neblina, semejando las pupilas de un animal monstruoso que salía de su cubil por las noches para buscar sus piezas de caza. El automóvil se detuvo al fin frente a un edificio aislado, rodeado por un pequeño jardín enmarcado por una valla baja de madera pintada de blanco. Junto a la puerta se hallaba el poste que sostenía el buzón para el correo del dueño de la mansión, en uno de cuyos lados se veía el nombre y el número de la calle.
La víctima se hallaba sentada en un sillón, de espaldas a la puerta. Era una muchacha rubia, muy bonita y de formas agraciadas, y observaba una actitud apacible, como si estuviese esperando a alguien, sin demasiadas prisas o escuchando con deleite algún concierto por la radio. El sillón estaba situado casi en el centro de la estancia, aunque lo suficientemente cerca de un ventanal, para que la muchacha pudiera ser vista desde los pisos del edificio de enfrente, separados por una distancia de unos veinticinco o treinta metros. Acababa de anochecer y la luz estaba encendida, por lo que podía verse con toda facilidad lo que sucedía en la estancia.La puerta se abrió sigilosamente. Un hombre entró. Tenía los hombros encorvados, cojeaba de una manera pronunciada y se apoyaba en un bastón para caminar. Pese a todo, el detalle más significativo de su aspecto era el mostacho y la perilla estilo mosquetero, de pronunciado color negro, que adornaban su rostro.
Los dos sepultureros comenzaron a tirar paletadas de tierra dentro de la fosa. La tierra resonó como un repiqueteo sobre el ataúd. Nadie se movió y cuantos estábamos asistiendo a la ceremonia teníamos los ojos clavados en el agujero dentro del cual iba a pudrirse el que había sido brillante periodista. El pastor, tras su panegírico sobre la muerte y el difunto, inició una plegaria. Algunos la siguieron, otros continuaron mudos, inmóviles. El sol caía cual fuego líquido, sobre nuestras cabezas. La brillante luz se le antojaba a uno falta de respeto hacia el muerto. Saqué mi pañuelo y lo pasé disimuladamente por el cuello. El calor era de castigo. La tierra seguía cayendo sordamente dentro de la fosa. El pastor dio por terminada la plegaria y los asistentes al entierro iniciaron el desfile. Yo seguí todavía unos minutos más allí, pensando en Jerry Haldane, en su condenada pluma y en la borrascosa amistad que nos había unido.
Casi dos meses. Habían transcurrido casi dos meses y todavía no me había acostumbrado a la extraña sensación de la libertad. Sin ningún esfuerzo, podía recordar cada hora, cada minuto, cada segundo de aquel día; las despedidas, los comentarios, las miradas de los hombres que habían compartido mi encierro durante años, cargadas de nostálgica envidia, algunas con el brillo húmedo de las lágrimas apenas contenidas. Luego, las recomendaciones del alcaide, las sonrisas de los guardianes al estrecharme la mano, como un homenaje a mi buen comportamiento… Y el sol. El sol que cayó sobre mí tan pronto crucé la puerta del penal.
Las olas fueron empujándola a tierra. Una tuvo más fuerza que las otras y levantó el cuerpo pasándolo por encima de pequeñas rocas que emergían de la arena.Suavemente lo depositó en el sitio más blando, donde había más arena, y se retiró. A partir de ese momento las olas fueron perdiendo fuerza, en plan de retirada.
Un rato más tarde, cerca de la playa se detenía un coche. Se apeó una pareja, los dos en traje de baño. Eran muy jóvenes.Fue la mujer la primera que se acercó al agua, corriendo. De pronto se detuvo y miró a un lado. Enseguida soltó un grito.—¡Dick! ¡Una mujer muerta…!
La diferencia de edades estaba marcada por las distintas clases de tabaco que usaban los dos hombres. El inspector Carrigan, cincuentón, obeso, con aspecto de bon vivant, fumaba una vieja cachimba de espuma de mar. El agente especial Sharey, de la F. B. I., alto, atlético, cabello rubio y corto, fumaba cigarrillos. Carrigan estaba sentado en una silla, junto a una reja de alambre, con aspecto plácido. Sharey se paseaba nerviosamente por la estancia. —¿Cree que accederá, inspector? —Se detuvo y preguntó por enésima vez. Carrigan se encogió de hombros.