Una cortina despolvo rojizo semiocultaba el poblado desde la alta montaña, que como un dogal la rodeaba.
Dos jinetes detuvieron sus cabalgaduras, y uno de ellos, echándose el sombrero hacia atrás, secóse la frente sudorosa con un sucio pañuelo, diciendo:
—Ése es Brawley. El pueblo minero de la frontera. Estoy rendido. Podríamos descansar.
—Hagamos el último esfuerzo. Debo comunicar a Nesta que llegaré sin novedad.
—Eso sería tanto como decir quién es.
—No. Yo puedo tener mujer y ser un aventuEsto sería raro.
Selma despertó sobresaltada y asomóse a la ventana de su cuarto desde la que podía dominar, merced a la luna que iluminaba los valles, gran parte de los terrenos del rancho. Con la mano retiraba los bucles rebeldes que caían sobre su frente y miraba con atención hacia la lejanía.
En las calles solitarias próximas al muelle de Seattle, no se oían en aquella hora avanzada de la noche otros ruidos que los cánticos lánguidos y apagados que acompañaban a un lejano acordeón sobre la cubierta de algún barco o bajo el techo oscuro de alguna taberna del dilatado puerto.
Curiosa novela en la que don Marcial se enfrenta nada menos que con uno de los héroes más legendarios del Oeste. Nos referimos a Wyatt Earp (1848-1929), el famoso marshal de Tombstone (Arizona). La novela se centra en varios episodios de la juventud de Earp, todos imaginarios, porque el autor coge de la auténtica vida del personaje escasamente algunos detalles. Nos encontramos con Wyatt trabajando de herrero con su padre Zachary en Kansas City (Missouri). El antiguo pistolero Noble Mac Meyers, también herrero actualmente, enseña a disparar a Wyatt hasta convertirle en el pistolero más rápido del Oeste y también le enseña todos los trucos para ganar con los naipes.
Después de la guerra con los indios, en la que perdieron la vida lo mejor de los guerreros de ambas partes, las minas de las Colinas Negras incrementaron su explotación, convirtiendo esa zona en un verdadero infierno de pasiones.
La divisoria entre el territorio de Wyoming y el estado de Dakota del Sur era un hervidero de ambiciosos.
Se consumían ríos de alcohol y se gastaban libras y libras de plomo y pólvora.
—Estoy seguro de que los Rawlings ocultan todo el que les es posible para enviarlo a esos cerdos de confederados.
—No lo creas. Los Rawlings saben que hay muchas millas desde aquí al Mississippi. Una persona podría llegar sin llamar la atención, pero el oro que pueda llevar encima no pasaría de unas onzas, con lo que los confederados no se sentirían muy felices. Necesitan mucho dinero para seguir guerreando. Ni Francia ni Inglaterra les darán nada como no lo paguen bien.
Como resoplidos de monstruo, el vapor lanzó un largo y bronco silbido poco antes de que las anchas ruedas aspadas de los costados cesasen de azotar el agua y arrastrándose lentamente entre una babel de gritos, consiguió recostarse la nave contra el muelle de tosca madera.
Resultaba difícil poder entenderse entre tantos y variados tonos en los gritos de salutación. Los viajeros apoyados apretujándose en la borda de la cubierta superpuesta y los curiosos amontonados en el muelle producían un ruido ensordecedor.
La familia Sterling, en el valle del Arkansas, era ejemplo de felicidad para todos los habitantes del contorno y el rancho que habían conseguido organizar, seleccionando con paciencia la ganadería, uno de los más famosos de todo el Oeste, hasta el extremo de superar en algunos dólares el precio por res comparada en los otros.
La familia estaba compuesta del matrimonio, Marta y John, que llegaron desde el Lebanon, en Tennessee, hacía muchos años y sus cuatro hijos, nacidos en la cuenca del Arkansas dos de ellos, Joan y Zack, y los dos mayores que vinieron en el carromato siendo muy pequeños aún, como máxima preocupación de los emigrantes.
Los patos silvestres indicaban en su huida hacia el Sur que el buen tiempo se alejaba, empujándoles en busca de clima más apropiado. Su áspero canto dejábase oír de modo constante.
Richard Tedford sentía que la brisa iba refrescando en los últimos días.
Contemplaba el paso de los patos desde la orilla del río cuando embarcaba en su magnífica canoa de abedul unos buenos fardos de pieles.
En su cabaña del monte Watt había dejado otra buena partida de ellas, a por las que volvería más tarde con ayuda de un trineo, que estaba en casa del factor Theo Young, cuidados los perros por Mabel, su hija.
—Tienes que convencerte de que has adquirido unos terrenos que no valen para nada. El ganado se muere de hambre y no hay posibilidad de sembrar en ellos ni salvia.
—Tienes razón, pero he de hacer de ellos una fuente de ingresos. Has de verlo.
Los dos hombres, vestidos de vaqueros, que discutían ante la casa levantada con adobe y madera, más de aquello que de ésta, paseaban con lentitud, contemplando una extensa zona de terrenos, sobre la que unos pastos raquíticos servían de alimento a muchas reses.
—Ese ganado se encontrará cada día más raquítico. Tenemos los mercados muy alejados de aquí y carecemos de los hombres necesarios para hacer una conducción.
El tren se detuvo en su jadear mecánico y la gritería era ensordecedora.
Cuando los dos viajeros descendían, una verdadera multitud les aclamaba.
La joven Violeta sonreía complacida al oír los vivas que daban en su honor y en el de su padre.
Las autoridades locales les salieron al paso y les saludaron dándoles la bienvenida de la ciudad.
Violeta contemplaba curiosa cuanto le rodeaba.
La muerte rondaba por aquel local desde hacía varios días. Habían, muerto ya varias personas, a pesar de que antes fueron avisadas... y ahora le tocaba el turno a una mujer preciosa, de la que estaban enamorados todos los hombres de la ciudad...
¡Solo un hombre podía librar de la muerte a todos los que estaban en la fatídica lista, y de él decían que había aprendido a disparar del mismísimo diablo!
En uno de los paisajes más encantadores del noroeste de la Unión, entre suaves valles, con dibujos caprichosos de los meandros festoneados de bosques que descendían de las montañas a inclinarse ante el curso fluvial, rodeado todo ello de altas cumbres, con nieve la mayor parte del año, se escondía la vivienda ocupada por Ernest Barnes y su hija Eva.
Con el rifle fuertemente empuñado se arrastraba el jinete por las arenas calcinadas del desierto.
Biznagas, cactos y pitas era la única vegetación que veía a no muchas yardas y hacia las que se dirigía.
Una bala levantó tierra junto a su rostro, indicio que no dejaba lugar a dudas de que había sido visto.
Un segundo disparo quedó aún más cerca que el otro.
Todos sus clientes la adoran, la temen, la respetan, los que no la conocen son los extranjeros... Éstos mismos mismos se la intentaran jugar pero no saben con quién están tratando.
Todos los reunidos en el bar se quedaron silenciosos al ver entrar como a un torbellino a Herbert Basseman, uno de los rancheros más ricos de la comarca.
El silencio lo producía el miedo que tenían demostrado en otras ocasiones que sus manos eran veloces y pocos los escrúpulos.
Se detuvo cerca de la puerta y miró a los que estaban reunidos.
Los ciudadanos de California y Nuevo México no habían encajado aún lo del Tratado de Guadalupe Hidalgo y el odio hacia el invasor aumentaba. No apreciaban a los americanos considerados como invasores, ya que el Tratado de Guadalupe fue consecuencia de una guerra, y firmado sin la aprobación de los mexicanos, que deseaban el desquite.
Hacía ya unos años que California y Nuevo México figuraban en la Unión. California como Estado desde 1850 y Nuevo México como Territorio.
Las haciendas eran extensas y en realidad media docena de familias poseían la mayor parte del Territorio.
Los vaqueros y peones de estas haciendas podían cabalgar varias jornadas por los terrenos de sus amos.
El gélido aliento de la muerte se extendía por toda la comarca, desde que aparecieron por allí tres hombres misteriosos con intención de adueñarse de los mejores ranchos...
Por eso se creó un cuerpo de vigilantes constituido por vaqueros y toda clase de voluntarios, dispuestos a jugarse la para acabar de una vez con aquella amenaza
Había sido un año de terrible sequía y el sol se ensañaba con la sedienta tierra, que se arrugaba hosca.
Los caminos eran unos ríos de fino polvo en los que los caballos metían sus extremidades varias pulgadas, haciendo que una nube de polvo envolviera a los caminantes y les llenara los pulmones y los bronquios, produciendo una tos crónica mientras se caminaba por ellos.
Los altos pastizales se habían transformado en cortantes agujas y en un mar de partículas de paja que hacían más daño que el propio polvo.
—Ese vaquero tan silencioso me tiene desesperado. No le oyes hablar jamás una palabra. Si le hablas sólo responde sí o no. Se aísla y está solo la mayor parte del tiempo. No comprendo cómo le admitieron.
—No fue el capataz. Lo hizo el patrón. No sé qué vería en él…
—Yo sí lo sé, pero debió quitarle el caballo, si es eso lo que busca, y darle otro.
—¡Cómo! ¡No irás a decirme que le admitió porque se enamoró de su caballo!