La fuerte ventisca hacía caminar a los vaqueros encogidos sobre sí e inclinados hacia delante. Habían desmontado ante las cuadras y llevaban los animales de la brida. Una vez dentro de la cuadra, se estiraron y, sacudiendo las ropas de la nieve adherida a ellas, desentumecieron los miembros ateridos de frío. Para ello, patearon repetidas veces y abrieron los brazos como si trataran de abrazar a alguien.
Joe Home llevaba demasiado tiempo de viaje. Había partido hacía más de cinco meses de Ucross, una pequeña ciudad al norte de Wyoming, donde desde muy pequeño se había juntado con los más adiestrados de oro de toda la Unión. Había pasado muchas calamidades y el preciado metal comenzaba a escasear, aparte de los frecuentes robos que sufrían por indeseables y forajidos llegados desde muy lejos. Durante muchos meses pudo escuchar que entre la frontera de Canadá y de la Unión, en una zona conocida como el territorio del Yukon, se estaban encontrando grandes cantidades de oro y, sin pensarlo, se puso en marcha.
—Ahora comprendo por qué llevan tatuada una calavera los cow-boys de ese equipo. La vida en los escasos pastos de ese rancho está amenazada constantemente. Esos malditos crotálidos lo están invadiendo todo. Mientras que estos comentarios se hacían en el único saloon existente en el pueblo de Baker, Rebecca Lincoln, propietaria del rancho que se conocía también como el de la Calavera, observaba el trabajo de sus hombres en los límites de su propiedad que lindaba con el desierto del Mojave.
Las numerosas compañías mineras con asentamiento en Denver se disputaban cualquier terreno en las proximidades de las grandes minas. Eran muchos los desconocedores del terreno que pagaban con sus vidas sus atrevimientos, al ser sorprendidos por los frecuentes aludes de nieve en las montañas. Ron Harrelson, desde el interior de su refugio, observaba el movimiento de un jinete que, por desconocimiento sin duda, se adentraba en la zona considerada peligrosa.
La nieve impedía orientarse ni mirar hacia adelante.
Handy se cubría hasta los ojos con la «parka», llevando de la brida a la primera caballería. Las otras cuatro iban amarradas unas con otras.
Las cuatro de atrás transportaban unos fardos de pieles, producto de los meses que había estado encerrado en la montaña.
Handy había calculado, allá en lo alto de su refugio, cuando las empaquetaba, que debían valer unos seis mil dólares en total.
Había sido una de las mejores cacerías que realizó cazador alguno.
El joven achacaba esta suerte a los trabajos del ferrocarril que, desde su refugio, observó gracias a sus prismáticos de largo alcance.
Los ejemplares del Rocky News, periódico de Denver, eran arrebatados de las manos de los vendedores. En ellos se daba cuenta del resultado final de las elecciones para senadores en representación de Colorado en Washington. Los dos elegidos eran conocidos en la ciudad, pero uno de ellos más que el otro. Ambos ejercían de abogado antes de ser candidatos.
Las dos horas de descanso transcurrieron en seguida, poniéndose en pie, perezosamente, todos los conductores. Los gritos de éstos pusieron al ganado en movimiento, levantándose una gran nube de polvo que, a pesar de llevar los rostros cubiertos con pañuelos, se filtraba a través de los mismos, causando verdaderas molestias en las gargantas de aquellos hombres. Cary Killdeer galopaba muy distanciado de la manada, llegando varias horas antes a Abilene.
—Escucha, hijo... No te he dicho nada hasta ahora porque creía sinceramente que habías de dejar, con el tiempo, de visitar al viejo Duke. —Pero ¿qué hay de malo en que le visite? —No es que yo crea que haya nada malo en ello, pero me ha dicho tu padre que te hablara de ello porque parece que se comenta en el pueblo y ello nos pone en una situación difícil pues acusan a Duke de ser una especie de cuatrero. No quiere tu padre que puedan mezclarnos a nosotros en esos jaleos.
La posta se hallaba llena, había viajeros con billete y otros que solicitaban una plaza para poder viajar con la mayor rapidez. Los encargados de la misma se veían acosados sin cesar. —Lo siento, señores. No hay billetes para todos. Han de comprender que una diligencia no es el tren. No cabe tanto personal —decía uno de los encargados de expender billetes. —¡Todos queremos llegar a tiempo a las fiestas! —exclamó uno de los que esperaban—. Han debido poner más diligencias estos días.
La factoría de York, que años antes era la única vivienda, era en realidad, en la época que nos ocupa, un pueblo pequeño aún, pero pueblo al fin. Cerca de los muelles, entre los bosques de abedules, abetos y pinos, muchas canoas, de corteza de abedul la mayoría, hablaban de otros tantos propietarios o familias. Por habérseles ocurrido a los que construyeron los almacenes de la factoría hacer paralelos los edificios, todas las siguientes construcciones siguieron la misma dirección, a uno y otro lado de la calle, por lo que resultaron tan rectas y tan iguales las edificaciones, que más parecían de juguete que de realidad.
Leo, que deseaba ver a la muchacha, necesitaba que Tab insistiera un poco. Tab preparó todos los objetos que conservaba para llevarlos con él o dejarlos en algún sitio escondidos. Mientras, Leo debía ir a Denver en la diligencia, si no quería llevar su caballo. Pero Leo prefería ir en su montura y así lo hizo, después de despedirse de Robinson y de las autoridades de Cripple Creek.
En Socorro, pequeña población de Nuevo México, situada a orillas del río Grande, un grupo de vaqueros charlaba, a la caída de la tarde, en el taller del herrero, de los asuntos ganaderos de la comarca, sin que llegaran a ponerse de acuerdo. —Considero una locura vender una sola res a esos compradores —decía uno de ellos—. Es preferible llevar el ganado a las ciudades ganaderas. —Vendiendo a esos compradores, aunque se pierda un poco por cabeza, nos evitamos la conducción, que suele salir excesivamente cara e incómoda. Personalmente, pienso que es preferible vender aquí...
—¿Qué haces, Wilson? ¡Deja ahí esa botella! Wilson, que iba a retirar la botella del mostrador, replicó sonriendo con agrado: —Te aseguro que me interesa vender, pero no hasta el extremo de perjudicar a los amigos… ¡Y tú, Bruce, ya has bebido más de la cuenta! —No lo creas, Wilson, aún he de beber mucho más para conseguir mi propósito… Y al dejar de hablar, Bruce, el viejo herrero de Tucson, Arizona, apuró el contenido del vaso y volvió a llenarlo hasta el borde. Wilson, el propietario del modesto local, íntimo amigo de Bruce, le contemplaba sorprendidísima. Era la primera vez que le veía beber en exceso y, preocupado por ello, le preguntó: —¿Qué es lo que te ha sucedido para que quieras embriagarte?
El pequeño pueblo de Trinidad empezaba a animarse con motivo de sus fiestas anuales. Habíanse hecho tan famosas estas fiestas que ni el temor a los grupos de desalmados y famosos pistoleros que acudían a ellas, atraídos por los grandes premios que se ofrecían, era suficiente para evitar que los curiosos llenaran la población.
El comisario salió de la parte en que se hallaban los calabozos y dejó sola a la muchacha, que no por eso dejó de gritar sus insultos que se oían desde la calle.
La celda de Penélope no se abrió en dos días, nada más que para entrarle la comida. Y eso que se negó a comer.
Era comentario general en la ciudad la detención de Penélope, que era conocida de todos y a quien se estimaba, ya que era popular su honradez y carácter amable.
El herrero le contempló en silencio, echándose a reír una vez que el cliente amigo abandonó el taller. Movió la cabeza en sentido negativo y se entregó de nuevo al trabajo. Poco después percibía los característicos gritos de los conductores de la diligencia y se asomó a la puerta. El pequeño vehículo pasó en ese momento frente al taller, dejando tras sí una gran nube de polvo. Frente al Brazos, considerado como el mejor saloon de la ciudad, se detuvo, como siempre.
Nevada, mientras cabalgaba, no dejaba de pensar en Dolly, la hermosa joven que había conocido en su último servicio y de la cual se enamoró, así como correspondiendo ella a su amor. Cuando descendía por la montaña, tras la cual, como recostado y somnoliento, se encontraba Valle Jordán, Nevada era completamente distinto de cómo le habían conocido anteriormente. Sonriendo, pensaba que ni la propia Dolly le conocería si le viera en aquellos momentos. El rostro cubierto por una sucia y abandonada barba con mechones de pelo caídos sobre la frente; el sombrero, grasiento; los pantalones brillaban cuando la suciedad que los cubría era herida por los rayos del sol. Las botas de montar, en buen uso aún, estaban adornadas con unas espuelas de plata de enormes rodajas Un chaleco mugriento cubría los agujeros que el uso había hecho en la camisa de franela cuyo color primitivo era difícil adivinar.
Meredith echó a correr hacia la puerta de salida, pero los tres látigos le alcanzaron a la vez. Siguió caminando y, una vez en la calle, los látigos se ensañaron con él. Ninguno de los espectadores se movía de su sitio.
—¡Pero, Ann! ¿Cuándo vas a dejar de comportarte como un muchacho? —¡Quiero que me respeten, padre! Basin lleva unos días molestándome con sus tonterías. —Tal vez te las diga con buenas intenciones... —¿Qué insinúas? —¡Oh...! Creo que... Tal vez tengas razón.
Bruno con los ojos muy abiertos contemplaba el cadáver del vaquero que iba a disparar sobre Chester. No salía de su asombro, cuando se sintió cogido por el pecho y sacado del mostrador por encima de éste. El resto, era una nube de inconsciencia arropada con una tanda de golpes que amenazaban con romperle el cuello. La cabeza iba de un lado a otro.