—Insisto en que no me agrada ese vaquero que admitió el patrón. No habla con nadie, no duerme en la nave, y cuando comemos, no levanta la vista del plato. Sólo se alegran sus ojos cada vez que la hija del patrón le dirige la palabra.
—Es un poco taciturno, pero eso no tiene importancia. Debe tener preocupaciones que desconocemos y por las que observa esa actitud que tanto te extraña.
—No es que me extrañe; es que me ofende esa manera de ser. Monta a caballo cuando terminamos las faenas y pasea durante horas por la pradera. Me gustaría poder asomarme al pasado de este muchacho, como me asomo a la cocina de Peter, aunque no le agrade a éste.
Allan disparó dos veces y ambos rodaron para no volver a levantarse, con la frente deshecha. Enterró los cadáveres para que no pudiesen ser vistos y decidió irse a descansar hasta el día siguiente. Estaba amaneciendo cuando despertó. Recogió todas sus cosas y dispuso el regreso al equipo. En el campamento preparaban todo para continuar la marcha de la conducción de la manada.
El jinete caminaba despacio, mirando detenidamente al suelo. Estuvo desorientado unos minutos. Y, al fin, encontró las huellas que buscaba. Las siguió durante unas yardas y, al fin, subió al caballo. El paso era ahora más rápido, pero no por ello dejaba de seguir mirando al suelo.
— ¡Hola, Garry! — Buenos días. ¿No ha venido Gyp aún? — preguntó el que entraba en el despacho. — No. Pero no creo que tarde mucho. — ¿Qué es lo que sucede para esta ampliación de capital que solicitan ustedes? — No van bien las cosas por Leadville, senador... Parece que las minas empiezan a agotarse y hace falta material más moderno, para aprovechar hasta el máximo y poner en explotación unas nuevas minas que nuestros técnicos han encontrado y adquirido por poco dinero.
—¡Un momento! Ahora te atiendo. —No es nada. Buscaba a Dick. ¿Le has visto por aquí? —Sí. Y ya tiene lo que, al parecer, le has encargado. —Eso me alegra. No quisiera perder más días. Llevo varios aquí. —Estás siempre metido en el rancho. No ha de venir mal a tu organismo este cambio, aunque solamente sea por unos días. —Ahora me espera un largo viaje. —Ahí tienes a Dick.
Ante la puerta del local de Hyden, verdaderamente asombrado de aquella profusión de carruajes, cocheros y lacayos, desmontaba un joven vestido de vaquero, cuando el caballo de un tílburi chocó con el vehículo que iba delante y, lanzando un relincho horrísono, se arrojó a una carrera desenfrenada, entre la gritería espantosa de los testigos. Sobre estos gritos se destacaba uno de mujer, conductora del tílburi.
La fisonomía de Denver había cambiado mucho desde 1858. Los dos pequeños establecimientos que sé fundaron a ambas márgenes del río Cherry, conocidos entonces con los nombres de Saint Charles y Auraria, se habían convertido en una ciudad hermosa, moderna.
Se trazaron calles anchas, paralelas y con edificios que llamaban la atención de los visitantes.
Amplios y hermosos parques servían de adorno y pulmón a la abigarrada población, que pasaba, en la época de nuestro relato, de los cien mil habitantes.
Una vez arreglados, los hermanos Crown descendieron al piso bajo para esperar a los invitados.
Saludaban a todos con simpatía.
Los hombres hacían grandes elogios de la belleza de Alma.
Las mujeres rodearon a la joven para que les hablara del Este y de cosas corrientes entre ellas.
Marcial Antonio Lafuente Estefanía (n. 1903 en Toledo, Castilla la Nueva - f. 7 de agosto de 1984 en Madrid) fue un popular escritor español de unas 2.600 novelas del oeste, considerado el máximo representante del género en España.1 Además de publicar como M. L. Estefanía, utilizó seudónimos como Tony Spring, Arizona, Dan Lewis o Dan Luce y para firmar novelas rosas María Luisa Beorlegui y Cecilia de Iraluce. Las novelas publicadas bajo su nombre han sido escritas, o bien por él, o bien por sus hijos, Francisco o Federico, o por su nieto Federico, por lo que hoy es posible encontrar novelas 'inéditas' de Marcial Lafuente Estefanía.
Bill reía de buena gana al escuchar los planes del viejo minero.
Pero, en el fondo, estaba de acuerdo con él.
Pratt había demostrado ser un hombre inteligente.
Salieron de la mina para entrar poco después en la cabaña, donde Pratt se encargó de preparar algo de comida.
Leo pensó que ésa era la razón de haber esperado a llevarle a juicio. Habían preparado a alguien para que dijera, sin error, lo que ellos querían dijese. Y sabía que con testimonio así, cualquier jurado le condenaría a muerte. Una idea que había estado revelándose dentro de él mismo durante la noche pasada, se alzó con más fuerza.
La que hablaba a la puerta era la hija del dueño. Una muchacha de cabellos y ojos muy negros, prominentes formas y boca de labios gordezuelos muy rojos que dejaban ver unos dientes blanquísimos que, por la oscuridad de la piel, curtida por el clima, destacaban más.
La muchacha obedeció, pero mientras se arreglaba no dejó de pensar en aquellos lejanos días en que se sintió tan feliz. ¿Qué habría sido de Stuart? Su tío no le decía nada de él. ¿Estaría casado? Y recordó a los otros amigos de la infancia. Los rostros de todos pasaban por su imaginación. Hacía catorce años que marchara del pueblo.
Gozaba al darse cuenta de los apuros que pasaban para responder a algunas de sus preguntas.
Llegó a la conclusión de que se trataba de dos jugadores profesionales que habrían oído hablar de su tío en Silver City.
Tal vez gustara el juego a su tío y se encontraran a veces en la misma mesa.
Pero estaba segura de que esos negocios de que hablaban, no había nada de verdad en ellos.
Y se dispuso a mantenerse a distancia de los dos.
Es muy difícil que en una leyenda o pequeña historia del Oeste, no figure como epicentro de la misma un saloon o cantina, como más vulgarmente era conocido este tipo de local. En las poblaciones de pequeño censo, la cantina era el lugar de reunión y todos los problemas solían solucionarse allí. Los propietarios de estos locales se convertían en árbitros y su influencia era indudable.
La joven, contemplada risueñamente por los que estaban en el andén, luchaba con las dos maletas que, más que llevar, arrastraba. Se le acercaron algunos mozalbetes de los que se dedicaban a llevar maletas de los viajeros a los hoteles de la ciudad. Era una profesión más beneficiosa de lo que pudiera pensarse, por la importancia de la misma. Y sin embargo, conseguían de tres a cuatro dólares al día. Ingreso importante en aquella época.
Carretones entoldados acudían, sin que hubiera que preguntar lo que buscaban. Todos llegaban con la ilusión de enriquecerse; el medio de conseguirlo no era el mismo en la mente de todos, pero era cierto que ansiaban la riqueza. Los vehículos cubrían todo el espacio no acotado por las alambradas de los ranchos, desde Beatty al Toliche Peak. Cuando las sombras cubrían la región de Beatty, se transformaba en una ciudad bulliciosa, con sus saloons en los que las orquestas descansaban muy poco, aturdiendo con la estridencia de sus instrumentos a clientes y viandantes.
—¡Sandra! ¡Ven...! —decía una de sus empleadas, que estaba asomada a la puerta. —¿Qué pasa? —dijo Sandra, uniéndose a la empleada. —Fíjate en los amigos de los Jones... ¡Vaya estatura...! Son igual que ellos. —¡Vienen hacia aquí...! Las dos entraron en el local y Sandra se puso tras el mostrador. Myrna y Monty entraron en primer lugar, seguidos por los tres forasteros. Dos jóvenes y una muchacha, que no podía haber duda de su gran belleza.
—¡Dejad a la “duquesa”...! —¡Calla tú...! ¡Ella no es como nosotras! —¡Ya lo veo...! ¡Es una duquesa...! ¿No os habéis dado cuenta...? —¿Qué pasa...? Ya os estáis preparando. No tardarán en asaltar el barco los que vienen ansiosos de diversión. ¡Ya sabéis...! ¡Tenéis que ser amables y un tanto condescendientes! ¡Y tú, Rebeca, alegra ese rostro...! No se puede alternar con ese gesto... ¡Espantas a los clientes...!