No quería ir a Nueva Zelanda, pero tenía que hacerlo. Se me había concedido un plazo de doce horas para abandonar Australia y la alternativa —como casi siempre— era conocer a fondo las delicias e interioridades de las cárceles autóctonas. Estaba en el aeropuerto de Sidney y, en teoría, nada me impedía tomar un avión a las Seychelles, Hawai, o el Kurdistán. La teoría es maravillosa. La práctica un poco más cruda y el dinero en mis bolsillos, escaso. Apenas alcanzaba, y justo, para el peor y más barato vuelo: un Charter con destino a Auckland, Nueva Zelanda. Y yo estaba cansado, muy cansado. Y llevaba mucho tiempo dando tumbos de un lado a otro.
No andaba yo muy brillante en aquella época. Me refiero concretamente al día en que trataron de secuestrar a Oscar y me atacaron los seis equilibristas. He de reconocer que últimamente estaba bebiendo más de la cuenta, y que me pasaba todo el día mirando el infinito y otras cosas sin interés, y que movía los labios como si mantuviera sesudas conversaciones con mi fuero interno. En definitiva, me comportaba como lo haría cualquiera de ustedes si su esposa, o la persona más maravillosa del mundo (cualquiera de las dos) les hubiese dedicado unas frases de despedida antes de emprender viaje hacia el futuro. Eso, después de haber peleado contra un dinosaurio, suele provocar un cierto trastorno mental.
Indiana James se verá implicado en la pugna de dos grandes potencias, sufrirá los rigores del vacío espacial y luchará por su vida a 15000 Km. de la superficie terrestre. Y todo esto sucederá cuando aborde «Un autobús muy espacial».
Por aquella época me ganaba la vida aporreando a la gente. Éste es un trabajo que tiene muchos nombres; por ejemplo, el que usaban mis jefes para referirse a mí: «Encargado de seguridad». Usaban esa expresión, pero pensaban en una palabra mucho más corta: Matón. Matón de discoteca. Tal como suena. Encargado de seguridad en The Frozen Birds, el local de New Jersey al que peregrinaban ejecutivos, artistas y profesionales de Nueva York por la simple razón de que estaba de moda.
Los niños inspiran amor, ternura y devoción. Los niños despiertan nuestros mejores instintos: protección, cariño, comprensión… Los niños están llenos de candor, inocencia, pureza… En resumen, los niños son un latazo. Incluso mi «quasi» homónimo —el aventurero resuelto y tenaz, el profesional duro y codicioso por excelencia— termina dejándose enternecer por todo un ejército de sucios y harapientos mocosos en su última aparición cinematográfica. Olvida que tiene un inmenso tesoro en las manos y sacrifica su bienestar eterno por la cariada y desnutrida sonrisa de una plaga de chiquillos.
En este episodio Indiana James vivirá la noche del mal, cuando el cometa Halley desencaderá el mal en la tierra durante 777 años. Se colgará en un helicóptero perseguido por un esqueleto y luchará contra el hijo de su mejor amigo.
No hay mejor estimulante para un nadador agotado, que el pensar que los tiburones se relamen al oírle. Batí dos docenas de records olímpicos y llegué a la playa en un estado de agotamiento total. Me coloqué bajo unos árboles, mientras descansaba y pensaba qué hacer, en una playa desierta, solo, y en mitad de la noche.
Es lo que tiene esto de ser aventurero empedernido: Uno se empeña en estar en países exóticos, con mucha selva y todo eso, y una vez se encuentra en ellos no sabe qué hacer. Estaba harto de discutir con Zenna Davis y me agotaba la monótona conversación de Gronk, aquel indio amigo mío que, prácticamente, sólo sabe decir «Gronk». Zenna me reprochaba que, una vez más, se veía imposibilitada de publicar nada acerca de los hombres-insectos, porque no tenía ninguna prueba documental y quién iba a creer una noticia como aquélla sin pruebas documentales.
Había tomado dos decisiones precipitadas en pocos minutos. La primera, salir pitando de Nueva York; la segunda, hacerlo en el primer vuelo para el que consiguiera pasaje, fuera cual fuere su destino. Fue de este modo como me vi en el aeropuerto de Hamburgo un martes por la tarde, preguntándome qué diablos se suponía que había ido a hacer allí. —¿Turista americano? ¿Buscas hotel? —Me abordó en la misma terminal un tipo escuchimizado y moreno, que aparentaba unos cuarenta años—. Tranquilo, tío; estás en buenas manos. Voy a conseguirte uno barato y decente.
Indiana ya se ha encontrado más de una vez con la organización criminal Electra. Y siempre ha conseguido escapar, con mucha suerte, bastante fortuna y algo de habilidad, pero Electra… quiere la revancha. Y lanzará todos sus efectivos contra él. Esta vez, sólo uno de los dos sobrevivirá, porqué… «Electra es una cruel amante».
Decididamente, no tengo arreglo. Había hecho los más decididos propósitos de cambiar de vida, pero estaba claro que tampoco ahora iban a durarme mucho. Como en todas las ocasiones anteriores, por supuesto. No puedo decir que fuera la primera vez que decidía convertirme en un bicho sedentario, gozar de la tranquilidad, todo eso. Así que, en el fondo, sabía ya que no podía funcionar.
Volví a New York cuando me cansé de vagar por Europa, y lo hice de la manera que ya se estaba convirtiendo en habitual: llamada a Zenna Davis, del New York Times y sablazo. Llamé a cobro revertido, claro. Zenna Davis pagó los pasajes sin pedir nada a cambio. Como siempre. Me vino a buscar al aeropuerto, como siempre. Me llevó a casa, como siempre.
Fue como una maldición. Yo pretendía escapar de New York a toda costa, después de las terribles veinticuatro horas agotadoras que había vivido en la ciudad, en las que me habían perseguido gigantescos cocodrilos mulantes, sádicos de película, locos armados, pandillas de jóvenes delincuentes… Me van a permitir que no les cuente detalladamente el infierno que había vivido en mi anterior jornada, pero la última vez que lo intenté, me ocupó casi noventa páginas. Es el número 25 de esta colección, se llama ¡VACACIONES, MALDITAS VACACIONES! Y lo podrán comprar en su quiosco a un precio bastante asequible.
Esta vez me metí en el lío por no leer los periódicos. Llevaba un mes escondido en Innishgal, Irlanda, una madriguera tan perfecta que ni siquiera los distribuidores de prensa parecían capaces de encontrarla. Aunque, de hecho, tampoco tenía mucho interés en saber qué ocurría en el mundo. Qué va. Ocupaba mi tiempo paseando por campos y acantilados, absorto en la rememoración de emociones fuertes recientes y tórridos amores pretéritos. Si me sobraba alguna hora, lo dedicaba a leer lo único que había podido encontrar en el bazar local, una novela de Harold Robbins, tópica pero con ese interés casi malsano que proporciona el asistir al progreso entre la miseria y la opulencia de su protagonista.
No había estado en El Cairo, con tiempo suficiente, desde lo de Jon Stormbird y el asunto de la Stark. Ya saben, aquellos líos en los que me metí con Maureen Hjortsberg. Como estaba sin blanca, para variar, había intentado conseguir un crédito en el Spanish American Bank de la capital egipcia, donde conocía a un tipo, aunque fuera un indeseable. Un tan J. J., apodado El Sarto, un mañoso internacional a quien nunca perdonaré lo que me hizo en Hamburgo. Supuse que ahora, con su destino en El Cairo, procuraba huir de las iras de su esposa, una maravillosa criatura, algo temperamental, a la que J. J. engañaba cada vez que podía, con trucos que se habían hecho famosos. Un indeseable, ya digo.
Allí estaba yo, en El Matadero, rodeado de abyectos criminales, vigilado por funcionarios sádicos y con una condena de treinta años y un día por delante. El Matadero es un penal de cierto país latinoamericano. No podría contar cómo llegué a convertirme en huésped de semejante lugar sin comprometer la seguridad de ciertos amigos de ese mismo país. Por tanto, me veo obligado a dejar en blanco esa etapa de mi vida, con la esperanza de que algún día las circunstancias cambien y pueda relatarla.Debo confesar que cuando llegué al penal se me cayó la moral por los suelos, y por los suelos se me quedo durante bastantes semanas, convertida en algo muy parecido a una cagada de perro.
Desperté una eternidad más tarde, con un montón de costillas quejándose, un ejército de huesos aullando su protesta y una cabeza, mi única cabeza, sintiéndose como la batería del más brutal conjunto de rock duro del mundo. Y en medio de una insoportable discusión doméstica. Estaba a punto de gritar a los presentes que se callasen de una vez y me dejasen en paz, cuando reparé en que hablaban de mí. Así que seguí haciéndome el dormido astutamente e intenté entreabrir los párpados para entrar en ambiente.
Decidí que ya había bastante. Había hecho planes de disfrutar de la vida por una vez, aprovechando la poco frecuente ocasión de tener un dinero, y las cosas habían salido al revés. No sólo no había podido disfrutar el dinero, sino apenas tampoco de la vida. La historia con Paloma había sido divertida, pero al final, estaba otra vez con las manos en los bolsillos. Y en esos bolsillos, cada vez menos fondos.
—Conocí a Thelma Tapper en la playa de Malibú estaba haciendo el «muerto» sobre el mar, aunque un par de grandes y «vitales» razones, sobresalían del agua. En cuanto que se hizo su primer movimiento, me lance sobre ella, dispuesto a rescatarla y hacerle una buena sesión de respiración boca a boca. Media hora después, cuando estuve seguro de que no iba a perder la vida, pude darme cuenta de que tenía ojos azules, unas piernas perfectamente torneadas y una abundante cabellera rubia. Después, me presenté: —Indiana James, escritor. —Siempre he sido un poco tímido, y he tenido miedo a decir que mi auténtica profesión es aventurero. Por eso cometí mi primer error.
He de reconocer que me encanta la buena vida, los lechos confortables, los coches de lujo, los hoteles caros, la ropa de marca, el buen whisky, los puros habanos, el caviar ruso, los yates… Creo que si dispusiera de dinero en abundancia, mis ansias aventureras estarían adormecidas mientras mi cuenta corriente lo soportase… O quizá no. La verdad es que cuando se nace aventurero, se vive y se muere así. Y si no lo creen permítanme que les cuente lo que me pasó con Sharon Helton.