Gerald Preston es un hombre que se dirige en su coche a Witchrock House, una apartada mansión que ha alquilado para pasar unos días aislado del mundo, cercana a la localidad inglesa de Launceston, “uno de los más desolados paisajes de Inglaterra, al que la densa y algodonosa niebla ocultaba piadosamente para bienestar espiritual de cuantos debían por fuerza atravesarlo”, un lugar donde “el viento ulula lúgrubemente y la niebla parece agarrarte con mil dedos”. De camino recoge a una bella joven autoestopista que dice llamarse Brenda Braintree y que le advierte de una siniestra leyenda ligada a dicha casa; una leyenda sobre unas brujas que matan a todo aquel que resida en Witchrock house y que de momento se han cobrado unas cuantas víctimas, oficialmente fallecidas por accidente o muerte natural. Tras dejar a la joven en un cruce de caminos, Gerald llega a la mansión, donde le recibe una madura mujer con aspecto de institutriz, que responde al nombre de Julie Sutter. Tras una primera noche plagada de siniestros e inexplicables sucesos, nuestro protagonista, cuyos motivos para estar allí no están claros, inicia una investigación acerca del misterio de Witchrock House; investigación que pondrá en riesgo no sólo su cordura, sino su propia vida. Apariciones fantasmales, sirvientas muertas años atrás, tesoros ocultos, brujas, y un gato llamado “Gory”.
Después de todo, se trataba de su vida y la mía. Los códigos están muy bien, no caben dudas; pero no sirven de gran cosa en una circunstancia así. De modo que le lancé el cuchillo. Soy un excelente tirador con ellos, como con toda otra clase de armas individuales. Tampoco es como para vanagloriarse, se trata de mi profesión y resulta lógico que un buen profesional domine razonablemente las técnicas de su oficio. Además, el tipo estaba a seis pasos de distancia. Un perfecto estúpido. Alguien debió advertirle que un rápido lanzador de cuchillo siempre lleva ventaja a un hombre armado con una metralleta, a no ser que el segundo tenga ya el arma encañonada y el dedo en el gatillo. El llevaba su dedo índice derecho sobre el gatillo, pero no me encañonaba, exactamente. Batía el terreno, imaginándome cerca…
Un nueva aventura del personaje creado por Burton Hare. En esta ocasión tendrá que estar pendiente de su pareja, desaparecida en extrañas circunstancias, y el secuestro de un buque con residuos altamente tóxicos. Todo un reto para uno de los mejores agentes del mundo…
El albornoz rojo y blanco se abrió en dos con un rasgueo de cremallera. Cayó a los pies de la bañista. Se descubrió un cuerpo escultural, color de bronce. De largo cuello, flexible y gracioso, bajo el rostro ovalado, de cabellos rojos, color de cobre puro, nariz breve, boca carnosa, de pómulos acentuados. Todo ello, formando juego en un óvalo delicado, mezcla de picardía y femenina ingenuidad, con expresión que daba a su gesto una gracia indudable, realzada por las hundidas mejillas.
Matty Matheson era un hombre sin apenas historia y sin ninguna importancia. Nadie, excepto unos cuantos vagabundos que se reunían en la taberna de O’Myer, tenía noticias de su existencia. Matty adquirió su gramo de importancia cuando se convirtió en el espectador de un crimen. Como decía él más tarde: «Maldita la falta que me hacía la propaganda. Ahora ando mal del hígado y de los pulmones y de todas las cosas que llevamos dentro. Y, ¿por qué, me puede usted decir? Pues porque los médicos se ocupan ahora de mí. Y cuando esos tipos lo miran a uno, siempre le prohíben algo. Se lo digo a usted». La noche era simplemente infernal. Nevaba hacía ya dos horas, y el camino hasta la taberna de O’Myer, largo y pesado.
Me revientan los mitos. Me revientan las situaciones clásicas, estatuidas, los clichés estereotipados, la burocracia, los encasillamientos, los ideales en conserva… En resumen, me revienta casi todo lo que ha venido conformando la sociedad occidental del Occidente. Por eso soy un gerifalte errante, un vagabundo; eso que los imbéciles llaman un tipo peligroso. Ya se sabe. Para los tenderos suele ser peligroso un tipo que cuando tiene hambre se limita a comerse lo que halla a la mano, pagándolo o robándolo, pues robar suele significar, de acuerdo con su código, llevarse sin pagar aquello que ellos adquieren por dos, para revendérselo a otros por veinte. En este caso es comercio lícito. Para los funcionarios es peligrosísimo un tipo que se cisca en los papeles, las pólizas, los sellos más o menos oficiales, que no hace ningún caso de ordenanzas, reglamentos y ventanillas con perro pachón dentro, que salta las fronteras como los funámbulos de circo las cuerdas de la pista, se encuentran tan bien…, o tan mal, en Rusia como en Estados Unidos, en el Congo como en Suiza, que jamás admite la pretendida superioridad jerárquica de nadie y hace siempre lo que le da la gana. Para los borregos, es peligroso el lobo, porque cuando tiene hambre va y se los come. Como el mundo está configurado por tenderos, funcionarios y corderos…
Eran las tres y media de una soleada tarde de invierno. El gran patio rectangular, bordeado por la alta cerca de cemento, estaba lleno de hombres. Los reclusos formaban grupos o paseaban perezosamente de un lado a otro. En cada uno de los cuatro ángulos de la cerca había una torreta, y en ellas tres guardias uniformados, con las pistolas ametralladoras en las manos. Por entre los grupos circulaban también vigilantes, balanceando las porras. Cinco reflectores y dos ametralladoras completaban el conjunto.
Jungla. Solamente jungla. Espesor. Frondosidad. Humedad pegajosa que venía de los pantanos, del río Mekong, de aquel clima asiático, pegajoso y de bochorno. Sobre todo en la jungla. En aquella jungla silenciosa, que a la luz incierta podía ocultar trampas de muerte en su engañosa calma. Parecía como si no hubiera nadie vivo en derredor. Ni dentro de la espesura verde y lujuriosa. Pero todo eso era pura ilusión, engaño ominoso, sutil, muy propio del Oriente. Perezosamente, entre la fronda verde, se movían las aguas lentas, turbias, del río asiático. Más allá, había arrozales, pantanos. Humedad. Mucha humedad y calor por todas partes, incluso a aquella hora matinal, que hacía chillar de vez en cuando, lejanamente, a los pájaros exóticos que se ocultaban en la espesura.
La primera bala abrió un lindo agujero en el parabrisas. Un agujero perfecto, rodeado de estrías. Solté un juramento y de modo instintivo hundí el pedal del gas hasta el fondo. Otro orificio surgió a menos de dos pulgadas del primero y esta vez capté el seco estampido del arma, allá atrás. Mi «De Soto» pegó un salto hacia adelante y la aguja del cuentamillas pareció volverse loca, encabritándose.
Sonó el teléfono. Una mano velluda, adornada con un par de valiosas sortijas, levantó el aparato. —¿Sí? —Hola. Ya está liquidado el asunto. —¿Ha salido bien? —Perfectamente. —¿No ha habido fallos? —Si hubiera habido algún fallo, ya no sería perfecto. Yo diría que ni se enteró.
Sorprendente novela, en la cual, lo que parece ser un «simple» magnicidio, se convierte en el descubrimiento por el agente M-31 de una fantástica conspiración, cuyo fin es la invasión oculta de los Estados Unidos por parte de un enemigo desconocido, suplantando furtivamente la personalidad de las personas más influyentes y poderosas de las altas esferas de la nación.
Un hombre es invitado a una mansión situada en medio de un lago en la región germana de Baviera. La comunicación la acompaña una llave bañada en oro valorada en mas de 300 libras. Forma parte del caprichoso deseo de un noble, fallecido hace poco tiempo, del reparto de su herencia. Acude a la cita junto a 6 invitados mas, que no se conocen entre ellos, y tendrán que abrir un cofre de 7 cerraduras donde, cuentan, se encuentra un fabuloso tesoro. Pero desde la llegada a la finca no paran de suceder desgraciados «accidentes»…
El hombre penetró en el hotel Los Angeles y se dirigió al mostrador. Llevaba una maleta de piel de cerdo en la mano y el empleado lo calibró a la primera ojeada. Traje bueno y bien cortado, cabello rubio oscuro, que había estado bajo el cuidado de un buen peluquero, y ademanes desenvueltos. Por tanto, se inclinó ante él con la reverencia que guardaba para los turistas que prometían buenas propinas. —Tres habitaciones, con baño —dijo el hombre. El recepcionista sonrió mientras abría el libro registro.
El panzudo carguero avanzaba lentamente en la noche neblinosa. Salvo las luces de situación y del puente, pocas más había encendidas. El mar estaba tranquilo. Abajo, las máquinas ronroneaban satisfactoriamente. La proa hendía las aguas, levantando dos chorros de espuma a los lados. De vez en cuando, sonaba la sirena, a fin de alertar a otros barcos que pudieran hallarse en las inmediaciones. Había un hombre en la cubierta, hacia la banda de estribor, tratando de taladrar la niebla con la vista. El ambiente estaba lleno de humedad. Olía a sales y a lodo.
El primer meteoro cayó sobre la Tierra en 1908. Su lugar de impacto, fue una colina remota, en las proximidades del curso del Podkamenaia Tugunska. A menos de cien yardas de Kansk. Al noroeste del lago Baikal. En Rusia. En la Rusia zarista, exactamente. Aquél fue el primero. Un meteoro casi olvidado en la noche del tiempo pasado. Un incidente de insignificante apariencia, en la historia del mundo. El segundo cayó casi setenta años más tarde. En otro lugar muy distante. Muy diferente, geográfica y políticamente.
Encontraron a la víctima demasiado tarde. Hacía una semana del asesinato. Una larga semana. Especialmente, fue larga para mí. La más larga de todas las semanas de mi vida. Día a día hojeando los periódicos, sobre todo en sus páginas de sucesos. Día a día abriendo el televisor, a la espera de los boletines de noticias. Y escuchando la radio, pendiente siempre de la información diaria de la ciudad. Resultado siempre: negativo.
La joven avanzó hacia el dueño de la casa, alta, exquisitamente ataviada, irradiando hermosura de la cabeza a los pies. Percy Rath estrechó la mano que ella le tendía y miró fijamente al fondo de aquellas bellas pupilas azules. —Clarissa Curmont, supongo —dijo. —Tienes muy mala memoria, Percy —rió la joven argentinamente, a la vez que le hacía un guiño disimulado—. ¿Ya has olvidado Capri, hace tres años? Percy Rath chasqueó suavemente los dedos.
Estaba sentado en un elegante bar de Chelsea, contemplando las hermosas piernas de una mujer que bebía algo suave en otra mesa. Era un hombre al que las mujeres miraban dos veces para asegurarse de que, realmente, sus ojos no las habían engañado. Alguien dijo una vez que Steve Laflin era un hombre con mayúscula.
La misteriosa, desconocida personalidad de Jack el Destripador, el asesino que ensangrentó Londres en 1888, ha despertado siempre la atención de los escritores de toda época y género. Desde Mary Belloc Lowndes, con su famoso libro The Lodger («El huésped»), llevado al cine por John Brahm, hasta psicoanalistas, médicos y expertos en patología criminal, pasando por auténticos imaginativos como Robert Bloch o Colín Wilson con su Ritual in the Dark, el personaje siniestro de Whitechapel ha provocado en todo momento la creación de obras de ficción, junto a ensayos clínicos, hipótesis, deducciones y estudios minuciosos, basados en los escasos datos que existen sobre la figura fantasmal, incógnita, jamás desvelada, del criminal que eliminaba sangrientamente a las mujeres públicas de aquel Londres de luz de gas, niebla, callejas oscuras, sórdidos pasajes y edificios ruinosos. Jack el Destripador, auténtica incógnita viviente, que apareció y desapareció de la escena londinense tras su terrible cadena de muertes violentas, en la mayor impunidad, sigue siendo un enigma, incluso para historiadores, policías, científicos y escritores. Nadie supo nunca quién era, aunque se dedujo una auténtica serie de teorías, posiblemente todas ellas falsas. O acaso una entre ellas responda a la realidad, pero ¿cuál?
Primero llegaron los periodistas, una verdadera nube, una invasión de los más famosos columnistas de sociedad, los más sonoros nombres de la chismografía profesional que hacían latir los corazones solitarios de las solteronas, las frustradas, las camareras y las frígidas de todo el país. Invadieron los hoteles de segunda categoría y establecieron sus reales en espera del gran acontecimiento. Los fotógrafos gastaron kilómetros de película fotografiando los grandes palacios hoteleros reservados para la inmensa multitud de invitados que pronto empezarían a llegar.