Melissa Koster, además de la propietaria, sí era una gran cosa. Llena, rebosante, además, de grandes cosas. Cosas muy ostensibles bajo el tenue entramado de su malla escarlata… tentadora, insinuante. Más ostensibles todavía cuando las mallas iban cayendo, con habilidad demoníaca, entre cadencias de bongos, tecleo rítmico de un piano febril, y ambiente cálido en la apretada sala, en algo menos que penumbra, donde los caballeros —es un decir— contenían a duras penas su agitada respiración y las damas —también es otro decir— su desbocada envidia. Melissa Koster… divina. Y Michael Brown, que la contemplaba atentamente, supuso que además de divina, con mucha «tela», con mucho dinero.
Dos vehículos, un gran camión y una furgoneta Ford de anchas ruedas, esperaban, a menos de cien metros del lugar de aparcamiento para aviones en el que el aparato, procedente de Orly, acababa de aterrizar. El avión, de la compañía Air France, había sido fletado en vuelo especial, y no llevaba a bordo, además de la tripulación y el personal auxiliar de vuelo, más que a las seis personas que lo habían abordado en París. Durante el vuelo, los «fichajes» de Morris se habían mantenido apartados, mirándose con cierta desconfianza, sin llegar a entablar ninguna conversación consistente. Sólo Gino Loretti, en dos o tres ocasiones, había intentado mostrarse galante con Pamella, pero la severa presencia de Alan al lado de la muchacha, había terminado por alejar al vehemente napolitano.
Estaba solo. Sólo como únicamente puede estarlo un soldado. Sólo en la gran noche, abierta como un inmenso abanico estrellado. Sólo consigo mismo, como si su singular situación lo ubicara fuera del tiempo y del espacio, en un universo incomprensible, absurdo. Hubiera deseado ardientemente amoblar su soledad con los recuerdos, los deseos, los íntimos proyectos que como criatura humana tenía derecho a tener. Pero, ante su sorpresa primero, luego ante una progresiva indiferencia, no pudo abrir ninguna de las puertas tras las cuales se ocultaban las cosas buenas, malas o regulares de su corto pasado, ya que acababa de cumplir veintidós años. Al no poder apoyarse en nada, ante su tremenda incapacidad de recordar lo que fuera, de agarrarse a una imagen, una palabra o un gesto de pasado, afianzándose a ello como un náufrago a una boya salvadora, comprendió que estaba solo.
Las balas silbaban por todas partes sembrando el pánico, la muerte y la confusión. Él rugido de las ametralladoras se mezclaba con el estruendo de los misiles y las explosiones de las granadas. El ataque de los vietcongs había sido sorpresivo y fulminante. Refugiados en la espesa vegetación de la jungla, habían caído sobre los soldados americanos al amparo de la oscuridad, sin darles la menor oportunidad de replegarse sobre la base. El teniente Ralph Blake había visto caer a Micke, a Richard y al sargento Dobs, que eran los más próximos a él en el momento en que se inició el ataque. Milagrosamente, las balas no le habían tocado y se arrojó dentro de un pozo producido seguramente por el estallido de un obús.
El viejo Bentley se detuvo frente a la barrera de la base. Un gran cartel situado sobre la alambrada, advertía: «Zona Militar: Prohibido el paso». El conductor aguardó pacientemente a que se acercara el centinela y le enseñó unas credenciales. Después de examinar detenidamente el documento, el soldado levantó la barrera y el coche se internó en la base, bordeando los barracones y deteniéndose finalmente junto a los hangares. El chófer, un hombre pequeño de tez amarilla y ojos oblicuos, saltó del coche y abrió la portezuela trasera de la que descendieron dos individuos. Ambos vestían de paisano pero mientras uno de ellos no tendría más de veinticinco años, el otro pasaba largamente los cuarenta y cinco. Sin que entre ellos mediara palabra alguna, se encaminaron a los hangares donde un mecánico trabajaba arduamente sobre el motor de un biplaza. —¿El teniente Hataway? —preguntó el joven.
La plaza de San Marcos estaba casi desierta. La tarde era fría y una llovizna helada caía sobre Venecia desde hacía varias horas. Pierre Lenoire bajó del transbordador y se dirigió, presuroso, a uno de los bares que estaban al otro extremo de la plaza. Vestía una gabardina gris y un sombrero de ala ladeado sobre sus ojos. Recorrió con la vista el espacioso salón del bar y se situó en una de las mesas más apartadas. Pidió una grappa al camarero y se dedicó a saborearla mientras tenía los ojos clavados en la puerta.
El coronel Buster era un hombre grande, en el sentido más amplio de la palabra. Tenía una gran cabeza ovalada, del tamaño de una pelota de rugby para gigantes. Sus manos no eran más pequeñas que un perro pachón adulto, y un apretón de sus dedos podía destruir un ladrillo. —¡Ewy! —bramó el coronel. Su voz de catedral gótica resonó por todo el ámbito de la Casa. Everett Murphy (Ewy para los amigos) se levantó y pasó entre dos sobresaltadas secretarias hacia la puerta del despacho del coronel. Era un hombre de mediana estatura, ojos de un azul muy pálido, casi transparente, nariz aguileña y labios muy finos. Su cabello era completamente blanco como la nieve, pese a que no tenía más que treinta y dos años.
El capitán Philippe Donadieu escuchó el zumbido de la radio y conectó el transmisor. —Aquí el capitán Donadieu. ¿Quién habla? —Teniente Cassure del servicio de información de la tercera compañía. Tengo un importante servicio para usted. —Adelante. Le escucho.
El capitán Hermann Velger y su compañía se dirigen a Stalingrado llenos de optimismo después de que el mismo Hitler en persona se haya dirigido a ellos en un discurso patriótico de ánimo y sacrificio en la gran lucha contra la Unión Soviética. Pero cuando llegan a su destino se dan cuenta de que el avance alemán está paralizado en esa ciudad que en realidad es una trampa infernal de la que muy difícilmente podrán salir con vida...
Ernest Cotten escuchó a lo lejos el rugido de unos motores y se incorporó en la cama. Era un zumbido apenas perceptible, por lo que supuso que se encontraba a varias millas de distancia. Se puso en pie trabajosamente y avanzando en medio de la penumbra se dirigió hacia la puerta de la habitación. Antes de salir, Cotten volvió la cabeza para comprobar que Hua Pinn continuaba durmiendo. Se quedó mirándola durante unos segundos en los que sus ojos recorrieron el bronceado y curvilíneo cuerpo de la muchacha coreana.
El amanecer presagiaba un día caliginoso al tiempo que el siroco soplaba con fuerza creciente. Hasta la cabaña de piedra, de troncos y adobes, llegaba el polvo levantado por aquellas ráfagas. La puerta y las ventanas estaban cerradas y eso hacía que el interior oliese a humanidad sudorosa, como si los hombres allí reunidos no se hubieran lavado o cambiado de ropas en un mes. Fuera de la cabaña montaba guardia Mikis Pharandouri, con cuatro bombas de mano sujetas por el cinturón, las cananas cruzándole el pecho y el fusil ametrallador en las manos.
Estamos en el siempre convulso Oriente Medio con el eterno enfrentamiento entre judíos y árabes/palestinos en una historia muy coral con el punto de unión de una ejecución. Quizá ese aspecto, el que aparezcan tantos personajes, no sea el más adecuado para un bolsilibro por lo limitado de su extensión. Y es que en la historia viajamos al pasado de la mano de los recuerdos de varios personajes a acontecimientos tan dispares en el tiempo y el espacio como la Francia ocupada por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial o la Guerra de Los séis días en el Oriente Medio de los años 60. La verdad es que el autor en lugar de 'dispersarse' tanto con personajes que al fin y al cabo nada influyen en la historia y tendrían que ser muy secundarios podía haberse centrado más en los que son realmente relevantes en la historia. Desde luego entre tanto personaje podemos decir que el principal es el reo que espera su ejecución y el autor sabe reflejar muy bien la angustia de alguien en esa situación extrema. El final la verdad es que resulta un poco desconcertante pero no voy a comentar nada por no poner spoiler. Desde luego no creo que esta sea una mala novela ya que resulta entretenida e interesante en todo momento , además de reflejar la calidad literaria de un destacable autor como es Martínez Fariñas, simplemente se podría haber mejorado en los aspectos mencionados.
¡Se había quedado ciego! Estaba seguro por completo, sin que ninguna clase de duda llevase a su alma un atisbo de esperanza... ¡Ciego! Y no era el dolor del rostro quemado momentos antes lo que le producía aquella intangible angustia; ni la rabia de haber sido atrapado de forma tan estúpida. La angustia acababa de estallar en él como uno de esos cohetes de las fiestas de los pueblos; pero como un cohete que no hubiera producido la más pequeña chispa. Sólo un estampido...
Tom Martín lo había perdido todo. Arrojó las cartas sobre la mesa y levantó la cabeza hacia Simley que lo contemplaba con una sonrisa cínica. —Lo siento, Tom. Hoy no era tu noche. —Ni la de hoy, ni la de toda esta semana. Simley asintió con la misma sonrisa mientras jugueteaba con las cartas en la mano. —Me debes diecisiete mil dólares —dijo con voz suave pero con cierto tono de amenaza.
El bombardeo de la ciudad portuaria continuaba incesante. Los aviones japoneses llegaban en grandes bandadas para descargar su mensaje de muerte sobre los indefensos habitantes. Los rápidos Zeros no encontraban ya enemigos que les hicieran frente y sus pilotos podían dedicarse a ametrallar impunemente a todo lo que vieran que se movía en el suelo, en las calles o en los tejados de las casas. Las alas con el disco rojo del sol naciente se habían adueñado del cielo por completo. ¡El espacio aéreo era suyo!
La puerta de la galería de la prisión se abrió y, pocos segundos después, se cerró de golpe. El carcelero se movió arrastrando los pies, pesada y ruidosamente. Iba silbando entre dientes Swing Low, Sweey, Chariot, mientras subía la escalera metálica agarrándose a la barandilla. El carcelero resoplaba como un fuelle gastado. Era un tipo fornido pero excesivamente grueso. Los músculos de su juventud se habían cambiado en montones de grasa. De continuar así acabaría pareciéndose al anuncio de Michelín. Tenía los ojos saltones y la mirada huidiza, como si le molestara mirar de frente. Eso contribuía a que todos cuantos le trataban, o se veían obligados a tratarle, le esquivasen. En la medida de lo posible era preferible no tener tratos con él. La verdad era que se trataba de un individuo que repelía en cuanto se le echaba la vista encima.
Silenciosamente, la lancha rápida se deslizaba por un mar de superficie lisa y brillante. Harold alzó la vista, mirando torvamente la luna de color amarillento, semejante a un pandero gitano entre las nubes negras. —No hay la menor duda —dijo entre dientes— que esos meteorólogos son una banda de cretinos. ¡No dan una en el clavo! Y sonrió, pensando en las «sabias» palabras del comandante Foster.
En la Polonia ocupada por los alemanes, grupos de partisanos intentan subsistir en los campos, entre las aldeas y los pantanos, ayudados por una población civil que sufre el asedio de los soldados nazis y que solo quiere la paz. Entre estos también hay hombres que no ven sentido a una guerra a la que se ven arrastrados por los designios de los poderosos. Pero cuando Leo Varesky y su grupo de hombres aguerridos comienzan a interceptar convoyes de armamento alemán y a hacerse con su carga, los altos cargos de Alemania deciden poner freno a sus actos enviando al “Batallón de represalias”, uno de los más sanguinarios de las SS, a cargo de Otto Lunker, un fiel seguidor de las doctrinas de Himmler. Vestidos de negro, eran portadores de la muerte. Ante la inteligencia de los hombres de Varesky, Lunker decide apelar al sentido de justicia de los partisanos apresando toda una ciudad y designando que varias decenas de ciudadanos mueran cada día hasta que el grupo de Varesky se entregue. Ante semejante reto, Leo no duda en poner en peligro a su hermana Nadia, aunque un par de enamorados de la muchacha tampoco vacilarán en correr en su ayuda y en tratar de acabar con el dictatorial estado al que Otto Lunker somete a la población.
Al oír los pasos de su hijo, frau Smikger se quedó súbitamente pensativa al tiempo que una profunda emoción se apoderaba de ella. Se preguntó por qué Hans regresaba tan pronto del cuartel. Los pasos de Hans sonaron fuera, en la escalinata que precedía a la puerta. Luego, sonó el timbre y la mujer cuando abrió la puerta se vio levantada del suelo, como solía hacer siempre su hijo. —Hans, por favor —protestó encantada. Sin dejar de tenerla en los brazos, el muchacho cerró la puerta con el pie y fue con ella hacia el salón. —¡Nos vamos, mamá!
El comandante Karl Luth estaba en el puente de su U-119 dejándose acariciar por la suave brisa del Pacífico. Pronto el sol se pondría detrás de la azulada y lejana línea del horizonte y el cielo se cubriría de estrellas. Habría transcurrido un nuevo día que acercaría un poco más a su amada Alemania hacia la derrota final de la guerra. Karl Luth, con más de 200 000 toneladas de buques enemigos hundidas, con un récord de doscientos tres días en un solo crucero en el océano Indico y en posesión de múltiples condecoraciones entre las que se encontraba la Cruz de Caballero de Cruz de Hierro con hojas de roble, espadas y brillantes, estaba triste.