A lo lejos, más allá de la curva del Don, una columna de humo, denso y negro, se enroscaba perezosamente, ascendiendo hacia un cielo gris. Aquello era Stalingrado. Así lo pensó el capitán Veraisser, mientras contemplaba la llanura, cubierta por el manto de la primera nevada. Stalingrado. Un capítulo que acababa de cerrarse; una esperanza que desaparecía; una pieza, en los gigantescas partidas de ajedrez de la guerra germano-rusa, que Hitler «se había dejado comer».
Las noticias que se recibían del frente eran cada vez peores. Las fuerzas aliadas se estaban revelando impotentes para contener los ataques de los infantes germanos, protegidos en tierra por los panzers y en el aire por la Luftwaffe, que se había convertido en la indiscutible señora del cielo. Dos cuerpos de ejército habían roto la Línea Maginot y avanzaban para reunirse con las unidades de paracaidistas que habían sido lanzadas tras las líneas enemigas. Los Países Bajos habían sido invadidos y otro poderoso ejército alemán se dirigía hacia el sur. Todas aquellas tropas marchaban hacia un mismo punto de confluencia: ¡París!
Los corresponsales de prensa, reunidos en torno al aparato de radio, permanecían silenciosos, ensimismados. El ambiente era tenso. La maravillosa música de Chopin, una de sus polonesas, no conseguía borrar el ceño preocupado de la mayoría de los rostros. Cuantos se hallaban en el Club de Prensa de Varsovia estaban pendientes de la radio. Aguardaban nuevas noticias. Con temor…
No sólo eran los vapores del whisky los culpables de aquel amodorramiento que experimentaba Alexander, Ecky para los amigos, en aquellos momentos. También el ambiente general, el rumor de las conversaciones, la risa de la gente y el aire, tan insólitamente cargado de humo de cigarrillos, que le era sumamente difícil, a veces, llegar a ver el rostro de su amigo Cristopher; todo contribuía a proporcionar una visión defectuosa, como si Alexander estuviera rodeado de una espesa nube de niebla. No era así como había concebido el primer permiso.
—¿Rumbo? La voz no tardó en sonar, haciendo vibrar la fina película del micrófono. —Seis, siete, tres. —Manténgalo. De un golpe seco, el capitán Lasker cerró los brazos conductores del periscopio. Luego, volviendo la cabeza hacia uno de los hombres que manipulaban en la cabina de mando, ordenó: —¡Bájenlo!
La habitación estaba en la parte más alta del War Office. Era pequeña y contenía solamente una mesa que servía de despacho y dos sillas, ocupadas en aquel momento por dos hombres que estaban casi completamente envueltos en el humo de sus cigarrillos. Sobre la mesa no había más que un plano de la ciudad de Bruselas donde uno de los hombres, el más viejo, con uniforme de teniente coronel del ejército británico, había trazado una serie de líneas, utilizando un lápiz rojo y otro azul, marcando círculos y flechas, que cubrían ya una parte bastante grande del plano. El otro, el más joven, era alto, rubio, con ojos azules y vestía un uniforme con las insignias de teniente. La puerta de la habitación estaba cerrada con llave y aquellos dos hombres llevaban ya cerca de tres horas en el interior de la reducida estancia, respirando el olor del tabaco, pero sin preocuparse de nada que no fuese el plano y las líneas que el coronel iba trazando a medida que hablaba.
El sargento paracaidista Jack Kowalski, se lo estaba pasando demasiado bien en Londres como para pensar en la guerra. Con su paga y unos pocos ahorros que tenía, era el hombre más feliz del mundo. Había alquilado un pequeño y ruinoso apartamento en Chelsea. No era precisamente el palacio de Buckingham, pero tampoco estaba tan mal. Tenía todo lo que necesitaba en aquellos momentos, es decir, un techo bajo el que poder cobijarse y una cama donde poder dormir y hacer el amor con la chica de turno, si es que ésta estaba dispuesta a compadecerse de un pobre herido de guerra. Y hablando de chicas…
La sala estaba llena de humo. Los rostros tensos. Las miradas fijas en el coronel de Estado Mayor que estaba exponiendo la situación, mientras sobre un mapa en relieve iba señalando los lugares que mencionaba. —Caballeros, el general Motgomery y su VIII Ejército se han estacionado frente a las poderosas fortificaciones de la línea Mareth. Tenemos que ayudarles mediante un ataque contra la retaguardia enemiga, desde la frontera argelina.
El teniente Helmut Straus levantó el brazo y lo llevó hasta su hombrera izquierda. A continuación describió un velocísimo semicírculo y lo estrelló contra el rostro de Jean-Pierre Laffite. El terrible castañetazo resonó en el comedor y las gafas ahumadas de la víctima se hicieron añicos, saltando por los aires y rebotando contra los travesaños del techo. Varios trozos de cristal se clavaron en la cara del francés, que se bañó en sangre. —¡Perro! —Gruñó Straus.
Las ruedas posteriores del camión resbalaron cuando el pesado vehículo se inclinó peligrosamente al penetrar en la rampa arenosa que conducta al camino. El camión estaba dotado de una caja de paredes altas, con barrotes de madera, que le daban cierta semejanza a una cárcel ambulante o, mejor dicho, a esos vehículos destinados al transporte de ganado y que dejan ver, a través de las barras de madera, los grandes ojos de los bovinos o los pequeños, e inyectados de sangre, de los porcinos.
Las huellas de cansancio, agotamiento mejor, estaban indelebles en el rostro de los dos hombres, sudorosos, transpirando copiosamente pese al rigor de la estación climatológica, que ya no corrían, que avanzaban a paso rápido eso sí, pero deteniéndose con frecuencia para darse un respiro e inhalar con fruición el aire que faltaba en sus pulmones. Los troncos de los arbustos que trataban de eludir en su ya menguada carrera por el tupido bosque, les servían a menudo de apoyo y se recostaban contra ellos respirando agitada, ruidosamente. Sus jadeos cobraban tal sonoridad que a veces parecían palabras torpes, incoherentes, o medias frases ininteligibles y excitadas.
En dirección a Kwan-Lu, donde habían estado luchando durante todo el día, se percibía el ruido del cañoneo. Más allá se extendía la carretera del este. Unos reflejos de llamas, surgidas de casas que ardían, iluminaban las nubes más bajas. Tendido en su trinchera, empapado en agua, mirando delante de él, el teniente Keisuke Mihashi presentía que el enemigo estaba muy cerca y que, posiblemente, preparaba un ataque nocturno. —¡Calad las bayonetas!
Pat pasó la toalla por la espalda brillante de Joe, en la que la grasa del masaje ponía notas claras; después, al tiempo que pasaba la primera pierna por el cuadrilátero, levantando una de las cuerdas, musitó con una sonrisa: —¡Suerte, hijo! Joe apenas le escuchó. Joe sabía que el reloj cronómetro, delante del juez, iba corriendo incansablemente y que los diez segundos desaparecerían en un santiamén; después, cuando el gong dejase oír su sonido metálico, llegaría el momento de la gran verdad.
Barry Murdock se mordió los labios con ira. Si quien le hablaba no hubiese sido el padre de Margaret, le habría dicho más de cuatro cosas que pensaba sobre él. Pero antes de aquella entrevista ella le había pedido que fuese paciente, que no le irritase. Y se contuvo. —Yo no tengo nada contra usted, Barry —seguía diciendo el hacendado, mientras cargaba su pipa—. Nada… a excepción de que pretende convertirse en mi yerno. —Margaret y yo nos queremos.
Klaus Alte se acarició el bigote. Era un hombre bajito, pero tenía un soberbio bigote que consultaba con sus dedos cuando se hallaba ante el problema de solucionar algo. No tenía ganas de mirar nuevamente a Hugo Hemmer. Hugo había muerto. Estaba cerca de él y los sucios dedos de sus pies asomaban por las viejas botas. Pero la oscuridad le impedía ver si estaban o no sucios. Lo estaban, claro, lo sabía. Encogiéndose de hombros se acercó a los camaradas sentados en el suelo y les dijo: —Han matado a Hugo.
El teniente Hermann Seydel impulsó la colilla del cigarrillo lejos de sí. —El Führer nunca hará marcha atrás —dijo. El capitán Wilhelm Wagner del VI Ejército de Ucrania le escuchaba sombrío. Acababan de darle de alta en un hospital militar de Berlín. Aún cojeaba ligeramente. —Llevará al pueblo alemán a su total destrucción —corroboró de acuerdo con Seydel—. El gran error fue atacar Polonia creyendo que el gobierno de Su Majestad británica no entraría en guerra ni tampoco Francia. El teniente observó a una muchacha de las Juventudes Hitlerianas que cruzaba por delante de ellos en la Wittenbergplatz. Airosa, bonita, muy bien formada… «Una verdadera pena», pensó.
La historia de la colonización o conquista del Oeste americano puede considerarse como una de las más duras y dramáticas de todas las historias de conquistas y descubrimientos.
Sólo hoy, al cabo de un siglo poco más o menos de su iniciación, cuando desde la cima de la civilización y las grandes conquistas de la ciencia nos asomamos a aquellas duras etapas y las contemplamos a través de los datos recogidos por los historiadores, podemos apreciar en toda su magnitud, el esfuerzo tremendo, la voluntad inquebrantable, el valor épico y la resistencia física de aquellos hombres y mujeres que en pos de un relativo bienestar, en el deseo de asentarse en lugares vírgenes sin explotar, donde la vida les fuese más fácil y productiva, corrieron peligros inverosímiles y aguantaron jornadas y contratiempos que pocos hombres desafiarían hoy, aun a base de alcanzar algo más valioso y positivo que lo que aquellos humildes colonos o cazadores conquistaron a fuerza de coraje, de fatigas y de dejarse en las desoladas estepas o los montes hostiles, miembros de sus familias, camaradas queridos, animales utilísimos para su vida y, a veces, todo lo que portaban, cuando no también sus propias vidas.
Lafe Lake, al terminar de descender la pequeña loma que le servía de atajo para salir al camino ahorrándose casi una milla de sendero árido y polvoriento, volvió la cabeza, se despojó del amplio sombrero para secar el sudor que perlaba su morena frente y echó un vistazo a la montaña del Navajo, en cuyas estribaciones se asentaba su pequeño rancho de paredes amarillas, resecas por el sol. A un lado, rompiendo la mancha verde de un extenso prado, bullían varios centenares de puntos blancos que arrasaban el reseco pasto, Era un rebaño de ovejas, que por unos días se veía obligado a dejar en manos de su pequeño equipo, no sin hondo pesar suyo, pues las cosas no estaban para dejar al cuidado de un tercero aquel medrado hatajo que tantos y tantos sinsabores le llevaba costados desde que, por la muerte de su padre, se había visto obligado a hacerse cargo de él. Dejando que su cabalgadura caminase a su albedrío, torció la vista y sus agudos ojos se clavaron en una amplia construcción que, a su derecha, próxima a la «Meseta del Caballo», se extendía olímpicamente con sus amplios barracones, su dilatada empalizada de espino y su vivienda grácil y amplia, denotadora de la omnipotencia de su dueño.
La fina yegua azabache de Margaret Flobert se detuvo mansamente próxima a los surcos que los peones al mando de Shady Le Roy abrían en la tierra para proceder a la sementera.
Margaret, desde lo alto de la yegua, tendió la mirada en torno a la parda tierra buscando en ella algo que deseaba encontrar y cuando lo descubrió en su boca floreció una leve sonrisa que era una provocación.
Margaret era una muchacha de unos veintiséis años, bien proporcionada, de porte atrayente y de ademanes enérgicos.
Suavemente morena, su cutis era terso y sus mejillas sonrosadas. Los labios, bien dibujados, eran como una rosa encarnada partida en dos mitades.
En las faldas de las montañas, no muy lejos del río Columbia, rodeada por hermosos pastos y bosques de artemisas, se alza la casa, de sencilla construcción y elegante línea, con espléndidos córrales unidos a la parte sur, que es vivienda en el rancho de Henney y que por el distintivo en los hierros aplicados a sus reses, se le conoce por el rancho «Doble W».