Los vaqueros sabían lo que pasaba entre las dos mujeres y los que llevaban mucho tiempo en el rancho y sabían cómo quería Laura a su madre, esperaban que reaccionara como lo hacía. Prescott había tenido muchas veces en sus rodillas a la pequeña Laura, y la quería como si se tratara de su propia hija. Era vaquero ya con los padres de la madre y conoció a Paul de compañero suyo. Esto le daba autoridad ante Paul y era el refugio de Laura.
El hombre, el caballo y el perro detuviéronse al unísono en lo alto del paso, contemplando la magnificencia que se abría a sus pies. Los tres habían caminado juntos centenares de millas, primero hacia el Norte y luego al Oeste, casi sin descansar. Los tres estaban flacos, fuertes... y ahora cansados por la pina ascensión hasta la cumbre del Eldorado Pass. El hombre había desmontado a mitad de la cuesta para aliviar de peso al cargado caballo.
Fue una vulgar casualidad que a Remy Tully se le ocurriese entrar en aquella taberna de «Los Tres Osos», situada en un rincón de la plaza mayor del pueblo de Cascade Springs, en aquella parte del suroeste de Dakota del Norte, muy próximo a las márgenes del río Cheyenne. Decimos que fue una casualidad, porque Remy tenía intención de subir más al Norte, donde le habían asegurado que hallaría algunos buenos ranchos donde encontraría trabajo, y si bien tuvo que cruzar por Cascade como paso obligado, había desdeñado el pueblo por no serle simpático a primera vista. Pero aquella tarde primaveral hacía bastante calor. Había tragado mucho polvo en las sendas y caliginosas desde la divisoria y una sed agotadora le impulsaba a remojar el gaznate antes de continuar la ruta.
Alfonso Arizmendi Regaldie (San Cristóbal de la Laguna, Islas Canarias, (España), 1911 - Valencia (España) 2004), más conocido por el seudónimo Alf Regaldie formado con la abreviatura de su nombre y con su segundo apellido, de origen francés, aunque también utilizó el de Carlos de Monterroble. Aunque nació en la localidad canaria de San Cristóbal de la Laguna, durante la mayor parte de su vida residió en Valencia, por lo que se le puede considerar con toda justicia miembro de pleno derecho de la escuela de ciencia-ficción valenciana. Al igual que ocurrió con otros muchos contemporáneos suyos, tuvo la desgracia de verse atrapado en la vorágine de la Guerra Civil española, participando como combatiente en el bando republicano. lo que le acarreó, como es fácil suponer, serias dificultades una vez acabada la contienda, llegando a estar encarcelado por ello durante siete años.
Como excelente centro ganadero que era, Valley City en el sudeste de Dakota del Norte había visto pasar por los ranchos de su demarcación y pasear por sus típicas calles a muchos y buenos vaqueros procedentes de todos los estados del Oeste de la nación, pero jamás albergó en su seno a un vaquero más fanfarrón, más presumido y más pagado de su persona y de su sapiencia profesional que Kurt Painton, más conocido por el alias de «Salomón», mote que le habían aplicado sus compañeros debido a sus continuos alardes de sabiduría. Si se tenía en cuenta que Kurt había nacido en Texas, a nadie podía extrañarle aquellas manifestaciones de superioridad de que siempre hacía gala. Hubiera dejado de hacer honor al trozo de tierra donde naciera, si se hubiese mostrado tímido, apocado y nada dispuesto e figurar siempre en primera línea.
Sí, de Montana a California, o de Washington a Texas algún gracioso con no mucho amor a su pellejo quería darse el gusto de ver temblar de miedo durante varios instantes a hombres de los llamados de pelo en pecho, por su valentía muchas veces probada, no tenía más que ponerse a su espalda y gritar de repente con voz de timbro duro: «¡Arriba las manos!». Este grito helaba la sangre en las venas de los más audaces y temerarios porque en cientos de millas cuadradas del Oeste se sabía su trágico y fulgurante resultado si salía de una sola boca: la de Polly Sears, a quien algunos conocían también por «El Rayo».
Versión ligeramente recortada de Patrulla de Combate 202, pero en esta se incluyen notas al pie.
En los últimos días del Tercer Reich al teniente Karl Martin, un desengañado del régimen nazi, lo destinan al Berlín a punto de ser sitiado. Concretamente al bunker donde se refugia el mismísimo Hitler...
Eirik Jarber, un autor consagrado, se suma a nuestra serie Murder Club. Una de sus últimas obras, Mantis y Termitas, reafirma la aseveración de que sabe dotar a la literatura policíaca de una vibrante fuerza argumental que, unida a su particular manera de hacer, le hacen hoy uno de los autores más cotizados en la novela de evasión. Mantis y Termitas, por su ambiente subyugante, por los personajes que se mueven en él con esa naturalidad que causa verdadero asombro, es una gran novela policíaca.
Dos motoristas, formando un todo frío y metálico con sus máquinas, pasan como saetas de mal presagio sobre el espacio libre de asfalto. Tras ellos, dos coches de faro rojo ponen un verdadero velo entre la vida y la muerte, tal es su velocidad. Una ambulancia. Y, como colofón, un motorizado más se engulle en la caravana atronadora, que vuela hacia el último tramo de la calle. Aún no se había detenido el coche, cuando Lewis Mac Quinch, teniente de la Metropolitana, alcanzaba a los motoristas en la misma entrada de «Little Ciro’s», cuya lujosa puerta, dibujando un cuadro de luz cruda, ofrecía tendido en el suelo el cuerpo de un hombre.
Eran las ocho y media de la mañana. Me senté a... Digamos a desayunar, si era desayuno la taza de infusión de corcho quemado, con unas gotas de líquido yesoso, y las dos galletas de arpillera pulverizada, que servían en aquel hotel.
No lo supe. Ni entonces ni nunca. No supe si era un eco dentro de mí. O una repetición de aquella patética, terrible, sorda pregunta, formulada al borde de la muerte, al filo mismo de las sombras. Cuando abrí los ojos, era inútil preguntárselo. Ni a mí mismo. Ni siquiera a Myra. Myra estaba muerta. Muerta…
Merlin Belmont aún tenía grabados en su mente ciertos detalles de la revista: «Hello Dolly!», en la cual triunfaba a diario la veterana actriz Ginger Rogers. Claro que Ginger sólo despertaba simpatía, admiración. Los detalles estaban en las otras chicas, en las jóvenes. Con sus sonrisas, con sus voces, sus pícaros gestos, y especialmente con su anatomía generosa, y generosamente mostrada.
La joven caminó hacia el estrado. Era como ver a Eva pisando sobre el terreno paradisíaco. Bostecé, tomando el carboncillo. Había visto muchas Evas, quizá demasiadas. No me podía impresionar una más, por muy rubia y muy exuberante que fuese. Eso no parecía gustarle a mí modelo. Se acomodó en el sofá, con desgana. Daba la impresión de sentirse un poco decepcionada. Acaso esperó algo más de mi varonil admiración hacia sus formas.
Me reí. Confieso que me reí sin saber aún qué habría sido del presuntuoso conductor. Sea cual sea el carácter de quien lleva un vehículo, ya se trate de un Ben-Hur a bordo de una cuadriga romana, de un ciclista o de un zulú impulsando a paletazos una piragua, resulta deprimente y humillante que un análogo elemento de transporte se adelante en la ruta. Pero, si además el conductor nos mira con insultante desprecio, es imposible reprimir un hervor de indignación en la sangre.
Clay Adamson era distinto. Y se notaba. Había vendido un montón de sus cosas, como una armónica, el impermeable, una pitillera de plata... al objeto de reunir dinero para un traje nuevo. Y allí estaba, con su traje nuevo, blanco, impecable; con su camisa de un azul muy claro, bonito, de cuello cerrado, que hacía juego con sus ojos también azules, y contrastaba con su cabello negro, crespo, corto y brillante. Buen «champú», buena brillantina, media hora ante el espejo, y Clay Adamson iba a cualquier sitio.
Son 5 relatos policiacos que giran alrededor de dos personajes: la protagonista absoluta, Mónica, una bella e inteligente enfermera que supone uno de esos personajes femeninos muy adelantados a su época, y el inspector de policía Marcos Alcázar, un Don Juan perdidamente enamorado de Mónica, no tanto de su belleza, sino de su aguda inteligencia y desbordante personalidad.
MI nombre es Rory. Completo, Rory Angel. Más completo todavía, «private eye». Ustedes ya saben lo que es eso. No es que mi ojo sea privado ni tenga nada especial que los demás ojos no tienen. Afortunadamente poseo dos retinas, dos globos oculares en perfectas condiciones, de un color gris que a las mujeres dicen que les gusta bastante, y, ciertamente, mi modo de mirar no tiene nada de privado, especialmente con las chicas... si es que uno no está mirándolas en auténtico ambiente privado. Eso... bueno, eso es distinto.
ESTABAN a cuatro pasos de distancia, a ninguno de los dos le falló el corazón o el pulso y ambos dieron donde se proponían. Ni uno solo de los balazos dejó de encontrar carne en que hundirse profundamente. La pelea concluyó con la misma rapidez que se había iniciado. Medio minuto después de incorporarse los contendientes, dejando las cartas sobre la mesa para empuñar los revólveres, Vera Miller y Herbert Stasen aparecían en el suelo en medio del charco formado por su propia sangre.
Los cinco hombres se aproximaron al fuego. Iban al trote corto. Junto a la hoguera, el hombre soltó la cafetera y se incorporó al oír el ruido de los cascos. Trató de taladrar las tinieblas de la noche con sus cansados ojos. Su mano llegó hasta la culata de su revólver. Los jinetes estaban ya muy cerca.
CESAREO Fulgencio Santos entró en Ciudad Juárez el día 2 de noviembre, a las cinco de la tarde, cuando el sol se ocultaba ya tras las lejanas montañas. Era sábado, y la ciudad estaba llena de vaqueros americanos, procedentes de El Paso y ansiosos de diversión. Cesáreo Santos llegaba, a caballo, delante de un escuadrón de cuatrocientos peones descalzos y con los vestidos hechos jirones, pero provistos de excelentes fusiles.