Con infinito cuidado, recorrió los trozos de pared contiguos a la caja fuerte, explorándolos con las sensibles yemas de sus dedos. Halló una leve protuberancia longitudinal y sonrió satisfecho. Los blancos dientes de Kim Dickers aparecieron en un rostro artificialmente oscurecido. Sobre la cabeza llevaba una especie de casco de minero, mucho más liviano, construido especialmente, y provisto de una lámpara que podía ser orientada a voluntad, según los casos. Dickers extrajo del bolsillo algo parecido a una navaja, pero terminado en forma recta, como un destornillador de gran tamaño. Parte de los lados y el final recto estaban sumamente afilados.
Físicamente, era un hombrecillo ridículo, enclenque, de tez pálida y arrugada como el pergamino. Tenía la nariz ganchuda, los labios delgados como un corte en medio de la cara y los ojillos hundidos, malignos, en los que se reflejaba tanto la codicia como toda la maldad del infierno. Eso era físicamente. Un hombre ridículo, insignificante.
Frank Corman examinó atentamente la gran ampliación fotográfica en color. Resultaba terrible y estremecedora. Al menos, lo hubiera resultado para alguien, pero no para él. Frank Corman estaba habituado a ver ante sus ojos escenas más tremendas que unas simples tijeras de sastre, sobre una mesa, mostrando el rojo oscuro de sus manchas de sangre. La mostró a su compañera, con cierta indiferencia. —Ahí lo tienes —dijo—. Ésa es el arma. A triple tamaño del natural. —¿La fotografiaste tú mismo? —sonrió Jessica Ward.
Las puertas de la prisión se abrieron y el que ya era ex recluso se apresuró a llenarse los pulmones del aire de la libertad. Buck Spencer contempló con melancólica satisfacción aquel paisaje, del que sólo había entrevisto diminutos retazos desde la ventana de su celda, durante los tres años que había permanecido encerrado. En la mano llevaba un modesto maletín y veintidós dólares en el bolsillo. Era todo cuanto tenía, aparte de las ropas puestas. En circunstancias ordinarias, Spencer no se habría dejado desanimar. Tenía veintiocho años y su salud era de hierro. Cualquier hombre en sus condiciones, podía labrarse un futuro sin demasiada dificultad.
El dardo mortal partió en medio de la llovizna de aquel día trece de junio en que se jugaba la jornada inicial a las cinco de la tarde, hora local de la World Cup Soccer 74, en Frankfurt. Bajo el cielo nublado, la muerte alcanzó a la persona elegida, con trágica precisión. Luego, sigilosamente, el asesino se perdió en el panorama gris y bullicioso de la ciudad de Frankfurt, aquel jueves festivo del deporte mundial. En otro punto, algo alejado de aquél donde fue presionada la moderna cerbatana de tipo electrónico, un hombre emitió un roncó grito de agonía. Y cayó sin vida, con una fina y mortífera aguja hincada en su garganta, justo sobre una de sus carótidas, llevando a la sangre, vertiginosamente, el veneno demoledor de que estaba impregnada la sutil pieza de punzante acero.
Con las manos de finos dedos, rematadas en unas uñas de color rojo oscuro, se dio los últimos toques al pelo. Luego, encima de las brevísimas prendas de sutiles encajes negros, se puso un peinador hecho de infinidad de velos escarlata. Los tacones eran altísimos, lo que aumentaba todavía más la estatura de la hermosa mujer. Casi en aquel momento, sonó el timbre de la puerta. Ella se dio los últimos toques de perfume detrás de las orejas y, taconeando indolentemente, se dirigió hacia la entrada.
Se llamaba Milton Jarrod. Había sido él la persona elegida, porque quizá nadie como Milton Jarrod podía ocuparse de una tarea semejante. Los que lo escogieron sabían lo que hacían. No actuaban, ciertamente, guiados por ningún instinto o por una corazonada. Ni tampoco al azar o guiados por simpatía alguna.
Levantó la pistola. Era un arma poco común. Un «Colt Special», calibre 45, muy peculiar, con cañón pavonado. El enorme silenciador, remataba con su maciza forma la colosal automática. Aquella especie de cañón portátil hizo fuego. El sonido del disparo no salió nunca. No es que el arma hiciera el típico «ploc» ahogado de un arma vulgarmente silenciada. Es que, sencillamente, no hubo nada. Si acaso, el silbido de la bala en el aire. Un silbido tenue. Ni estampido, ni sonido ahogado, ni nada. Era el silenciador perfecto, total, absoluto. Las balas eran mudas, pero mortíferas.
Para Frank Gifford, un idílico fin de semana campestre se acaba convirtiendo en una pesadilla. Intentando huir del ruidoso y contaminado Los Ángeles, Gifford, dibujante de cómics de profesión, busca un apartado lugar para dejar su estresante vida aparcada. Sin embargo, la irrupción de una misteriosa mujer acaba implicándolo en una trama que si al principio era digna de un bolsilibro de Punto Rojo, acaba siendo un Servicio Secreto en toda regla. Un sheriff corrupto, un extraño pueblo de nombre Grawsville, agentes del FBI, tres mujeres que buscan salir de una terrible asociación criminal, cadáveres y robos… todo esto y más en esta entretenidísima novela de a duro de Adam Surray donde la portada de Desilo tiene ciertamente que ver con el interior… o al menos en parte.
Los asesinos eran tres. Los tres parecían iguales entre sí. Y quizá lo eran. Nadie hubiera podido saberlo con exactitud. En realidad, no pretendían parecer diferentes. Y tenían éxito en su empeño. Eran asesinos. Asesinos profesionales. Cuando tenían que cumplir una misión, no acostumbraban a fallar. En esta ocasión, no tenía por qué ser diferente. Y no lo sería.
Ya había llegado. Aquello era Belfast. No se puede decir que resultara particularmente acogedor, aquel viernes por la noche, cuando abandoné el barco en el muelle, amplio y silencioso. Había llovido recientemente, y el suelo parecía charolado y negro, reflejando algunas luces, muy pocas, de trecho en trecho. Sobre la ciudad, el cielo era un apelmazamiento cárdeno de nubes. O mucho me equivocaba, o continuaría lloviendo aquella noche. Y en días sucesivos. La verde Irlanda tendría abundante humedad para sus pastos, evidentemente.
Caminaba deprisa. Temía llegar tarde a la cita. Por dicha razón, absorto en sus pensamientos, Walt Carpenter no oyó la voz del hombre que reclamaba su atención con urgencia: —¡Teniente! Walter Carpenter, de la policía de Hattonville, no oyó siquiera al individuo. Éste, al ver que su llamada era desatendida, echó a correr tras el robusto teniente de policía, que caminaba con paso rápido a unos metros de distancia.
Alan Foreman, escritor de profesión y practicante de karate, está en Hong Kong buscando historias sobre las que escribir cuando decide ir al cine al estreno de la última película de artes marciales protagonizada por su famoso amigo y compañero de entrenamiento Burton Lane. Tras salir del cine los dos amigos quedan para verse al día siguiente pero esa misma noche Lane morirá asesinado de manera brutal. A partir de ese momento Alan se adentrará en un mundo de intrigas, conspiraciones y violencia para resolver el asesinato de su amigo.
Riendo entre dientes, Indro Bran se alejó hacia los cortinajes del fondo del local. Al otro lado de ellos había un salón más reducido, con paredes imitando roca y unos hachones sujetos a la piedra, que esparcían una luz difusa a su alrededor. Los únicos ocupantes del saloncito eran un hombre y una mujer sentados en torno a una diminuta mesita. El hombre tendría unos treinta años a lo sumo, era delgado y apuesto, con una espesa cabellera negra y ojos irónicos. La mujer merecía capítulo aparte.
Era solamente un helicóptero. Iba pintado de color amarillo y azul, y lucía en su cola una especie de estela fosforescente en el atardecer, anunciando una famosa marca de cigarrillos americanos con filtro. Era, por tanto, un simple helicóptero publicitario, de los que sobrevuelan con tanta frecuencia el cielo de cualquier ciudad, especialmente si se trata de una ciudad americana.
Harold Hawkins alzó el vaso de whisky. Con una amplia sonrisa en los labios. —Eres el primero en saberlo, Warren. Nancy aún no quiere que se conozca nuestro compromiso; pero es cosa hecha. Poco a poco irá tanteando el terreno con su padre. ¿Te das cuenta? ¡En un futuro próximo me convertiré en el yerno del gran Peter Tuchner! Dejaré de ser un vulgar empleado de la Tuchner Paper para pasar a máximo dirigente de la compañía. El viejo Tuchner pronto cederá el mando y… ¿Qué diablos te ocurre, Warren? Cualquiera diría que te estoy comunicando el fin del mundo.
El protagonista de esta novela, ambientada en Londres, se apellida Eastwood, pero sólo es un ex deportista que ahora trabaja en televisión de comentarista del medio. Está a punto de casarse, cuando un día se cuela en el apartamento de su prometida y encuentra un sobre con una foto suya, y una orden de matarle. Cuando, días después, le pide explicaciones por teléfono, ella le cuelga y desaparece, y cuando la va a buscar al trabajo —actúa como modelo— le dicen que abandonó el empleo unos días atrás…
Larry Baxter entornó los ojos. Ocultó así el peligroso brillo que en ellos se reflejaba. No quería provocar a sus visitantes. El teniente Paul Loewe lanzó una semicircular y burlona mirada por el despacho. Lujoso. Bien amueblado. Desde el ventanal podía divisarse las tranquilas aguas del Lake Michigan. —¿Es ésta tu pocilga, Larry? ¡Infiernos…! Eres un tipo afortunado. Mi sueldo jamás me dará para una cosa así. Te envidio. Dos individuos acompañaban al teniente Loewe.
El hombre, vestido con una bata blanca, estaba inclinado sobre un microscopio, tan absorto en su labor, que ni siquiera levantó la cabeza cuando oyó el ruido de la puerta que se abría. Con el ojo todavía pegado al ocular del aparato óptico, emitió un gruñido de bienvenida. —Buenas noches, doctor —dijo el recién llegado. —Hola —contestó el hombre de la bata blanca. —¿Doctor Steimler?
Cuando Jim Markham llegó a Ballyport, pensó que había sido víctima de una de dos circunstancias: una tomadura de pelo o la exageración de algún fanático enamorado de aquellos parajes, como debía de serlo el recomendante, buen amigo suyo. No cabía la burla al aconsejarle que pasara sus vacaciones en Ballyport, por lo que era preciso pensar que su amigo estaba chiflado por aquella aldea de pescadores y el panorama circundante. Ballyport estaba en el fondo de una especie de medio cráter de gran amplitud, parte del cual se adentraba en el mar, formando como una bahía semicircular, con sus extremos bastante accidentados. La costa no tenía grandes accidentes, que permitiesen considerarla como un lugar digno de continua admiración: había trozos muy bajos, prácticamente playas guijarrosas, y algunos escarpados de no demasiada altura, aunque tampoco debía de resultar agradable ser sorprendido en el mar por una tormenta, en un esquife y en las proximidades de alguno de aquellos acantilados.