am Ashon, el joven sheriff de Trinidad, sentado solo a una mesa sobre la que había un vaso y una botella, bebía en silencio. A juzgar por su aspecto, no había duda que algo le preocupaba. Los clientes le contemplaban curiosos. El propietario del local, después de observar con minuciosidad al sheriff durante varios minutos, se aproximó al mostrador, preguntando al barman: —¿Qué le sucede a Sam‘?
Aby Chesterton, ganadera y dueña del rancho más importante de la zona y hasta se dudaba si no lo sería también de todo el Estado se hallaba en el comedor de la amplia y fastuosa vivienda. Desayunaba sin prisa y hablando en indio con la muchacha que le servía le preguntaba por qué no estaba Perry allí.
Bob Hudson, conversando animadamente con los dos viejos ovejeros que le ayudaban a cuidar el ganado, preguntó:
—¿Qué tal los perros, Sullivan?
—¡Son maravillosos!
—¿Convencido de que son una gran ayuda? —volvió a preguntar Bob.
—¡Cuidar las ovejas, con la ayuda de esos animales, es un trabajo sencillísimo!
Hasta la hora en que los vaqueros dejaban el trabajo, los clientes en los locales escaseaban. Pero esto no quiere decir que no acudieran algunos. Y desde luego era el de Mildred el más concurrido a esas horas en que los vaqueros trabajaban aún. Mildred era conocida por su belleza, que todos admiraban y que muchos pensaban conquistar. Pero se sabía que era demasiado ambiciosa. Cada cliente tenía en el cerebro de ella un libro de cuentas. Y sus sonrisas estaban en relación con la importancia de éstas. Y siendo los Kenton los más ricos de una amplísima zona, eran éstos los más estimados por ella.
El esperado barco había entrado a una hora inesperada, por lo que no había mucha gente reunida sobre el muelle donde realizaba la maniobra de atraque.
Corrió esta noticia como un reguero de pólvora, transmitiéndose rápidamente de unos a otros.
Y en el momento que el barco quedó con el costado arrimado al muelle, no había forma humana de poder dar un solo paso sobre el mismo.
El capitán Broome observaba en silencio, desde la alta cubierta, aquella repetida escena.
En uno de los locales más concurridos y animados de la populosa ciudad de Dodge City, un grupo de hombres vistiendo con elegancia a la usanza ciudadana, comentaban, aunque más bien parecía que discutían por la forma alterada en que se expresaban una noticia que había llegado hasta ellos y que tanto les había sorprendido, que no había duda de que les costaba dar crédito a la misma. El propietario del local se aproximó al grupo, preguntándoles curioso: —¿Qué comentáis con tanta animación?
Donald Crosby tiró violentamente de las bridas y gritó: —¡Soooo! ¡Quietas...! —y se quedó escuchando. Y como si las mulas le entendieran, dijo mirando a estas—: ¡Han sido, disparos...! ¡Ahí están! Y miraba a unos buitres que estaban volando en círculo, característica forma de vigilar las futuras víctimas de su voracidad. Y cogiendo el rifle que llevaba en el pescante del carro, caminó con decisión, ascendiendo por la pequeña colina. Y una vez sobre esta, oyó que le decían: —¡Tira ese rifle al suelo! ¡Rápido o disparo!
El viejo Hick, uno de los hombres más populares de Yuma, por la narración de sus increíbles aventuras, se aproximó a la mesa ocupada por el propietario del local, diciendo:
—Me han dicho que deseas escuchar una de mis historias… ¿Es ello cierto, Moore?
—En efecto, Hick… ¡Siéntate y bebe lo que quieras!
Susan Winthrop, Jane Miles, Macbeth Hogeland y Sophie O’Connor, las cuatro viudas que unieron sus propiedades, a las que se les dio el nombre de Rancho de las Viudas, movíanse incansablemente tratando de reclutar vaqueros a su servicio.
Por un total de ciento cincuenta dólares quedaron cerradas las apuestas.
Después de unos cuantos segundos de concentración y en medio de un profundo silencio, dio comienzo la actuación de Fremont.
Únicamente cinco herraduras, de las veinticinco lanzadas, quedaron fuera de la barra.
Premiaron este resultado los espectadores con una cerrada ovación.
Minutos más tarde, tan sólo con un fallo menos, pasaba a ocupar el primer puesto Hans.
Dan Wess, una vez en el interior del saloon y convertido en el blanco de todas las miradas, se abrió paso entre la mucha clientela hasta llegar al mostrador.
Después de observar durante unos instantes, con verdadera admiración a la joven que atendía el mismo, se apoyó en él sonriendo y preguntó:
—¿Alma Side?
Kate era una muchacha muy bella, hija de Henry Fairfax. Al que en el pueblo, y por los vaqueros de Jonás Raven, llamaban cobarde sin que se inmutara al oírlo. La que sufría era la muchacha. Y hablando con su hermano, Ames, le decía mientras caminaban hacia casa después de cerrar el portalón que guardaba los caballos seleccionados y que más precio se obtenía por ellos.
—¿Se ha fijado, sheriff? Es curioso lo de ese viejo, y mucho más la obediencia de esos caballos. A veces, tengo la impresión que el viejo Jeremy entiende el idioma de esos animales... —No lo dude, míster Veitch —afirmó el de la placa—. Yo tengo la seguridad de que es así... Son muchos años conviviendo con caballos. Monty Veitch, considerado como uno de los hombres más ricos de Silver Lake, reía francamente. La diligencia, con el característico chirriar de los ejes, detúvose ante ellos.
Charles Vernon era una institución en Nuevo México y en especial en Santa Fe. Su nombre y su persona eran de mucha estimación y respeto. Era mucho lo que le debía la ciudad. Luchador incansable, había conseguido crear un verdadero imperio económico. Mucho se reían de él cuando empezó a aparecer por las Bolsas de Nueva York, Chicago y con preferencia la de Denver. Pero la mayor parte de los que se reían de sus especulaciones, que para ellos no tenían sentido, acabaron por seguirle en sus órdenes de compra o venta de acciones.
Douglas Burton, sentado bajo el porche y con la mirada perdida en la lejanía, analizaba con fría serenidad los problemas económicos que le atormentaban, tratando de hallar una solución al efecto.
Su hija Ruth, sentada a su lado, le contemplaba con preocupación sin atreverse a interrumpir su mutismo.
—¿Qué tal, Joseph? ¿Alguna novedad? —Hola, Nigel. No; ninguna. —¿Qué pasa con esa punta de ganado? —Pues no lo sé... —¿Quiénes se encargan del trabajo de esa zona? —El novato es uno de ellos... No sé si John está también.
Jill Barons sonrió al escuchar el ruido de la puerta, de la que estaba pendiente, y ver aparecer en el umbral de la misma a su esposo. —Empezaba a sentirme preocupada... —Lo siento, querida. Ha sido involuntario este retraso. He tenido que aceptar la invitación de míster Roswell... ¿Se acostó Glenn? —No, aún no ha regresado. Dijo que vendría tarde. Los Henderson han tenido problemas con el ganado. ¿Qué quería ese usurero de Roswell? Una triste sonrisa cubrió el rostro de Tom Barons.
Los hermanos Shane, Roger y Bill Duncan escuchaban la discusión que se produjo entre los consejeros, sobre el tema de las subastas. El defensor de las mismas decía:
—No se puede negar que es un buen sistema para la compra del ganado en un precio más bajo y como consecuencia es un ahorro importante al cabo del año.
Desmontaron ante el primer edificio iluminado, sobre cuya puerta anunciábase cuánto ellos necesitaban: hospedaje, comida y establo.
Antes de entrar sacudieron la nieve amontonada sobre sus parkas.
Tuvieron la sensación de entrar en el paraíso, al sentir aquella agradable temperatura del interior.
—Arréglate un poco esos pelos. No quiero que Nicky te encuentre con esa facha... Y procura pensar bien lo que dices o hablas. Nicky cree que continuamos siendo un matrimonio feliz... —¿Te marchas? —La diligencia no llega hasta la una. Estoy citado con un grupo de amigos en el Santone. —¿Te espero a comer? —¿Es que no me escuchas cuando te hablo? Acabo de decirte que te arregles un poco. No quiero que Nicky te vea con esa pinta de... —Dilo. No te quedes con las ganas.