En la sala se respiraba la solemne atmósfera de todo proceso judicial que podía implicar la pena de muerte, circunstancia que todos los presentes sabían que iba a producir el final del mismo, ocurriese lo que ocurriese durante el juicio, porque las leyes eran lo bastante severas como para que no hubiese dudas al respecto, cuando el reo que se sentaba en el banquillo estaba acusado nada menos que de alta traición.
El bucanero Christian Laurent, apodado "el ángel negro", es traicionado por uno de sus hombres y va a ser ajusticiado en Providence, pero antes de subir al patíbulo escribe una carta para que sea entregada a miles de kilómetros en Francia a Maurice Leduc. Cuando este, que está a punto de casarse, recibe la misteriosa carta desaparece sin dar explicaciones...La revelación de el mensaje provocará el regreso de "El ángel Negro".
Don Gaspar de Guzmán, conde-duque de Olivares y valido del rey don Felipe IV, contempló ceñudo a su visitante paseando inquieto por entre los oscuros, sobrios cortinajes de la austera sala de recepciones en el real Alcázar de Madrid.
Un ambiente tenso, un silencio casi agobiante, presidía la reunión de aquellos personajes en la fría noche madrileña allá en el exterior de los sólidos muros de piedra del palacio. Era evidente que ninguno de los dos que asistían a aquella cita se sentía particularmente feliz ni tan siquiera cómodo.
Jean Jabert contempló pensativo a su clientela. Movió su enorme humanidad tras el mostrador, llenó de vino las jarras y los llevo a las mesas donde repetían consumición, que eran casi todas las de su local.
Mientras distribuía las bebidas a sus clientes, parecía muy lejos de cuanto le rodeaba, del rumor de voces, del ambiente cargado de humo y del olor a tabaco y a vino, entremezclado con la peste a sudor de algunos de los que demostraban día a día su declarada enemistad con el agua y el jabón.
Bajo bandera negra es la historia de un chaval de buena familia que se ve obligado a huir de casa para salvar la vida. Su tío ordena asesinar a sus padres y trata de matarlo a él también. El joven Nick logra escapar de las garras del traidor de su tío, del sicario de éste, y de una atractiva prima demasiado aficionada a toquetearlo. Se esconderá en un barco a punto de zarpar, convirtiéndose en polizón, siendo aceptado como grumete, y con el paso del tiempo convirtiéndose en capitán de su propio navío.
La trama transcurre en el Caribe, en 1697. Francia, Inglaterra y España han firmado el Tratado de Ryswick, que permite la paz en la zona. A Don Diego de Soto, excelente espadachín, vividor y mujeriego, Lord Browning le propone una misión por la que pagará una alta suma de libras: rescatar a su hermana del corsario francés Ducroix, apodado El Renegado. Para ello también necesitará la ayuda de Norman Scott, antiguo socio de El Renegado, al que se disponen a colgar por pirata. Sin embargo, si accede a ayudar en dicha misión, será indultado, además de ser bien pagado. Y así, los que eran enemigos han de confraternizar para llevar a cabo el trabajo.
La cabeza de Jim Dexter rodó por entre el oro, mientras las mismas manos feroces caían sobre sus compinches, antes de que éstos reaccionaran. Uno logró disparar y herir al enemigo monstruoso, pero eso no hizo sino enfurecerle más y el destrozo humano fue terrible. Los cuerpos volaron por los aires, despedazados brutalmente, en medio de una lluvia de sangre. Olivia De Winter, desparvorida, con el inconsciente Ronnie tendido sobre sus piernas, la cabeza encima de su regazo, se limitaba a mirar con ojos de horror toda aquella carnicería y, sobre todo, a su monstruoso autor, agigantado por las sombras y las luces de aquel recinto de pesadilla que era ahora la cámara del tesoro. Tras la masacre, el monstruo se volvió hacia ellos, emitiendo un berrido atroz. La contempló con ojos estrechos, inyectados en sangre, y avanzó pesadamente hacia ella y hacia el desvanecido Ronnie, dispuesto a continuar la matanza.
Corren tiempos turbulentos en la corte del Rey de Francia. El cardenal Richelieu conspira en las sombras contra el poder del monarca y contra los nobles que le son fieles. Marcel Roland, Marqués de Saint Cyr, junto con su prometida la condesa Belisa y su padre, el conde de Fontclair, se oponen con todas sus fuerzas a las reiterados intentos del cardenal para atraerlos a su causa. Ni el ni sus amigos están dispuestos a ceder ante las amenazas recibidas y mantienen la fidelidad a la Corona. Ante está tenaz oposición el cardenal ordena a su fiel y taimado esbirro Pierre de Mordant, urdir una astuta trama para deshacerse de aquellos que siente como una amenaza para sus turbios planes en contra de Su Majestad. Amparados en la oscuridad de la noche, el conde de Fontclair y su hija Belisa son secuestrados por esbirros del Cardenal y embarcados en un poderoso velero, comandado por el Capitán Loira, rumbo al Nuevo Mundo. Alertado Marcel Roland por su fiel amigo D'Artagnan del paradero de su prometida y su futuro suegro, se dirige a Inglaterra a solicitar ayuda al Duque de Buckingham con el fin de fletar un barco que le permita rescatar a los cautivos en aquellos remotos mares infestados de bucaneros. Este será el nacimiento de un misterioso personaje enmascarado que hará temblar a los fieros piratas del Caribe en su refugio de Isla Tortuga y será la pesadilla del cardenal Richelieu: ¡El Corsario Púrpura!
La novela trata de una investigación a bordo de un pequeño y viejo Bergantín, el Skeltor. El teniente de la Marina inglesa Stuart recibe el encargo del Almirantazgo de investigar a un Doctor que viaja en el barco, y que es sospechoso de las desapariciones de varias personas conocidas de la sociedad londinense. Stuart tendrá que embarcarse de incógnito, para intentar descubrir cuál es el oscuro secreto que guarda el Doctor.
El corsario inglés Sir Randolph Cartland se hace con el galeón español Sol de Castilla, cargado de oro, así como con su tripulación, en la que además está incluida una joven dama española destinada a casarse con otro noble. La persecución por parte del resto de la flota española no se hará esperar.
La lluvia empezaba a ser torrencial. El viento, además, se había levantado con intensidad, agitando violentamente los arbustos y matorrales del llano, así como algunos dispersos árboles que salpicaban el páramo acá y allá. —Es un maldito clima el de este lugar —se quejó el jinete—. O seco hasta deshidratarle a uno, o metido en tormentas que pueden inundarlo todo en menos de una hora… Si al menos hubiera algún sitio cercano donde guarecerse… Pero no veo ni una condenada luz en todo lo que abarca la vista. Por un error de la editorial, el título que figura en la cubierta y el lomo es 'El pistolero que no excita'. En la portada interior el título es el correcto: 'El pistolero que no existía'.
Gordon Lumas es uno de los seudónimos utilizados por José María Lliró Olivé. También utilizó los ALIAS, FIRMAS, SEUDÓNIMOS: Buck Billings, Clark Forrest, Delano Dixel, Gordon Lumas (A veces, Gordon C. Lumas), Marcel D’Isard (grupal), Max (a veces, Mike) Cameron, Mike Shane, Milly Benton, Ray Brady, Ray Simmons (a veces, Simmonds), Ricky C. Lambert, Sam M. Novelista de variados registros, durante la dictadura franquista convirtió la novela de bolsillo en “novela de acción reportaje”, narrando en forma de ficción, los acontecimientos reales que sucedían en Barcelona, durante tiempos de brutal represión y feroz propaganda.
Había pasado una noche horrible y, ahora que el alba clareaba a través de las cortinas de plástico, se sentía fatigado, totalmente vacío. Apoyado en el alféizar de la ventana, se afanaba por mantener los ojos bien cerrados: no quería ver el día; aún no. De la calle llegaban los mil ruidos del amanecer, ahogados por la altura; veinte pisos más abajo, los primeros autobuses engullían las colas de obreros.
Diariamente millones de personas ven pasar un tren de carga o pasajeros, sin que por eso se alarmen en absoluto o teman sufrir algún trastorno mental. Pero la situación de Larry Weeper era muy diferente, porque se hallaba en una comarca donde no existía aún ninguna línea de ferrocarril. Precisamente por aquel lugar, y diez años más tarde, una locomotora alimentada con leños, avanzaría triunfalmente entre los gritos de entusiasmo de obreros e ingenieros. Sin embargo, Larry Weeper no estaba sumido en un sueño profético ni mucho menos y, por otra parte, la posibilidad de haber alcanzado tales dotes de vidente no le daba ninguna alegría.
—¿Cómo te llamas?
—Max Drew, papá —respondió el niño, que permanecía acurrucado en un rincón de la gruta, envuelto en su abrigo de pieles.
—Repítelo.
—Max Drew.
No lo olvidarás, ¿verdad?
No, papá. Me llamo Max Drew.
Reginald Drew apoyó la cabeza en la almohada de pieles de su improvisado camastro y dio un profundo suspiro, mientras cerraba los ojos, fatigado. La fiebre coloreaba sus ardientes mejillas y, durante algunos minutos, estuvo hablando consigo mismo, mientras rebullía, inquieto, en su lecho. Luego, de repente, haciendo un penoso esfuerzo para alejar el delirio que oscurecía su cerebro, se incorporó asustado e insistió, mirando al pequeño Max...
APIÑADOS en torno al aparato de televisión, todos los clientes del bar seguían con emocionado interés los incidentes del combate. Lo mismo, exactamente igual, hacían millones y millones de personas en toda la costa atlántica, fijos sus ojos en las pantallas, mientras setenta u ochenta mil espectadores que se apretujaban en los inmensos graderíos del Yankee Stadium acogían con delirantes ovaciones las distintas fases de lo que una propaganda desaforada había calificado de “pelea del siglo”.
Estálloviendo. Lluevemucho. Puedo contemplarme en el asfalto, negro y espejeante. Y en los charcos.Hay muchos charcos. Negros y redondos. Parecen insondables. Pero mis pieschapotean en ellos, tocan el asfalto bajo el agua de lluvia. Mehe detenido en el bordillo de la acera. Un automóvil, al pasar me salpica deagua los pantalones. Va demasiado de prisa, y demasiado pegado al bordillo. Lehe dicho algo, no sé el qué. Pero él ha seguido adelante, indiferente a todo, hendiendolas cortinas de lluvia con su proa reluciente. Yme he vuelto a quedar solo en la calle. Es una calle larga y amplia. Una calleper la que no transita nadie. Solamente yo... Creoque no conozco esta calle. O tal vez la conozca, no sé. La mente está tanconfusa... Sería difícil decir si he pasado antes alguna vez por este lugar.Hay cosas que me parecen conocidas. Sí, tiene que serme conocido esto. Por eso estoy aquí...
El viento silbaba con fuerza, y en el cielo, las nubes se arremolinaban plomizas, envolviendo con sus grises celajes las cumbres de las montañas, signo indicador, junto con la baja temperatura reinante, de la proximidad del invierno, que se anunciaba extremado y cruel. Miré a través de la ventana de la sala principal de la posada. A lo lejos, la borrasca batía la cumbre del Speik, a casi dos mil metros de altura, cubriéndola de una fina cellisca blanca, que causaba la sensación, del humo de alguna erupción precedente de alguna boca volcánica abierta de modo inesperado en la cima de la montaña.
Escribo esta historia para huir de mí mismo y de los recuerdos que me atosigan continuamente, no solamente en estado normal, sino incluso en mi subconsciente, pues hasta cuando duermo, la jauría de feroces lobos que son esos recuerdos, se arrojan sobre mi cerebro, intentando devorarlo con sus dentelladas que no cesan apenas un minuto. Me parece imposible, después de las terribles experiencias vividas, estar aún sano y salvo. Sano de cuerpo, pero con la mente todavía enferma, afectada por los acontecimientos en que, de un modo casi involuntario, tomé parte no hace mucho tiempo, como uno de los principales protagonistas. Tengo confianza, no obstante, en que el tiempo, un magnífico aliado, y el profundo amor y devoción de mi esposa, me ayuden y hagan de mí el hombre que era antes de los sucesos que me propongo narrar. A pesar de todo, falta mucho tiempo aún para que mi espíritu se vea limpio de esas horrendas y turbadoras visiones que me acusan sin cesar. Es rara la noche que no me despierto, en la mitad de su transcurso, sentado en la cama, empapado de sudor de arriba abajo, sacudido por las pesadillas que no consigo alejar de mi cerebro por más esfuerzos que hago. Y cada vez que me sucede tal cosa, me parece verme de nuevo, como si todo fuera real y tangible, en aquella espantosa situación que estuvo a punto de acabar con mi vida e incluso, aun habiendo salvado ésta, con mi razón.
SONÓ el teléfono y me pareció como si la campanilla estuviera instalada en el interior de mi cráneo. Lancé un gemido y, mientras con una mano sujetaba la bolsa de hielo que tenía sobre mi cabeza, busqué con la otra a tientas el aparato telefónico. La bolsa de hielo no me la había puesto para disipar los trastornos de una borrachera, sino para aliviar los desastrosos efectos de un golpe propinado por un individuo al cual seguía por encargo de una esposa demasiado celosa. Y yo cumplí el encargo tan bien que el tipo me vio a las primeras de cambio. El resultado… Pero, ¿a qué seguir hablando de fracasos?