Norbert era un tipo de mediana estatura y gesto avinagrado. Contestó con un seco gruñido y pasó al interior del avión. Milly recibió al tercer pasajero, otro varón. Iron Hichs llevaba en la mano derecha un maletín estrecho y largo, de color marrón oscuro. Era un sujeto alto, delgado, con aire abstraído, que contestó a las preguntas de la azafata con unos murmullos apenas inteligibles. Llegó el siguiente pasajero, un italiano menudo, vivaracho, de ojos despiertos.
Penélope Shatton tenía veintisiete años y hacía seis meses escasos que había perdido a su marido, quien había muerto después de una larga y dolorosa enfermedad que había agotado todos los recursos del matrimonio. Después de la muerte de su esposo, Penélope había encontrado distintos trabajos, pero había tenido que abandonarlos todos sucesivamente; unos, por demasiado fatigosos y poco productivos; y otros, los más, por evitar los manoseos del dueño, gerente o apoderado de la empresa, cualquiera de los cuales se habían creído siempre con derecho a obtener de Penélope algo más de lo que señalaba el contrato de trabajo. La culpa, por supuesto, no era de Penélope, sino de sus hermosos ojos grises y su esbelta figura. Y de su viudez, claro; el dueño, gerente o apoderado de las empresas en que se había colocado sucesivamente después de la muerte de su esposo, se habían creído en el humanitario deber de consolar a la atribulada joven, cosa que ella había rechazado siempre de plano. En consecuencia, una vez más, en el corto plazo de seis meses, se encontraba sin ocupación.
Desde un punto determinado de la carretera que conduce a Teresópolis, puede contemplarse a lo lejos la inconmensurable belleza de Rió de Janeiro, ese abanico multicolor grabado por la mano caprichosa del hombre aprovechando los medios que le ofreció la maravillosa Naturaleza.
El contraste entre ambos lugares es enorme. Del bullicio agobiador que ofrecen las amplias avenidas costeras de Río, su tráfico incesante y el arco iris gigantesco de sus millones de luces, en menos de hora y media de viaje se encuentra uno en la cima donde está enclavada Teresópolis, para sumergirse en un oasis de paz.
La mujer estaba sentada en un banco del parque. Permanecía inmóvil, como abstraída, indiferente a las risas y gritos de alegría de los chiquillos que correteaban por los enarenados senderos, divirtiéndose bulliciosamente con la sana algarabía de los pocos años.
Vestía un severo traje gris oscuro, medias negras y zapatos de este mismo color. Sobre la cabeza, llevaba puesto un bonete negro, del cual pendía un espeso velo también negro, que impedía en absoluto ver sus facciones. Sobre su regazo descansaba un gran bolso de piel, que sostenía con la mano derecha.
—¡Mientes, Cameron! —Vamos, confiesa de una vez…
—Dinos cómo le retorciste el cuello hasta rompérselo. Sólo con que nos cuentes esto habremos terminado.
—¡Váyanse al diablo! —dije con voz ronca.
Pero ellos eran muchos. Otra voz intervino en el concierto:
—Entraste en el apartamento de esa dama usando una llave falsa. ¿No es cierto?
—Sí.
—Y ella te sorprendió y…
El hombre miraba a través de un aparato óptico, que aumentaba enormemente las imágenes. En el centro del objetivo había una cruz filar, que servía para situar la imagen en el punto exacto requerido. El aparato óptico era una mira telescópica y estaba acoplada a un rifle de gran potencia, cuyo cañón estaba concluido en un extraño cilindro, de unos cinco centímetros de grueso por veinte de largo. El cilindro era un silenciador. El hombre estaba apostado tras una roca situada en una eminencia del terreno que dominaba la carretera, a doscientos metros más abajo. El terreno era abrupto, fragoso, y abundaba en rocas y matorrales. El borde de la carretera corría a lo largo de un profundo precipicio, por cuyo fondo, a cincuenta metros de distancia, saltaban las espumeantes aguas de un arroyo.
Pensé que debía negarme a aceptar el caso. No ofrecía ningún aliciente para mí. Nunca me han gustado los líos, domésticos y, por otra parte, mi cuenta corriente ofrecía un saldo satisfactorio, cosa que no había sucedido desde tiempo inmemorial.
Son las siete de la mañana. Según mi inveterada costumbre de muchos años, me despierto con puntualidad cronométrica, sin la molesta ayuda del rechinante timbre del despertador, adminículo para muchos tan necesario como el cepillo de dientes o la afeitadora eléctrica. Afortunadamente, yo he conseguido prescindir de ese aparato y, les aseguro, sólo en muy contadas ocasiones suelo fallar. Mi sueño ha sido sólido y compacto, como de costumbre. Apagué la luz a las once en punto, después de haber leído una adormecedora novela policíaca. Las ocho horas siguientes han transcurrido lo que literalmente se dice, de un solo tirón. Me siento ágil y fresco, completamente descansado y dispuesto a empezar la tarea del nuevo día.
Era uno de esos días bochornosos y húmedos en que uno se pregunta la razón por la cual, en lugar de estarse tumbado en la playa, se encierra en la oficina en espera de algo tan hipotético como un cliente. Me había quitado la chaqueta, que colgaba del perchero como una bandera vencida, y sin embargo, el sudor seguía deslizándose a lo largo de mi espalda. Era un cosquilleo que no me gustaba en absoluto. Aflojé el nudo de la corbata, pero eso no me alivió en nada.
UNO de ellos parecía una montaña de carne. A su lado, el mismo Farrar hubiera parecido un pigmeo. En cambio, su inteligencia parecía ser poco menos que nula, al menos, si se juzga por la expresión de estupidez de su rostro. Pero en cambio, parecía ser capaz de hundir el cráneo de una persona de un solo puñetazo. Los otros dos eran de apariencia más normal. Uno tenía, aproximadamente mi complexión, pero sus labios ofrecían la expresión de una serpiente disponiéndose a engullir un hipnotizado pajarillo. El tercer miembro del equipo era, en fin, un sujeto menudo aunque no esmirriado, de ojos negros y profundos, con el párpado izquierdo caído. Tenía una mano, la derecha, metida en el bolsillo de la chaqueta pero como no le vi un bulto excesivo, deduje que en lugar de la culata de una pistola, estaba acariciando el mango de una navaja de resorte.
Está sentada delante de mí. Es una mujer que tiene todo lo que en Hollywood se precisa para llegar a la cumbre, y lo tiene en abundancia. Incluso su rostro es una perfección de rasgos ardientes, pero no exentos de esa ingenuidad que nos hace desear intimar mucho más con ella, tal vez para que deje de ser ingenua. Sus grandes ojos están fijos en mí, anhelantes, casi suplicantes. Pero yo no veo qué puedo hacer para ayudarla. Lo que pretende es una locura en todos los aspectos. —Sin embargo— digo suavemente —lo condenaron… —Sí, pero… La interrumpo, tal vez demasiado abruptamente: —No comprendo qué es exactamente lo que espera usted conseguir con esto. Un juez y doce jurados hallaron que John Henderson era culpable, y le condenaron a muerte. Para usted, que es su novia y lo ama, es un duro golpe, mas a pesar de esto considero una locura tratar de demostrar a estas alturas que su John Henderson es inocente…
Víctor Bencher, uno de los «afortunados», se limitó a beber en silencio una copa casi llena de coñac. Sus vidriosos ojillos se pasearon por el grupo con expresión de disgusto y acabaron por detenerse sobre el propietario del estudio, Charles Delfosse. Víctor estaba borracho, aunque este hecho no sorprendía a nadie ya que era su estado habitual. El otro «afortunado» Louis Deschamps, no había brindado. Realmente, su expresión era de reproche ante la alegría desatada del grupo.
Dos muchachas sentadas en el bar del «Salón Azteca» interrumpieron su conversación cuando entró, y le siguieron con la vista a medida que fue avanzando lentamente por detrás de los escabeles hasta la puerta de la sala. Llevaba las manos en los bolsillos. Al llegar a la puerta se detuvo y paseó por la sala una mirada circular. En el estrado, la orquesta desarrollaba, sobre el batir pegajoso del bongo, una melodía lenta y sensual. No había mucha gente: turistas norteamericanos en su mayoría y los habituales. Una docena de parejas se balanceaban en la pista. La luz se concentraba encima de los músicos, dejando el resto en una semiobscuridad que hacía destacar, por contraste, los rotulillos rojos de las salidas de emergencia y el verde de la entrada a los lavabos. A ambos lados de la sala estaban los palcos, recogidas simétricamente en todos las cortinillas de su ventana rectangular. Sobre el antepecho de uno se apoyaba un brazo desnudo de mujer, cuya propietaria quedaba en la sombra. En otro se avivaba a intervalos la brasa de un cigarrillo. Los turistas charlaban en las mesas, altos y rubios, desgarbados como peleles junto a la gracia lánguida de los camareros mejicanos.
Era menudo, ratonil, de maneras suaves y pelo blanco todavía más suave, como el de un gato de Angora. Tenía un nombre «blando», Horacio Lind, pero no parecía un tonto, ni mucho menos; las dos bolitas azules que eran sus perspicaces pupilas desmentían cualquier insinuación relativa a su posible deficiencia mental. —El asunto es el siguiente, míster Tootis —me dijo, entrecruzando los dedos de las manos con gesto beatífico—: Hace veintidós años, nació una niña a la cual se le impusieron los nombres de Aurelia Jennifer Mary Eppelt. Su madre murió de sobreparto. »El padre de Aurelia quería mucho a su mujer y el golpe recibido fue todo lo duro que usted puede suponerse, míster Tootis. También quería a su hija, pero no podía atenderla por la índole de su trabajo, así que la confió a una institución benéfica, reconocida generalmente por los excelentes cuidados que prodigaba a sus internas, quienes llevaban allí una vida totalmente distinta de la que la mala literatura nos ha enseñado se da a las pobres huérfanas en establecimientos similares. Aquella institución sigue funcionando todavía; es el Orfanato Mac Bridge.
Todo el mundo sabe que los clientes que acuden al despacho de un detective privado constituyen una curiosa mezcla en todos los aspectos. Tan curiosa como los asuntos que vienen a proponer. Cada uno de esos clientes representa para el investigador, desde el punto de vista de éste, en primer lugar un ingreso monetario, aspecto casi siempre principal del asunto. En segundo lugar, una probable fuente de emoción, y, por último, una sucesión de riesgos y peligros, aunque esto no sucede tantas veces como los mismos investigadores se empeñan en hacer creer, para ganar publicidad. Pero, por encima de todo esto; de los clientes, de los problemas, de los riesgos e ingresos económicos, hay un factor principal para poner en marcha todos los demás: Que el cliente acuda. Si el cliente no acude a uno, sencillamente; no sucede nada. Puede uno pasarse días enteros, semanas e incluso meses calentando el asiento del sillón de su despacho, fumando cigarrillos y leyendo periódicos, mientras la pequeña máquina de calcular del cerebro baraja cifras en un vano intento de calcular las reservas que quedan en la anémica cuenta corriente. Nunca se acierta. Siempre queda menos de lo que uno imagina.
A los veintiséis años, la vida es de uno. Con un poco de optimismo, se es capaz de pensar en conquistar el mundo en dos patadas. Es la mejor edad. La vida sonríe y el mundo es ancho. Lo suficientemente ancho para que en él quepan dos personas: mi flamante esposa y yo. No importa que el sueldo sea un tanto corto, que el apartamiento en que vivimos sea pequeño, que tengamos la mitad de las cosas compradas a plazos y que nos falten la otra mitad de las que necesitarnos para terminar de establecer un hogar cómodo y acogedor. Se tienen veintiséis años, una esposa linda y amante… ¡y viva la vida! El cielo es más azul, las nubes más blancas, las flores de más vivos colores, las personas que nos rodean más amables y simpáticas… Vivir es la mayor delicia que uno puede imaginarse. Nos falta el coche, pero ya llegará. Uno está harto de ver películas en que indefectiblemente, el protagonista, toma el coche para llegarse a la esquina más próxima y comprarse un paquete de tabaco, pero, aunque cuando hay mucho de verdad en esa imagen estereotipada que el cine y la TV se han encargado de difundir de nosotros, los norteamericanos, también es cierto que hay muchísimas, pero muchísimas compañías de transportes urbanos, dedicadas a llevar de un lado para otro a los ciudadanos de Yanquilandia que todavía no poseen su correspondiente automóvil.
El enorme avión militar enfiló la pista y aterrizó con alguna brusquedad. Después rodó suavemente, y cuando se detuvo y los motores enmudecieron, dentro de mi cráneo siguieron zumbando durante unos segundos más. Mis piernas acusaron el esfuerzo al dirigirme a la puerta de salida. Llevaba demasiadas horas metido allí dentro y todos los huesos me dolían como si tuviera reuma. Quien haya saltado el Océano Atlántico a bordo de un transporte del ejército ya sabrá a qué me refiero. Cuando puse los pies en el suelo me pareció que éste oscilaba. Luego se aquietó. Llegó un «jeep» a toda marcha, frenó y un teniente saltó al suelo, mientras el soldado que lo conducía daba la vuelta al cacharro y lo acercaba después a la portezuela del avión. El teniente se plantó ante mí, saludó militarmente y preguntó: —¿Capitán Osborn?
Elliot Parker, joven ingeniero e inventor, se sabía casi de memoria la carta que el abogado Harry Benson le había dirigido. Cerca ya de la casa del abogado, a cuyo despacho había sido citado, Parker dijo para sí: —Resulta inconcebible. No termino de creerlo… A la mente del joven acudió una vez más la idea de que el abogado podía haberle tendido una trampa. Benson reconocía en su carta que Elliot Parker era el único inventor de un mecanismo que mejoraba el rendimiento de los tractores a los cuales proporcionaba además una mayor seguridad. El invento tenía por otra parte, importancia bélica, puesto que se podía aplicar también a los tanques, a los que, aparte proporcionarles una mayor seguridad y reducir al mínimo el porcentaje de averías, les daba una mayor velocidad de desplazamiento.
El teniente Tom Halloran, de la Infantería de Marina estadounidense, cruzó la llamada Puerta de las Once Mil Lunas. A sus espaldas, en su ciudad nativa, bullía la China... Era la víspera de Año Nuevo y al día siguiente habría de comenzar el Año del Cerdo, Por eso la alegre y alocada confusión de las festividades había ya comenzado en Shanghái entre la enorme y maloliente población nativa y un ensordecedor estruendo llegaba desde esta al tranquilo barrio de las Legaciones.
El muy canalla tenía una pistola en la mano.
Y lo malo no es que tuviese la pistola, sino que llegase a usarla; y, bien mirado, tampoco era tan malo que la usase, sino el nuevo género de carga que el condenado bergante empleó contra Farley Chayn.
Pero no nos adelantemos y describamos las cosas tal como fueron, por orden; es decir, desde el principio… que empezó cuando Chayn la vio a ella por primera vez.