Al oír el timbre de la puerta de llamada, Malcolm Mac Bride levantó la vista del periódico que estaba leyendo y dijo: —No te molestes, querida; yo mismo iré a abrir. Parsimoniosamente, se quitó las gafas, que metió en el bolsillo superior del batín de lana que vestía, dobló el periódico y se puso en pie. La lluvia batía contra los cristales. La tarde era desapacible. En la chimenea, ardían alegremente unos cuantos troncos. El ambiente, en el interior de la estancia, resultaba así sumamente confortable.
Eran más de las dos de la madrugada cuando el dueño del bar decidid que ya me había aguantado bastante. —Voy a cerrar, amigo —gruñó—. Termine con ese whisky y lárguese. Yo era el único cliente que quedaba en todo el establecimiento. No encontré ánimo suficiente para discutir con el tipo, así que engullí lo que quedaba en el vaso y me deslicé fuera del taburete. Hubo cierta conmoción bajo mis pies, como si el suelo oscilara arriba y abajo. Necesité apoyarme en la barra para conservar el equilibrio. Eso hizo que el suelo dejara de moverse.
Alfie Dawn se arregló de un modo instintivo el nudo de su corbata al oír el zumbido del timbre de su despacho. La Agencia Dawn de Investigaciones Privadas tenía cierta fama en la ciudad de Reno y otras partes del estado de Nevada. Claro que era la suya una fama objeto de controversias. Buena, por parte de los clientes que habían solicitado alguna vez sus servicios. Y mala, rotundamente, según la opinión de la policía.
Los coches se acercaron con los faros apagados. Tenían que ir con mucha cautela, porque aparte de que no había luna, los árboles hacían más cerrada la oscuridad. Los caminos que conducían a la colina, donde se encontraba la casa, eran muy estrechos. El encontronazo de algún coche contra cualquier árbol o roca, se podía convertir en un tapón para los que iban detrás, cargados de agentes. La colina donde estaba la casa tenía una ladera sin caminos, porque había un lago bordeando la maleza.
Terminé de redactar el largo telegrama, esperé a que el empleado sacara sus cuentas y entretanto encendí un cigarrillo. Era agradable sentirse libre de toda obligación, sin nada determinado que hacer durante las próximas veinticuatro horas, solo deambular por Miañar antes de tomar el avión de regreso a Los Ángeles. El empleado de telégrafos me entregó el resguardo, pagué y salí al sol de Florida con la maravillosa sensación de un turista solitario con todo el tiempo del mundo para él solo. Bueno, mi tiempo eran solamente algo más de veinticuatro horas, pero podía prolongarlas cuanto se me antojase…
El edificio del Pennsylvania Insane Asylum, de enormes proporciones y severa arquitectura, parecía dormido. Sin embargo, en una celda, un enfermo hacía inauditos esfuerzos por librarse de la camisa de fuerza, mientras sus ojos, desorbitados, reflejaban un odio sin límites. En los dormitorios individuales cientos de seres olvidaban sus tragedias con el sueño. Algunos gemían sin despertarse. Tal vez el subconsciente les mostraba escenas de la vida pasada. El enfermo del guardia del Pabellón del Sur paseaba fumando un cigarrillo. Sus manos temblaban.
El fulano que se había sentado junto a Mark, y que había dejado de amenazarle con la pistola, le obligó a colocarse unas gafas negras, cubiertas por ambos lados, que le impedían en absoluto la visión. A pesar de ello, calculando el tiempo que tardaron en cruzar sobre un río, supuso que le llevaban a Bronx tras cruzar sobre el Harlem «river». El automóvil realizó algunas maniobras bruscas, evitando con ello que Mark pudiese tener idea de por dónde le llevaban.
Una compacta masa gris se agolpaba sobre la carretera como un manto que hubiera caído de repente. Era una niebla espesa y húmeda que se había levantado poco antes del quieto océano, y en pocos minutos había adquirido peligrosa consistencia. Di toda la potencia a las luces del coche, pero los haces brillantes de los faros rebotaron sobre aquella cortina impenetrable y casi lograron cegarme. En vista de eso aflojé la velocidad y el motor protestó con enojo por el súbito cambio. Acabé por detenerlo a un lado de la ruta, encendí un cigarrillo y pensé amargamente en las veinte millas que me faltaban para llegar a casa. Era como si faltaran un millar con aquel muro gris por delante.
Sonó un click, anunciador de que la conexión se había cortado. Ernie Smithers os reclinó en el asiento y encendió un cigarrillo, con aire complacido. Es verdad era que tenía motivos para sentirse satisfecho. A los treinta y tres años había logrado una clientela sólida y selecta, lo cual le auguraba un brillante porvenir en todos los sentidos.
Salí del regio despacho. La secretaria número uno levantó la cabeza un segundo para verme partir. Había otras, naturalmente, como corresponde a una organización peliculera que se respete, cada una de ellas con una categoría muy bien definida y distinta, pero todas con ciertos rasgos comunes; una carrocería de lujo, una mirada despectiva para todo aquel que no fuera de productor para arriba, y un desprecio casi olímpico por los detectives privados que tantos quebraderos de cabeza procuraban a su amo de vez en cuando.
Era un paraje que hubiera hecho las delicias de un director de cine alemán de la época de Nosferatu. Escarpados riscos se amontonaban unos sobre otros, con manchas verdes correspondientes a las arboledas en cuyo interior se hundían los senderos, apenas visibles, que llegaban de alguna parte remota. Una espesa niebla flotaba como un sudario húmedo y gris, impregnando las rocas de pequeñas gotas de agua que se deslizaban hacia el suelo lentamente. A intervalos, y procedentes del mar, jirones más espesos de niebla se desplazaban impulsados por el suave viento frío que venía del norte. Al otro lado de una pequeña planicie, y tras atravesar los riscos, un pronunciado declive permitía deslizarse hacia el mar a un estrecho sendero, que serpenteaba entre los roquedales buscando los lugares más accesibles para descender a las dunas que se extendían al final batidas por la marea.
El proceso había terminado. Un rumor sordo se extendió por la sala tan pronto el juez desapareció en su despacho. Cuando me levanté, pude ver todavía la espalda del condenado, custodiado por dos policías, al atravesar el umbral de la puerta que iba a conducirlo a cumplir su larga condena. Como un rebaño, el público se amontonó en la salida. Encendí un cigarrillo y esperó a que el taponamiento hubiera desaparecido antes de recorrer yo también el estrecho pasillo. Fuera, los más rezagados formaban pequeños grupos y se entretenían comentando las incidencias del juicio. Algunos de ellos volvieron la cabeza y me miraron con expresión de curiosidad.
Buck parpadeó. Aquel policía de pueblo estaba bromeando y así se lo dijo. Sus palabras provocaron la cólera de Timman quien, sin darle tiempo a nada, le golpeó con la culata del revólver en un lado de la cabeza. Buck se desplomó al suelo, fulminado. Timman levantó sus duros ojos hacia Mickey, el barman.
Puede decirse que todo empezó el día 3 de mayo, aunque ese día no pude prever las consecuencias de lo que, en verdad, fue el catalizador que desencadenó la reacción de un tenebroso poder; un poder dispuesto a arrasar todo obstáculo que se opusiera a sus ambiciones, sin detenerse ante ninguna barrera ética ni moral. Realmente, la mañana de ese 3 de mayo, cuando Seager me llamó a su despacho, no podíamos suponer ni él ni yo el alcance de lo que íbamos a comentar.
En el aeropuerto los aguardaba un amigo. Era un poco mayor que los recién llegados. —¡Darvi! —gritaron al que los esperaba. Lo abrazaron, palmeándole la espalda. Un mozo, mientras tanto, se hizo cargo del equipaje para llevar coche. El chófer cogió las maletas y fue situándolas en el vehículo. —¡Tú no puedes darte cuenta de nuestro asombro! —dijo Hoad—. Continuamente estás en Chicago y no puedes notar el cambio. Pero ¡nosotros! Yo, hace más de quince años que no he venido aquí. Y entonces apenas estuve unas horas…
El mozo acabó de sacar brillo a un vaso y dirigió una mirada de soslayo al hombre que se apoyaba en la barra, taciturno, mirando con una especie de religiosa concentración el ambarino licor que tenía ante sí. —¿No crees que ya tienes suficiente por hoy, Paul? —refunfuñó el barman. Paul levantó la cabeza. Tenía los ojos grises, turbios por el alcohol. Era alto y delgado, pero de complexión fuerte. Su voz resultó confusa al hablar. —Te has empeñado en fastidiarme, muchacho —replicó—. Puedo largarme a otro bar si sigues así. —También puedes reventar en éste —masculló el mozo—. Total, por lo que va a importarle a nadie…
Oprimí el timbre y esperé. Necesité repetir la operación para que la llamada surtiera efecto, pero al fin sonaron pasos y la puerta se abrió. Decididamente, aquél era mi día de suerte. Era pelirroja y su estatura pasaba de mediana, ya que mido uno ochenta y tres y ella me llegaba casi a la barbilla. Además, era necesario mirarla detenidamente para convencerse de que era real. Por lo visto, había llegado muy pronto a la hora del reparto y se había llevado doble ración de todo. Además, había sabido distribuirlo sabiamente sobre su cuerpo, de manera que se veía espléndida desde cualquier ángulo que se la mirase. Poseía sugestivas prominencias y curvas fascinantes que le mareaban a uno.
El día que Robert se decidió a revolver armarios privados en busca de «esqueletos», no tenía ni un centavo. Bueno, la licencia. Y un viejo despacho en el Brooklyn, con dos butacas de raído tapizado. ¡Ah!, y tres cuadros —impresionistas según el autor—, obtenidos de un bohemio a cambio de una botella empezada de «Spey Royal». Su clientela de entonces se reducía a un pequeño grupo de esposas desesperadas, cincuentonas la mayor parte, que habían adquirido un marido joven con la desinteresada intervención de un juez de paz. El problema que las hacía golpear la puerta, sin letrero, del detective, era común a todas ellas. Su joven marido, una rubia de cualquier espectáculo con muy poca ropa y menos prejuicios, la merma considerable de su cuenta bancaria.
Di vuelta a Addison St., camino de mi oficina. Otros la llamaban agujero infecto y asqueroso. Tenían razón y no me pesaba. Era un edificio viejo y deslucido ubicado en una callejuela angosta que pertenecía a un barrio sórdido. Todo un poema, pero la vaca no daba para más. Me detuve en la esquina, a la entrada de la callejuela. Tiré la colilla que sostenía entre los labios. Desde el lugar en que me encontraba podía ver con claridad las ventanas que correspondían a mi agujero. Y la del antedespacho derrochaba luz.
El parador era un edificio viejo situado junto a lo que en otro tiempo, fuera carretera general del Estado. En la actualidad, la carretera apenas si era una ruta secundaria. Rodeado por un paisaje encantador, no conservaba de su pasado esplendor más que el nombre: Imperial Motel. Los bosques se extendían detrás del edificio como una inmensa mancha verde. Era un lugar maravilloso y desierto. En todo lo que alcanzaba la vista no se distinguía una sola edificación, ni una casa, a excepción de una pequeña cabaña de madera cuyos colores parduscos resaltaban entre el verde luminoso del bosque, y que también era propiedad del parador...