La música sonaba de forma deliciosa y la sala estaba débilmente iluminada. Pat Merrill danzaba con los ojos semicerrados, gozando con tener entre los brazos a aquella subyugante rubia. Hacía escasamente media hora que la conocía, pero entre ambos habíase establecido una corriente de simpatía, existiendo la esperanza de pasar una noche inolvidable. Pat confiaba plenamente en ello; su vasta experiencia se lo indicaba. Para Pat Merrill sólo existían dos pasiones: el trabajo y el placer. Tan pronto terminaba el primero, se apresuraba a empezar el segundo. En modo alguno deseaba, otras preocupaciones. Debido a sus estudios e innatas condiciones, Pat se convirtió en el mejor especialista de San Francisco, quizá de California y, probablemente, de la nación. Pero él no era petulante, le gustaba su profesión, la ejercía concienzudamente y estaba bien pagado. El resto no le importaba.
Serie Los Justicieros Nº 1. Pequeñas causas, grandes efectos. No es que el naufragio de un buque de carga sea un suceso pequeño, incluso contando con que el buque sea de poco tonelaje. Pero sí lo es el hecho de que, entre los múltiples restos del naufragio, aparezca parte de una caja de madera. ¿Puede imaginarse una causa más pequeña para desalar un cataclismo a escala internacional? Unos trozos de madera.
Serie: Los Justicieros Nº 2. El peligroso grupo conocido por algunos como 'Los Justicieros', debe investigar en el más estricto de los secretos, una misión de capital importancia encargada por el mismísimo Secretario de Justicia de los Estados Unidos. El sabotaje sufrido por un proyecto denominado 'Operación Van Allen', un súper cohete gigantesco, preparado para llevar una carga atómica y un satélite simultáneamente. Infiltrándose como periodistas en la base experimental de lanzamientos, investigarán entre el numeroso personal de las instalaciones, científicos, militares y subalternos, a los posibles saboteadores. Sus instrucciones concretas son de actuar en el más absoluto secreto y sin dar publicidad descubrir a los culpables, con total libertad para actuar en consecuencia.
Edwin Frome se acercó lentamente, en la oscuridad de la noche, a la lujosa mansión de Wade Lheman, propietario del Grand Theatre, en Santa Cruz, California. Wade era oriundo de Big Spring, en Texas. Llevaba seis años en California, y en ese tiempo había creado aquel coliseo que era el Grand Theatre, orgullo de los habitantes de Santa Cruz. Ahí se ofrecían las mejores revistas de La Unión. También, cuando la oleada de turistas alcanzaba su máximo apogeo, Wade les deleitaba con alguna sesión de ópera para el público más selecto. Pero el teatro de Wade habíase consagrado por el género frívolo musical, y se le conocía en todo el Estado de California por el «palacio de la revista». Por él habían desfilado las mejores vedettes del género, y Wade Lheman había intentado desfilar por los aposentos de todas ellas. Sólo intentado, porque la mitad de las muchachas habíanle dado con la puerta en las narices, y algunas, además de la puerta, con la mano.
Palabra que yo no tenía lío alguno con Donna Kent pese a lo que la gente chismosa pudiese pensar. Una buena amistad, eso sí. La carrera de bailarina de Donna se había visto truncada años atrás por la bestialidad. La había alcanzado una ráfaga de ametralladora cuando ella se retiraba tranquilamente a casa una noche, al salir del teatro. Dos, pandas de indeseables se habían encontrado, se habían enfrentado… Y lo pagó la chica. Curó, aunque le había quedado una ligera cojera. Y no había podido volver a bailar. Estuvo magníficamente atendida en el hospital. No le faltó detalle; ni siquiera flores todos los días. Alguien la cuidó sin dejarse ver, desde la sombra. Se enteró de sus caprichos; y se cuidó de satisfacerlos.
Serie: Los Justicieros 3. Las calles estaban desiertas, silenciosas y frías. Una llovizna fina y espesa parecida a la bruma caía ininterrumpidamente desde hacía horas, convirtiendo el centro de Newark en un desolado páramo. No obstante, alguien parecía estar dispuesto a desafiar la lluvia y el frío. Johnny Rugolo abandonó el taxi ante la estación, subióse el cuello del abrigo y se caló un poco el sombrero. Inmediatamente, el agua comenzó a deslizarse por el ala hasta caer en brillantes gotas ante sus ojos. Johnny miró arriba y abajo de la calle. No había nadie. Era toda suya, con su soledad, el chapoteo del agua y el frío creciente a medida que avanzaba la noche. Rugolo soltó un gruñido y subió los peldaños de la estación a saltos, huyendo de la lluvia. La iluminada sala de espera, tan desierta cómo la calle, se le antojó todavía más fría e inhóspita. La atravesó, acercóse a la taquilla y adquirió un billete para Nueva York.
—La Mafia… ¿todavía? —Sí. Nunca se la extermina por completo. Es como un inmenso volcán, apagado en apariencia, que cuando entra en erupción, en lugar de materias incandescentes, arroja sangre y cadáveres. El que había preguntado se llamaba Richard Maine. Agente especial del Federal Bureau of Investigation, que llevaba dos semanas escasas fuera de la Academia de Quántico. Muchacho de elevada estatura, fornido, de pelirrojos cabellos, aspecto jovial y mirada inteligente. La respuesta había nacido en labios de Charlie Adams, hombre de sienes plateadas, reposados ademanes, ojos de expresión serena, y segundo de a bordo en la nave de Edgar Hoower.
Serie Los Justicieros Nº 4. De repente abrió los ojos. El sol ya no entraba por la ventana. Miró las paredes blancas, la limpia mesa con los rombos de colores. Se encontraba bien allí, tendido cara el techo, sin sufrir ningún dolor, sin pensar en nada. Sonrió bobaliconamente. Pronto le traerían la cena. ¿Qué más podía desear? De nuevo había recorrido una distancia de más de veinte años en un segundo. ¿No era maravilloso? Siguió sonriendo…
Número 5 de la serie Los Justicieros. Era un hombre que había dejado atrás los sesenta años y no se preocupaba en absoluto de ello. Su rostro surcado de arrugas tenía una expresión implacable, y unos ojos ardientes acostumbrados a enfrentarse con toda clase de problemas y dificultades, venciéndolos y superándolos sin titubeos ni piedad para el vencido. Con aquellos ojos helados miró al hombre alto que se erguía ante su escritorio y parpadeó. Tuvo la sensación de que esta vez su poder, caso de ser puesto a prueba, se estrellaría contra una voluntad mucho más recia que la suya propia. —¿Su nombre? —preguntó con sequedad. —Frank Carella. Me han dicho que el suyo es Brian Lemming. —En efecto. ¿No quiere sentarse?
Frank Carella abandonó el bar y anduvo bajo la fina llovizna sin saber a ciencia cierta a dónde dirigirse. Se caló un poco más el sombrero, subióse las solapas del impermeable y contempló los brillantes reflejos de las luces en el asfalto cubierto de agua. Se preguntó una vez más qué demonios le sucedía aquella noche. Sólo era una noche de invierno como otras muchas. Había habido otros inviernos en su vida, y con un poco de suerte habría más todavía, si las balas le respetaban, no obstante, un continuo escalofrío parecía deslizarse por su espalda, inquietándole, devolviéndole al pasado. Eso era, aunque no se atreviese a confesárselo a sí mismo: el pasado.
Como la mayoría de casos que recaían en el grupo conocido en ciertos círculos por «Los Justicieros», aquel que quedó archivado bajo el epígrafe de: «Operación Dólar» empezó del modo más anodino, sin que nada de lo que sucedió al principio hiciera pensar a Frank Carella y sus muchachos que, al final, el impecable Secretario de Justicia les obsequiaría con el encargo de resolverlo, cargando así sobre sus espaldas una responsabilidad terrible, amén de unos riesgos que habrían estremecido de espanto a cualquier mortal menos acostumbrado a afrontar la muerte sin pestañear.
A la declinante luz del atardecer, que ponía cálidos tonos dorados en el ambiente, Delius Corween contempló, desde lo alto de una loma, el lugar que era el fin de su viaje desde Londres. A la espalda llevaba una pesada mochila con todo lo necesario para acampar al aire libre. Un sombrero ligero, verde oscuro, con plumita blanca y roja, ocultaba sus cabellos castaños. Bajo el ala del sombrero se divisaban dos ojos de color café, de mirada sagaz y observadora.
Serie Los Justicieros Nº 7. Los periódicos de Nueva York fueron los que más énfasis dieron a la muerte de Conrad Farrell, no en vano la ciudad había sido su feudo hasta que “Los Justicieros” dieron al traste con su imperio criminal, persiguiéndolo implacablemente a lo largo de todo el país. No obstante, también esos grandes rotativos se cansaron de explotar la noticia y poco a poco dejaron de hablar de Farrell, para ocuparse de otros temas de más actualidad.
Sólo un segundo había separado al día de la noche. Una de esas noches que llegan de improviso, que nacen de forma inesperada, que lo envuelven todo en una oscuridad agobiante. Esa noche en la que hasta la luna parece negarse a salir por el firmamento a efectuar su cotidiano paseo. Esa noche de espesas tinieblas.
Serie los Justicieros Nº 8. El hombre tenía una cara pálida y cetrina. Profundas ojeras rodeaban sus párpados y en su mirada parecía arder una alta fiebre. Estaba sentado muy erguido en el asiento trasero de un sedán que se deslizaba como una flecha sobre el mojado asfalto de la carretera. El chófer del coche miraba ante sí, rígido y atento a la peligrosa lluvia sobre la cual los neumáticos chirriaban siniestramente. En el asiento de atrás, al lado del hombre silencioso y cetrino, se sentaba otro de rostro duro e impasible. La muñeca izquierda de éste estaba unida a la del primero por unas recias esposas de reglamento. Tampoco ellos hablaban. Repentinamente él de la mirada enfebrecida gruñó: —¿Puedo fumar un cigarrillo? No creo que eso esté prohibido por los malditos reglamentos. El que estaba unido a él le miró de reojo, despreciativamente.
El sheriff Austin Gravey ordenó a su ayudante reducir la marcha del patrullero y rodar detrás de los dos camiones cargados de obreros que se dirigían al trabajo. Los vehículos de carga se detuvieron finalmente y los hombres saltaron afuera de una manera desordenada desde todos los ángulos de las cajas. Luego se encandilaron a buen paso a sus puestos respectivos de trabajo. El desierto de Nuevo México había sido reivindicado por el turismo y varios hombres de empresa habíanse propuesto hacer otro tanto en el semidesierto texano. Como primera parte del plan estaban edificándose los grandes complejos hoteleros. Después seguirían una larga serie de moteles de precios más económicos, desuñados a llamar la atención de las clases menos acomodadas hacia aquellos lugares.
Afortunadamente, la agotadora jornada de trabajo tocaba a su fin. Media hora más tarde, y podría marcharse a su casa. Media hora tan solo, pero esa última media hora… ¡qué larga se le hacía!
Levantó el cansado pie derecho y apoyó todo el peso de su cuerpo sobre el izquierdo. Dos minutos después volvería a hacer lo contrario, pero ni aun así lograba encontrar un poco de descanso.
En fin…
Y esa noche, ni siquiera las propinas habían valido la pena. Seguramente no llegarían a los diez dólares. Se preguntaba qué les habría ocurrido a los clientes ricos. ¿Se habrían marchado de Las Vegas?
Ha nacido un mundo misterioso. Espirales retorcidas de tinieblas densas cuya oscuridad impenetrable arrulla el infinito silencio. Un mundo en el que se está ciego y en el que nada se oye. Rueda por él una mente dormida y un subconsciente despierto. La tensión es dolorosa, lacerante. Se sufre porque se espera. De un instante a otro va a surgir la vida en ese mundo misterioso. Una mano.
Serie Los Justicieros 9. Había unas veinte personas alineadas ante el puesto de control. Algunas mujeres, dos niños agarrados a su madre, y el resto hombres de mirar aburrido. La mayoría sostenían ya en la mano sus correspondientes documentos. Los encargados de examinarlos lo hacían lenta y minuciosamente. Dos jóvenes vopos se mantenían rígidos al lado de los funcionarios, y un oficial y otros guardias permanecían sentados junto a la casamata de madera, a un lado de la barrera. Una mujer miró su reloj de pulsera. Comentó: —¡Qué calma! Nunca tienen prisa…
Pigdeon, uno de los guardas nocturnos de la «Maison Co» de productos químicos, fue el primero en ver el resplandor de las llamas y el humo que escapaba a través de la ventana del pabellón. Pigdeon sufrió un sobresalto. Era precisamente en aquel pabellón donde se almacenaba petróleo, alcohol y otras materias inflamables.