El inspector se quedó mirando la casa más vieja. Era la fachada posterior. Por orden de la policía habían ido apagando las luces en los compartimentos inmediatos a la habitación cerrada de la que salían alarmantes tufaradas de gas.
Dan Burns, sentado en su pequeño «Ford», consultó su reloj de pulsera. Eran las nueve menos diez minutos de la mañana. A esa hora, Richard Carpen debía estar ya esperándolo en su moderno chalet, en la carretera de la costa de California que une Monterrey con Santa Cruz.
El teniente Dugan abandonó su minúsculo despacho, entró en la sala de detectives y, acercándose al refrigerador, sirvióse un vaso de agua. Cuando hubo bebido, estrujó el vaso de papel y lo arrojó a la papelera con tanta fuerza que el joven Shikoski levantó la cabeza y le miró con el ceño fruncido.
En el preciso instante de poner la mano sobre el interruptor un sexto sentido avisó a Godard de la presencia de un peligro tan inminente como invisible. Retiró los dedos del conmutador con lentitud y sigilo para hundir la mano en el bolsillo de su «saco» en busca de la linterna. Con la derecha extrajo el revólver. Pulsó el encendido de la lámpara barriendo las tinieblas en zig-zag para apagar enseguida. Vio brillar el fogonazo.
Grandes copos de nieve, tan espesos que parecían una blanca sábana que se desplomara sobre Nueva York, velaban las luces y ponían brillos extraños a los pocos anuncios luminosos que resistían la helada invasión. Era una condenada noche para pasarla fuera de casa. Solo echar una ojeada por la ventana me produjo escalofríos. Luego pensé en la voz angustiada de Shelly y, enfundándome en el gabán, tomé el sombrero y me lancé a la escalera.
Un gran gentío se agolpa en el muelle, mientras el gigantesco buque se acerca poco a poco para amarrar. Los potentes focos convierten en día la oscura y templada noche de junio.
Las negras aguas del Hudson se agitan violentamente cuando el casco casi roza la pared del muelle de la calle 14 Oeste, mientras los que esperan tratan inútilmente de descubrir a sus familiares o amigos, que también se agolpan en las cubiertas con la misma intención.
Se elevan las voces. Minutos después, las pasarelas son fijadas a las compuertas. Hay un remolino junto a ellas y los viajeros llegados de Europa inician el descenso cargados con ligeros equipajes.
Mónica Halsey alargó su brazo derecho y aplastó el cigarrillo contra el pequeño cenicero que tenía en la mesilla. Se volvió de medio lado en la cama y cogió, del suelo, su bolso. Lo abrió, buscando en su interior un nuevo paquete de tabaco. Sacó un cigarrillo y se lo puso en los labios. Estaba nerviosa. Sentía todo su cuerpo en tensión y aquella espera prolongada empezaba a resultarle angustiosa.
Han transcurrido ya veintisiete años desde los inicios de la Segunda Guerra Mundial. Pese al tiempo y aun considerando los factores negativos y positivos que dimanan de cualquier gran contienda, entiéndase abandono y decadencia de cierto sector humano, evolución y progreso en los campos de la ciencia y el saber, el desarrollo de la vida política, social y económica, nos recuerda una y otra vez que nuestra época actual está entrañablemente unida a las resoluciones trascendentales de aquel período de seis años, 1939 − 1945. La solución de lo que fue un conflicto universal ha dejado una huella impresa, indeleble, imperecedera, en el rostro sonriente de nuestra época actual. Todos los estudios y análisis efectuados al reanudarse esa normalidad que permite a los hombres preguntarse el cómo y el porqué de las cosas, no arrojaron los frutos objetivos que trataron de encontrarse apenas terminado el conflicto. Hoy, actualmente, es posible establecer un juicio terminante, casi certero, de hechos y problemas que entonces pasaron poco más que inadvertidos.
Michael Glenarvon. —Mickey, para los amigos—, era un hombre razonablemente feliz. Su último libro había tenido un buen éxito de público y, por lo tanto, económicamente, y ahora se había retirado a su rancho de Taos para escribir otro. Ésa era una de las causas de su felicidad. La otra era que regresaba de una fiesta, durante la cual, una adorable criatura, mezcla a partes iguales de pétalos de rosa y un bikini de reducidísimas proporciones, le había alentado con bastantes esperanzas. Muy prometedoramente, en realidad. Por tanto, y mientras conducía su coche a setenta millas por hora por la carretera 64, de Santa Fe a Taos, cantaba a todo pulmón «O my darling Clementine», con algunas variaciones impuestas por los sucesivos whiskys y por sus apreciaciones personales sobre las canciones del antiguo Oeste.
Samuel Tanner era uno de los profesores de Hendon. Inglés nato. Ya no por su flema y ponderación, por su meticulosidad y paciencia, sino por el prisma frío y real conque enfocaba la vida. Tanner les decía a sus alumnos que un policía no se limitaba a ser un individuo con olfato, de eso también tenían los perros y no llevaban uniforme ni pistola. Insistía además en que un policía no debía ser nunca la imagen novelesca del detective arriesgado, audaz, violento y espectacular que sembrando el terror con puñetazos y llaves de judo descubría al autor del más enrevesado crimen con pasmosa facilidad.
—F.B.I., al habla, ¿quién llama? El muchacho que sostenía el auricular pegado a la oreja, apoyándolo contra el hombro derecho, dejaba libres sus manos para anotar en el cuaderno que había en la mesa frente a sus ojos. Ante el silencio del comunicante, insistió: —F.B.I., al habla, ¿quién llama? Silencio. Y por fin, una voz queda, tenue, temblorosa: —¿Es… la Oficina Federal? —Le he dicho eso, dos veces consecutivas. ¿Quién es usted? —Mi nombre no importa. Tengo algo importante que comunicarle. —Adelante, tomo nota.
El agente principal Collins fue quien recibió la llamada telefónica.
—¿Quién pregunta por mí? —interrogó.
—Ha dicho que sólo quiere hablar con usted, sin dar su nombre, señor —dijo la telefonista—. Con usted, personalmente.
—Está bien, póngale.
Cogió una clavija adaptada a su teléfono y la conectó con el aparato grabador. Éste se puso en marcha.
—El agente principal Collins al habla.
—Míster Collins. Mi nombre es Smith y soy abogado. Quisiera hablar con usted.
Eva Dubois reencarnaba a entera satisfacción, con toda brillantez, muchos siglos después, a su homónima del Paraíso. Ella, hoy, era mujer y serpiente. Como hembra, extraordinaria. Verdaderamente excepcional. Insuperablemente hermosa. La belleza exuberante de su ser arrancaba desde la raíz de sus áureos cabellos para terminar en la punta de los dedos de unos pies diminutos, bien formados, broncíneos. Aquella cascada de oro compuesta por finísimas hebras resbalaba por encima de sus hombros, por la espalda, cual indómita catarata de chorro voluptuoso, de caudal inagotable. Ella, las recogía ahora en cautivador moño sobre la nuca, dejando al descubierto el grácil cuello de cisne. Sonreía a través de la pulida luna del tocador.
Era un lunes por la mañana y todo el personal daba la impresión de haber dormido mal, como si sufrieran resaca después de una noche de juerga. Estaban de mal humor la mayoría. Quizás a causa de la perspectiva de una semana de rutina y encierro en las enormes oficinas de la Cooperativa Frutera. El cajero jefe abandonó el ascensor a las nueve menos tres minutos y se dirigió con pasos mesurados a su despacho privado. Para ello tenía que atravesar buena parte del departamento de contabilidad, donde ya estaban instalándose los cincuenta y pico de empleados. Algunos le saludaron, otros ni siquiera levantaron la cabeza a su paso. El cajero apenas si lo advirtió, estaba acostumbrado a ello después de casi toda su vida pasada entre aquellas paredes. Se detuvo ante la puerta de su despacho. Cambió de mano la cartera que empuñaba y extrajo la llave del bolsillo, que insertó en la cerradura. No obstante, no pudo darle vuelta, porque la puerta cedió a la primera presión. No estaba cerrada con llave.
Apaciblemente sentado sobre un taburete de lona, a la sombra de unos árboles, Myron Sprague trataba de llevar al lienzo el panorama que se divisaba desde el lugar donde se hallaba. Frente a él, separadas por una distancia de unos setecientos metros, había una larga hilera de colinas casi peladas, en las cuales apenas si crecían algunas plantas abrasadas por el sol. Más a lo lejos y a un nivel inferior, se divisaba una vasta llanura.
Estaban acurrucados en la oscuridad, igual que sombras adheridas a las rocas, con el agua chapoteando violentamente a sus pies, salpicándoles. Un viento huracanado inclinaba los troncos de las palmeras y levantaba surtidores de espuma sobre las crestas de las olas. Eran cinco hombres. Enfundados en impermeables, las cabezas cubiertas por sombreros chorreantes. Ninguno hablaba. El más cercano al embarcadero de madera que se extendía a sus pies sostenía una gruesa linterna en las manos. Forzando la mirada, podía ver cómo se estremecían los soportes del embarcadero. Los crujidos de las maderas se unían al silbido del viento y al rugir del mar.
El puerto era pequeño y, aunque su principal actividad era la pesca, también se expedían y recibían mercaderías en un par de muelles destinados al efecto. Una ligera neblina llegaba del mar y ponía un color amarillo en las luces que iluminaban los tinglados, a la vez que abrillantaba el asfalto del suelo. Los pasos de un guardián sonaron pesadamente. Blake Dunn dio un salto y se situó detrás de una pila de cajones. El guardián se alejó sin prisas. Dunn levantó la vista. Uno de los cajones tenía una etiqueta: «EXPORTADORA HYSLIP, San Simón». Era un cajón enorme, de casi tres metros de lado y unos laterales de tablas de excepcional robustez. Dunn se preguntó por el contenido del cajón. Parecía maquinaria, y, en apariencia, estaba destinada a un país centroamericano. El cajón, por el momento, no le importaba demasiado, aunque sí la empresa a la cual pertenecía.
—¿El nombre de ese agente?
—Kermadec, señor. John Kermadec.
El hombre que había hecho la pregunta tabaleó con los dedos sobre el cristal de la mesa. En su frente, amplia y despejada, libre de arrugas nadie podría siquiera intentar leer sus pensamientos.
Pasaron casi tres minutos. De pie, ante la mesa, el otro hombre aguardaba, sin dar muestras de impaciencia.
—John Kermadec —dijo por fin—. En mil novecientos sesenta descubrió al agente soviético que durante el viaje de Nikita Kruschev a las Naciones Unidas tomó contacto con dos científicos americanos, arrancándoles información.
No nos veíamos.
Pero nos estábamos mirando por el magnífico espejo que Elmer Hopkins había colocado tras de él, al otro lado del mostrador, en lo que decía ser mejor snack de todo Oakland.
Él, bebía.
Yo, tres cuartos de lo mismo.
—¿Sabes lo que pienso de ti, Bryan? —le pregunté.
Arqueó las cejas, dejó su vaso encima del mostrador, ladeó la cabeza ligeramente para escrutarme, inquirió a su vez:
—¿Qué piensas?
Colgué. El estómago era mío, y quién sufría los sordos retortijones era yo, no él. Recordaba todavía la cara que puso Larry cuando me examinó, pareció muy preocupado, indeciso. Eso indicaba que la cosa no se presentaba bien. Y el examen subsiguiente, con aquellos malditos aparatos, y aquella especie de gas dorado que cambiaba de color… Al demonio; si tenía que ser no era necesario darle más vueltas. Recordé cuando, años atrás, yo me vi obligado a abandonar los estudios. En aquella ocasión, Larry había comentado, riendo, que yo acabaría muy mal… Bueno, terminaría en sus manos si no andaba con tiento. Traté de concentrarme en el problema que Henderson había echado sobre mis hombros. ¿Por qué el supuesto amante había atentado contra su vida? No había sido descubierto, nada le amenazaba… ¿Por qué arriesgarse hasta el punto de intentar un asesinato?