—Mire, nena —dijo el teniente Riley—, vamos a ver si no nos amontonamos. Dice usted que ese hombre le ha dicho que o le entrega usted mil dólares o se va a ver en dificultades, ¿no es así? —Creí que estaban ustedes tomando nota de lo que yo decía —respondió la muchacha. Tenía el gesto adusto, y apenas se había pintado, pero ello no bastaba para ocultar la perfección de las líneas de su rostro y de su cuerpo. El teniente Riley, que tenía cierta fama, en el cuerpo de policía, de conocedor de mujeres, lo había observado ya: —Bueno, es lo que le digo, nena, ¿no? Que no nos amontonemos. —Sólo uno de los dos se amontona. Usted. —Bueno, bueno, vamos a ver si aclaramos un poco el asunto. ¿Cuáles son las dificultades en que se puede usted ver metida, si no le da a ese tipo los mil dólares?
Los tres hombres se apearon del coche y contemplaron con cierta aprensión la casa que se destacaba casi en negro, contra el fondo enrojecido del crepúsculo. Era un edificio abandonado, construido en el último cuarto del siglo anterior, de acuerdo con los cánones de la época: techo muy inclinado, de pizarra, altas chimeneas, planta y piso, con una pequeña pero historiada marquesina que protegía la entrada principal, situada a cuatro peldaños sobre el suelo.
Decir que Wernon Priest era un viejo marrano, asqueroso y repulsivo, es decir una verdad como un templo. Afirmar que Wernon Priest era un «judío» avaro que estaba forrado de dólares, es decir una verdad como un castillo. Asegurar que Wernon Priest no se había casado porque había pensado que a las mujeres las mantuviera su padre, también es cierto.
Pero un día le ocurrió algo extraño, algo raro. Podía tomarse como una «chochería» de viejo… pero se trataba de una cosa más seria que todo esto.
Suspendido por los pulgares, de una cuerda colgante del techo, Boris Martel se encontraba incómodo, pero no malhumorado. Las situaciones desagradables eran siempre provisionales. Tenían un final: si era definitivo y sin solución, de nada servía preocuparse. Y si había solución, ¿para qué preocuparse? Lo único de lamentar era que pesase cerca de los noventa, aunque no hubiese un gramo de grasa. Pero los dedos eran algo muy sensible, muy delicado. Los dedos humanos. Porque los otros dedos, los anónimos que movían los hilos de las marionetas, de los peleles, de todos los guerrilleros de la lucha secreta e implacable, aquellos dedos eran insensibles. Trató de no pensar en el triángulo que unía su pulgar con el resto de la mano. Aquel ejercicio involuntario de suspensión era un poco más doloroso que los practicados con un profesor cosaco, en su adolescencia.
La muerte. Uno de los Cuatro Jinetes... De esos Cuatro Jinetes espectrales, nocturnos, ásperos, esqueléticos, que convierten a todo el mundo en un sendero de catástrofes. Pero la muerte es mucho más perseverante que sus tres fantasmales compañeros. Y ahora sus cascos baten más fuerte... los cascos del caballo sobre el que galopa un jinete llamado terror. El terror que tú has sentido al pensar que alguien te seguía.
Cuando la secretaria del prominente hombre de negocios de Richdale, Glenn B. Beand, abrió la carta y la leyó, sufrió un fuerte sobresalto.
—¡Oh! —dijo.
—¿Qué le sucede, señorita? —preguntó Beand, enfrascado en la lectura de otra carta.
La secretaria tragó saliva.
—Mi… mire, señor…
Ken Malloy tomó la curva a setenta. Las ruedas chillaron una protesta inútil. El «Mercury» dio un bandazo y luego se enderezó. Ken vio una larga recta en pronunciada pendiente que se extendía ante él en medio de un paisaje seco y desolado. Miró el reloj. Estaba bien para llegar a la hora propicia.
Entonces ocurrió algo con lo que ni él ni nadie había podido contar. Un hecho fortuito capaz de dar al traste con los planes mejor trazados, y sin embargo debió haber sido previsto desde el momento que compró el auto de segunda mano.
El volante giró entre sus manos completamente loco La dirección acababa de romperse y el coche llevaba una velocidad de casi ochenta millas por hora, en una pendiente endiablada.
Cuando detuvo el automóvil, se sintió envuelto en una húmeda y sofocante oleada de vapor. Allen P. Frederick había estado en muchos sitios cálidos y húmedos, pero no creía que ninguno pudiera superar a Washakee. Era un pueblo pequeño. La influencia de los pantanos cercanos era fácilmente identificable. Por encima de las casas, bajas, chatas, casi todas de un solo piso, se veían las copas de los árboles, principalmente cipreses de la Florida y sauces. Frederick había parado frente a una casa de pintura desconchada por muchos sitios, sobre el dintel de cuya puerta se veía un pomposo rótulo en el que se anunciaban bebidas y refrescos. Frederick quería, además, saber algunas otras cosas. La taberna estaba separada del suelo por una veranda, a la que se accedía por una escalera de tres peldaños. Sintiéndole el sudor correr en gruesas gotas por cara y cuello, Frederick subió la escalera y entró en la taberna.
El dueño de la tienda estaba atendiendo amablemente a dos damas: entró una pareja de individuos de aspecto corriente, que se situaron junto al mostrador, a un paso de la caja registradora. Ambos personajes sonreían y charlaban entre sí con moderada animación. Jerry Butler, dueño del establecimiento, envolvió un frasco de perfume y se lo entregó a una de las clientes. Ésta le entregó un billete y Butler se acercó a la caja registradora. Marcó el importe, presionó el botón, sonaron los engranajes y la caja se abrió automáticamente. Butler sacó algunas monedas y se las entregó a la compradora. —Su cambio. Mil gracias, señora. Butler era un hombre considerado y acompañó a las dos mujeres hasta la puerta, despidiéndolas con una gran reverencia. Luego cerró y se volvió, dispuesto a atender a los presuntos clientes.
El hombre estaba sentado en una butaca de la habitación fumando un largo cigarrillo emboquillado.
Preguntó:
—¿Sabes por qué se te ordenó que cultivaras su amistad, Gina?
Gina Costello estaba de pie, ante el espejo del tocador, terminando de dar unos toques graciosos a su peinado alto, moderno.
Era una mujer de factura exquisita. Bien proporcionada, de líneas perfectas, esbelta, grácil y estilizada. Una belleza mediterránea; morena, de ojos negros, nariz breve y respingona, barbilla dividida por un gracioso hoyuelo, que se acentuaba al reír.
El teléfono sonó, insistente. Arrojé el periódico a un lado y descolgué el auricular. Una voz de mujer que yo conocía bien inquirió: —¿Steve, eres tú? —Seguro, nena. —¡Acabo de leer los periódicos de esta mañana! —Yo también. —¡Has vuelto a hacerlo! Su tono era acusador, frío como el hielo. Enarqué las cejas, porque aquélla era la mujer con la que iba a casarme muy pronto. —¿He vuelto a hacer qué? —¿Es posible que lo preguntes? ¡Otro hombre muerto!… —¡Oh, eso! Si has leído el periódico, ya sabrás que se trataba de Pietro Carmino. —¡Era un ser humano!
Lamont Slade se sentía satisfecho. La casa era tal como se la había descrito su amigo. Le había hablado de ella tantas veces, tiempo atrás, que Slade hubiera sabido reconocerla entre mil sin haberla visto jamás. A Slade le convenía por una temporada un lugar semejante, tranquilo y alejado del bullicio de las grandes poblaciones. El paisaje no podía ser más ameno y hallándose la casa en pleno campo, el ambiente tenía la salubridad garantizada.
La mujer era joven, bien parecida, muy esbelta, de pelo negro y tez canela. Estaba nerviosa. Encendió un cigarrillo y lo aplastó casi en el acto en un cenicero próximo. Luego se paseó arriba y abajo por el salón de su departamento. Apagó las luces. La estancia quedó a oscuras. Los chispazos rojos de un rótulo luminoso que se encendía y apagaba rítmicamente, entraron como chorros alternativos de sangre. La cara de la mujer se encendía y apagaba con los fogonazos del rótulo luminoso. Durante unos momentos estuvo mirando hacia la calle. De un bar subían las notas estrepitosas emitidas por una gramola automática. Un coche policial pasó lentamente, haciendo su ronda nocturna. Una pareja salió del bar de enfrente. Ella sostenía al hombre, borracho como una cuba. La mujer morena pudo ver cómo la mujerzuela metía la mano en la chaqueta del beodo y le quitaba la cartera. El borracho fue lanzado segundos más tarde a un callejón sin salida, lleno de bidones vacíos, cubos de basura y cajas vacías.
Les miré y ambos me sonrieron. La tensión de los primeros momentos se había esfumado, y de nuevo estábamos juntos; tres amigos que se encuentran, después de algunos años. Sólo que nuestro encuentro tenía algo muy especial: uno de los amigos acababa de salir de la cárcel.
La chica corría desesperadamente. Era de mediana estatura. Con tacones bajos, incluso parecía pequeña. De cuando en cuando, al pasar por una zona iluminada, su pelo rubio despedía un relámpago de luz dorada. Era la única nota de color en el conjunto de su figura.
Sybil ocultó una sonrisa mientras se ponía en pie y caminaba hacia uno de los ventanales del gran salón, en donde estaba haciendo la entrevista al dueño de la mansión. Se decía que lord Cullmond era inmensamente rico, pero quienes tenían tratos económicos con él, lo dudaban a causa de su tacañería. Jenkins apareció en el patio y entregó el recibo a un sujeto vestido con mono azul claro y gorra de visera a cuadros. Desde la ventana, Sybil pudo apreciar que el mandadero tenía una nariz ridículamente pequeña.
El tiempo era frío y desapacible. Soplaba un viento más que fresco y, de cuando en cuando, las nubes soltaban algunas rachas de lluvia fina y casi helada.
Envuelto en un raído impermeable, el cuello subido y las manos en los bolsillos de la prenda, Jim Banner caminaba por la acera brillante de humedad, con la mente llena de lúgubres pensamientos.
Steyner no hizo el menor caso de aquel mensaje. Era joven, rico y no era el primer anónimo que recibía. Siempre se trataba de personas desequilibradas que buscaban un desahogo de sus manías divirtiéndose con el miedo que sus amenazas inspiraban a la gente. Por tanto, Steyner hizo una pelota con el papel, lo arrojó a la papelera más próxima y se desentendió por completo del asunto.
Era agradable volver a sentir un coche bajo mis manos. Durante años había saltado en el asiento de jeeps y coches oruga por terrenos infames hasta el agotamiento. Pero al fin las cosas volvían a ser como debían y el poderoso «Plymout» se deslizaba sobre la autopista como si volara encima de una nube. Los haces brillantes de los faros barrían la noche y revelaban la espesa vegetación de los costados de la carretera, y las masas sólidas de los árboles que había más allá. Hundí el acelerador hasta que el cuentamillas señaló noventa y osciló en busca de las cien. La sensación de poder que se desprendía del coche parecía contagiarse en mí, cuando de pronto ella salió al centro de la carretera procedente del muro de matorrales. Fue como una visión fugaz. Un chispazo de vida en mitad de las luces, que me revelaron en fracciones de segundo que era una mujer y que agitaba los brazos como aspas de molino.
Aquel pescador no se diferenciaba en nada de los demás pescadores deportivos del lago. Podía tener cualquier edad alrededor de los cuarenta años, manteníase físicamente en forma, sus cabellos habían comenzado a agrisarse y clarear, vestía ropas bastante usadas y se tocaba con un viejo sombrero de fieltro. Al igual que otros días, había llegado en su pequeño automóvil hasta cerca de la orilla, lo metió en el prado y debajo de un castaño frondoso, sacó del vehículo sus trebejos de pesca y caminó el escaso centenar de metros hasta el borde del agua sin ninguna prisa. Una vez allí, buscó su puesto favorito, una roca negruzca semejante al lomo de un hipopótamo que se adentraba en el agua tranquila, alistó la caña, sentóse en el pequeño taburete de lona y se dedicó a su afición pacífica y sedentaria tras encender su pipa y acomodársela entre los dientes.