Slattery dejó el telegrama sobre la mesa y cerró los ojos. Un accidente… Eso podía querer decir cualquier otra cosa. Incluso que… ya estaba muerto. Como independiente de su voluntad, su mano fue hasta el teléfono y lo descolgó. —Póngame con Prescott, en Arizona —dijo. —Número, ¿por favor? Sí, ¿qué número? En este momento no lo recordaba. Sujetando el teléfono con el hombro, buscó en su agenda. Sí, ése era. 3420. —Treinta y cuatro veinte, señorita. Por favor, es urgente.
Un rótulo gigantesco sobre la fachada del edificio rezaba: «Terence y Colman». Nada más. Se suponía que Terence y Colman eran lo suficientemente importantes y famosos para que todo el mundo supiera a qué se dedicaban. Johnny Slater se apeó del taxi frente a la marquesina que atravesaba la acera, dio un vistazo a las alturas, al letrero de acero y tubos luminosos que reverberaban al sol, y luego pagó la carrera. El coche se alejó y Johnny cruzó la acera por debajo de la marquesina de toldo multicolor. Había un portero uniformado que le dirigió un vistazo valorativo. No debió juzgar que el recién llegado fuera nadie importante porque desvió la mirada y ni siquiera le saludó.
Martin Graham bebió un trago. Se me quedó mirando, de hito en hito. Tenía los ojos enrojecidos, la mirada brillante pero torpe, y el rostro completamente abotargado. Al hablar, su lengua se movía dificultosamente. Y las palabras salían borrosas, llenas de torpeza:
El hombre salió de la casa de la colina, en cuya puerta se agitó una mano femenina en señal de despedida. La puerta se cerró y el individuo caminó hacia su automóvil, estacionado un centenar de metros más abajo, en un lugar discreto.
Al fondo, se veían las brumas del puerto. Una sirena emitió un lamento melancólico. En la bocana, los chispazos del faro lucían intermitentemente.
El hombre abrió la portezuela de su coche y se sentó tras el volante. Bajó el cristal de la ventanilla, sacó un cigarrillo y se dispuso a encenderlo.
De pronto, notó junto a sí una presencia extraña. Levantó la cabeza.
James Merrit estaba agarrado al teléfono y maldecía en voz baja a cada timbrazo que oía sonar al otro extremo de la línea. Al fin, convencido de que nadie iba a responder a la llamada, colgó violentamente el auricular y se levantó. Ocupó los siguientes minutos en prepararse y beber una buena dosis de whisky, aderezado con dados de hielo que tomó de un recipiente de plata que descansaba sobre la mesita baja colocada junto al sofá. Encendió un cigarrillo y dejó pasar el tiempo. Las cortinas de la ventana estaban echadas y los rayos del violento sol apenas lograban filtrar una parte de su brillante luminosidad, de modo que la habitación quedase sumida en una fresca penumbra.
Está lloviendo mucho esta tarde. No me gusta la lluvia. Me irrita. Me produce dolor de cabeza. Un intenso dolor de cabeza. Y me deprime. Me entristece. Todo lo entristece. La lluvia es melancólica. Da un tinte pesimista a las cosas. Oscurece la ciudad, moja el asfalto hasta ennegrecerlo. Cae tras los cristales de la ventana, sin cesar. Como si el cielo estuviera triste y llorase por algo. Un cielo tan negro como el mismo asfalto mojado, que parece charol, allí donde las luces abundan, reflejándose en él.
Simón Dancer salió a la calle bajo el vivo sol de California, y por primera vez desde que tenía memoria se sintió extrañamente libre. Encendió un cigarrillo y miró a las gentes que pasaban a su lado tan apresuradas que más parecían dirigirse a apagar un incendio que a otra cosa. Era un día espléndido, radiante, y para Simón, el más excitante de su vida. Era el día de su independencia.
Tenía la vista fija en la silueta de una casa situada a unos doscientos cincuenta metros de distancia. Hacía una temperatura poco agradable, aunque no era un frío excesivo. De cuando en cuando, el hombre, cuya silueta se confundía con la del portal de la casa, se frotaba las manos, para evitar que perdiesen demasiado calor. El arma, entonces, quedaba apoyada en el suelo y sujeta con las rodillas.
El «Facel Vega» zumbó al cambiar la marcha y encaramarse por la pronunciada cuesta del desvío. Minutos después, las luces del coche bañaron de claridad una impresionante verja de hierro, rematada por agudas puntas de lanza. Marcel Durand detuvo el coche y apagó las luces, volviéndose hacia su acompañante.
—Mi capitán, hay un hombre que pregunta por usted. Melvyn Llewelyn se quitó el alto morrión y lo dejó sobre la mesa del oficial de guardia. Se volvió al soldado. —¿De veras, Jones? ¿Quién? —No me ha dicho su nombre, mi capitán, pero dice que es urgente. El regimiento de la guardia galesa acababa de relevar al de la guardia escocesa ante el palacio de Buckingham. Llewelyn tenía que dar el parte al comandante y luego quedaba libre de servicio. —¿Dónde está, Jones? —Ante la puerta pequeña, mi capitán.
La isla estallaba de luz bajo el sol tropical. Las aguas tenían una transparencia esmeraldina y, en tierra firme, las plantas y las flores componían una sinfonía de color inigualable. Sentado en la terraza de su finca de recreo, Stanley G. Barrie pereceaba en una tumbona, a la sombra y junto al borde de un acantilado de diez o doce metros de profundidad. Las aguas batían mansamente contra las rocas.
Apreté el gatillo. Sonó como un taponazo. Como una botella de champaña abierta para celebrar algo. No hubo champaña. Ni espuma. Ni celebración. Ni alegría. No hubo nada de eso. Solo olor a pólvora. Acre, siniestro olor a pólvora. Y sangre. Y un grito ronco. Y unos ojos que me miraban con terror. Luego, nada más.
La noche resultó fastidiosa por muchos conceptos y para muchas personas a un tiempo. Fastidiosa porque llovía a mares cuando el teléfono sonó en la mesilla de noche junto a la cabecera de la cama en que, después de un tiempo de insomnio, James Lake había logrado conciliar el sueño. Fastidiosa porque llovía también en Cindy Terrace, el barrio aristocrático, de calles retorcidas y bordeadas de extensos jardines. Y en Cindy Terrace era donde vivían los Montross, y donde el viejo Douglas Montross estaba muriendo, en medio del chispazo de los relámpagos y el estallido de los truenos. Fastidiosa en Yuma, aunque allí no llovía. El cielo estaba cubierto de nubes que volvían más negra la noche, pero la lluvia no había llegado todavía.
La oscuridad era casi absoluta. A veces, el relámpago pintaba sobre el cielo una deslumbradora raya quebrada. Luego, volvían las tinieblas. Allá abajo, en la cañada, una pequeña hoguera lanzaba al viento débiles llamitas cada vez que uno de ellos echaba sobre el fuego un puñado de ramitas. Hacían «pfff» y el humo danzaba.
EL gran hotel resplandecía de luces en la noche. La masa imponente del edificio irguiéndose sobre el mar hubiera parecido un monstruo dormido de no haber sido justamente por las luces.Ellas le daban vida.Una vida agitada en sus entrañas, con una humanidad latiendo y viviendo, amando, odiando… y muriendo.
Se estrecharon las manos después de beber. Helman caminó a su lado hasta la enorme cristalera y una vez allí le siguió con la mirada mientras su compañero y los demás pasajeros del gran pájaro de acero recorrían la alfombra roja, bajo la marquesina multicolor, hasta la escalerilla del avión. Helman Curtis se encaminó al mirador para presenciar el despegue del «Boeing». Lo siguió con la mirada mientras se desplazaba perezosamente buscando la cabecera de la pista, y después, cuando, con un tremendo rugido, se lanzó hacia delante, elevó el morro, y se elevó zumbando hacia un cielo inmensamente azul y limpio. El avión giró allá arriba, describiendo un grácil arco. Una voz acariciante anunció por los altavoces que podían fumar y librarse de los cinturones de seguridad. Las azafatas empezaron a moverse y su incitante contoneo por los pasillos alegró la vista de los pasajeros.
Era domingo.
Nunca podré olvidar que era domingo, por muchos años que viva. Aquel domingo resulta tan imborrable para mí, como si de él hubiera dependido todo. Y, en realidad, creo que así fue.
Aquel domingo comenzó todo.
La joven se movía sobre la arena con dificultad, con los pies hundidos casi hasta el tobillo. El agua mansa del mar lamía sus pies descalzos mientras ella avanzaba en dirección al abrupto promontorio rocoso que cerraba la caleta hacía poniente. Era esbelta, con unas piernas largas y hermosas, busto agresivo y caderas un tanto ampulosas. Llevaba un traje de baño muy ceñido, que despejaba cualquier incógnita que pudiera caber sobre la perfección de su cuerpo.
Esta es la historia de un caso singular. La historia de mi caso más complejo y peligroso. Un caso donde mi vida no llegó a valer un centavo. Y donde las vidas de otras personas no valían tampoco mucho más que la mía. El enigma está archivado y resulta sorprendente comprobar después la serie de elementos extraños que lo integraron. Pasiones humanas, supersticiones y sectarismos... Una serie de lacras sociales de este gran país donde ejerzo como detective privado, salpicaron la historia con tintes oscuros y realmente insólitos.
El hombrecillo se apeó del taxi frente a la extensión de verde césped salpicado por las manchas blancas de las lápidas y monumentos funerarios, que reverberaban bajo el sol del mediodía. Deslumbrado, permaneció unos minutos inmóvil. La gente cruzaba cerca de él sin prestarle atención. Vestía un sencillo traje de sarga azul, arrugado y que parecía excesivamente grande para él. Sus ojos rodeados de profundas arrugas miraban el cementerio con evidente estupor. En realidad, ni siquiera con las lápidas sobresaliendo del césped, aquello se parecía en nada a los lúgubres cementerios que él recordaba.