Los pasajeros descendieron del gigantesco autobús, unos desperezándose después del largo viaje; otros tratando de devolver la agilidad perdida a sus músculos encajados por las largas horas de permanencia en los mullidos asientos.
Los peces. Peces dorados, rojos, azulados, irisados. Peces de todos tamaños y colores. Peces en el azul luminoso, radiante. En los acuaramas gigantescos, separados del público por grandes vidrieras iluminadas. El acuarama o gran acuario. El mejor espectáculo para niños y para adultos. Peces tropicales, exóticos. Ejemplares extraños, poco conocidos. Toda clase de miembros de la amplia fauna submarina… Rocco suspiró. Estaba cansado. Rocco Vetri siempre estaba cansado al caer la tarde. Sobre todo, los domingos…
El preso salió de la cárcel al anochecer. En la puerta, con un pequeño maletín en la mano, Aulnace Gilgan aspiró con verdadera fruición el aire libre.
Atrás, a sus espaldas, quedaban seis años de encierro. Ahora, cuando iba a cumplir los treinta y dos, tenía por delante un futuro no muy claro: poco dinero y desagradables perspectivas de volver al lucrativo empleo que desempeñaba seis años antes.
La gitana aparentaba unos treinta años. Tenía el pelo negro y muy largo, los ojos verdosos y grandes y la piel de un color cobrizo bastante subido. Dos altos pómulos enmarcaban una cara ovalada. Estaba parada junto a un árbol y jugueteaba con un collar de zequíes de oro que colgaba de su pecho. Sus vestidos eran de colores alegres, y estaban limpios. La falda le llegaba hasta media pierna. —Le diré la buenaventura por dos chelines, milord —dijo. Derek Drummond agitó la mano en el aire. Acababa de apearse del coche. —Lo siento —dijo—. No creo en esas cosas. —Se la diré por un chelín, milord.
La chica, observó Nick Gardiner, además de alta, era muy esbelta y toda su figura poseía un sello y una calidad inconfundibles. Estaba envuelta en distinción, podía decirse, pero no por ello parecía sofisticada. Todos sus ademanes eran completamente naturales y su andar resultaba gracioso y agradable de contemplar. Gardiner no hubiera podido asegurar cuál era el color del pelo de la chica. En la duda, acabó calificándolo de tornasolado; según recibiera la luz, parecía oscuro, casi negro, o bien tenía reflejos dorados de incomparable belleza.
¿Puede ser la clave de una sangrienta serie de asesinatos... un simple ratón ciego? Los ojos de un roedor, que no ven... Los oídos de un hombre, que no oyen, ¿pueden dejar de ver y de oír las imágenes y los sonidos que produce un asesino sin piedad? Al menos, eso es lo que se desprende de un caso alucinante y extraño, en el que el destino montó una trampa mortal para algunos seres humanos... y una JAULA PARA UN RATON CIEGO.
Avril Renton (cuyo verdadero nombre es María Boritski) es una bailarina de piernas perfectas, que elige a sus amistades masculinas por el rasero del dólar. Así que no es de extrañar que, cuando va a tomar una copa a casa de un contable bastante repugnantillo, se encuentre al poco rato (concretamente, tras una oportuna llamada a la puerta) con el cadáver de ese desagradable seboso en hall de la casa. A Avril no le gustan esos líos, de modo que pone pies en polvorosa y si te he visto, no me acuerdo. Pero la policía no es tonta, así que la pillan, la interrogan, y la acusan de haberse cargado a ese tipo que en realidad es el testaferro de Barty Marino, el representante de la Mafia en la ciudad, y que pensaba colaborar con los agentes de Washington a cambio de una suculenta recompensa... A todo esto, un senador (un político honrado a más no poder, personaje que me lleva a clasificar esta novela dentro del género de Fantasía Heróica o Literatura Especulativa Poco Convincente) entra al trapo del mafioso Martino y asegura que lo va a meter entre rejas. Y al poquito, el senador termina con una bala insertada en su cadáver por medios no quirúrgicos. La bala que se cargó al contable y al senador corresponden a una Parabellum que tiene una larguísima historia detrás, y que se remonta a uno o varios crímenes cometidos en el seno del Ejército de los Estados Unidos durante la II Guerra Mundial... De modo que aquí no tenemos a un matón de la mafia enredado, sino a un astuto asesino profesional, cuya identidad es misteriosa, y que encima es un militar retirado...
Glenn Young contempló el bellísimo paisaje, mientas aceleraba la marcha de la canoa. El motor zumbó y la proa de la deportiva embarcación hendió las aguas azules, abriéndolas entre festones de espuma. Su marcha por el lago se hizo vertiginosa. Young recibió en el rostro la lluvia menuda, el agua pulverizada por la veloz carrera.
La muchacha detuvo el coche allí donde le habían indicado. De cualquier modo, tampoco hubiera podido seguir adelante, porque a partir del claro, el camino apisonado y desigual se convertía en un sendero que se hundía bajo la bóveda del follaje. Un sendero por el que apenas podría caminar un ser humano. Eso también se lo habían advertido, así que cerró las portezuelas del auto, miró a su alrededor con cierta prevención, y al fin echó a andar sendero adelante. Se llamaba Anna Moran y era periodista.
Jennifer es una famosa actriz de Hollywood casada con un importante productor de cine llamado Warren Broswell, junto al que se encuentra rodando una superproducción llamada “The Vampire”. Repentinamente, Warren le comunica que se divorcia de ella, y que ha sido sustituida en el rodaje por una joven actriz de moda, a pesar de que ya se habían rodado escenas de la película, y abandona el hogar matrimonial, dejando a Jennifer destrozada. Tras caer dormida después de haberse emborrachado, Jennifer despierta en mitad de la noche alertada por un ruido dentro de la casa, y armada con una pistola, dispara a un extraño que está abriendo la caja fuerte del despacho de su marido. Cuando Jennifer se acerca al cadáver, descubre que a quien ha asesinado realmente es a su esposo Warren. Aterrorizada por lo que ha hecho, sale de la habitación, dudando de lo que debe hacer, y cuando se atreve a volver al despacho para llamar a la policía, descubre que el cadáver ha desaparecido. Jennifer decide pedir ayuda a un antiguo amigo de infancia, un duro detective privado llamado Harry Brennan, – uno de esos hombres que después de recibir una paliza se beben tranquilamente un whisky, fuman, y llaman a las mujeres “Nena”-, para que investigue sobre la desaparición del cuerpo de su marido. Se inicia así una investigación que les llevará al rodaje de la película “The vampire”, en un mundo donde todas las mujeres tienen rostros de extraordinaria belleza, cuerpos envidiados por la misma Venus, y senos túrgidos y desafiantes.
Los altavoces del aeropuerto de Helsinki resonaron con fuerza, llamando a los pasajeros para el vuelo a Berlín Occidental, a la vez que les señalaban la puerta hacia la cual debían dirigirse. Un atildado caballero, de unos cuarenta y tantos años, se puso en pie y empezó a caminar con parsimonia. En la mano derecha llevaba un portafolios de color negro. La aglomeración de gente era notable. A veces tenía que apartarse para no chocar con alguien y viceversa.
Shadd pegó un respingo al terminar la lectura. Casi de un modo maquinal, colocó la carta sobre un gran cristal de Bohemia que tenía en la mesa de trabajo.
Las letras se desvanecían ya. Con ojos fascinados, Shadd continuó contemplando el papel, hasta que vio que empezaba a humear.
Segundos más tarde, la carta no era sino un montoncito de cenizas. Harry Shadd temblaba convulsivamente de pies a cabeza.
¡Asesinar a Kenner!
Un escritor de poca monta presencia en un bar la agresión de un tipo con pinta de pocos amigos a un parroquiano escuchimizado. Cuando acude en su ayuda, este le propone un truculento trato: si le quita al atacante un papel, le obsequiará con un billete. El escritor accede y no solo consigue el papel, si no la cartera entera, tras noquearlo. Todo se complica cuando al día siguiente los periódicos hablan del mismo tipo que ha sido asesinado a cuchilladas...
El coche rodaba velozmente por la carretera que cruzaba, larga y recta, el desierto. Su único ocupante había bajado la capota, a fin de obtener un mayor alivio con el viento provocado por la marcha del vehículo. A pesar de todo, de vez en cuando tenía que pasarse un pañuelo por la cara y el cuello, para enjugarse el sudor que brotaba en numerosas gotitas por los poros de su piel.
Detrás del coche quedaba una larga tolvanera de polvo, que se expandía lentamente por aquel desierto de cielo amarillo. La radio estaba abierta y los gangosos sones de un cantante de moda llegaban claramente a oídos del conductor.
A lo lejos se divisaron una serie de romas colinas, que rompían la abrumadora monotonía de la planicie. Bert Culvey lanzó un suspiro de alivio.
Sally Hoffman dirigió una mirada al reloj del establecimiento. Las cinco y treinta minutos, exactamente. Hora de cerrar. Suspiró, dejando de envolver la pieza solicitada por el coleccionista. Se encaminó a la puerta para cerrar. Había estado esperando ese momento durante toda la tarde. Nunca sintió más deseos de pasar el pestillo, bajar la cortina y poner el cartel de «Cerrado» tras los cristales de la entrada. No se sentía demasiado bien, aquel día. Su cabeza le dolía fuertemente, y se encontraba ligeramente febril. La humedad de aquel invierno acaso influía en la cantidad de afecciones gripales que se estaban dando en todo San Francisco. Y, por lo que parecía, ella no iba a ser una excepción.
Lo vio de lejos y casi presintió lo que iba a ocurrir. Jack Randolph soltó al ternero que estaba a punto de marcar, y corrió hacia el «Rover» pesado que tenía a poca distancia. El ternero se alejó mugiendo, mientras el motor del vehículo emitía un profundo rugido. Randolph embragó, pisó el acelerador y el «Rover» salió disparado como una centella por el laberinto de acacias y espinos que constituían la principal vegetación de la zona. Las mandíbulas de Randolph aparecían muy juntas, mientras sus manos se crispaban en torno al aro del volante. El vehículo, al correr, levantaba una espesa nube de polvo en aquel suelo árido y reseco.
Ralph Graham se introdujo en la cabina del elevador y pulsó el mando correspondiente a la quinta planta. Encendió un «Pall Mall». La llama del fósforo, muy a su pesar, tembló entre sus dedos. Tema un feo presentimiento. Se había levantado con el pie izquierdo. Derramó la taza de café. Se le quemaron las tostadas. Y por último había olvidado el revólver en el apartamento. Sí. Aquél iba a ser un mal día. Lo presentía.
El auto patrulla de la policía se detuvo con un aullido de frenos. Los dos agentes echaron un vistazo a la enorme puerta de hierro de la verja, abierta de par en par, y el más joven gruñó: —Sigue, la casa debe de quedar entre los árboles. El conductor embragó y el coche se internó por el inmenso parque de la residencia. La grava chirrió bajo los neumáticos y en alguna parte una lechuza dejó oír su ronco grito.
El vendaval se había levantado inesperadamente. Primero una racha que agitó los árboles y arrancó agudas quejas en lo más intrincado del bosque. Después, fue como el inicio de un huracán. Toda la arboleda se agitó entre los aullidos del viento. La hojarasca del otoño se elevó formando violentos remolinos, emprendiendo una danza loca en medio del gigantesco decorado de los troncos centenarios. Henry Barrow, sorprendido en la colina, vio tambalearse el caballete y tuvo que echarle mano rápidamente para evitar que volara junto con la tela en la que llevaba trabajando casi una semana.
Los Back Water Blues tenían una especial ternura, un desgarrador aire de lamento y de plegaria, en los labios carnosos de aquella mujer joven y hermosa, de piel de ébano, ojos grandes y tristes, y cuerpo escultural, como el de una diosa oscura y sensual. Finalmente, todo fue silencio. Incluso la voz, en un apagado, largo murmullo cadencioso, que se respetó en medio de un silencio electrizante, llegó a su término, en un hilo de sonido ya inapreciable, y que terminó por extinguirse.