Entró en la casa y dio la luz, pero casi en el acto se percató de que la lámpara de la sala no estaba en el lugar de costumbre. Sorprendido, Harry Deltan se volvió y divisó la oscura silueta de un hombre, sentado en un sillón, al otro lado de la lámpara. —¿Quién...?
San Francisco. La ciudad de la Puerta de Oro. Una descomunal masa de rascacielos y colinas cercada por el océano Pacífico, el Golden Gate y la Bahía. La ciudad más pintoresca de Estados Unidos. Paraíso de los hippies y de la droga. Reino del amor… y de la muerte. Sí. Los crímenes más escalofriantes y monstruosos tienen lugar en California. Satánicos rituales. Aquelarres sangrientos… No es necesario retroceder al ya lejano asesinato de Sharon Tate. Otras muertes, aún más diabólicas, se han producido recientemente.
El punto de partida es la picadura de un alacrán en el tobillo de una bella turista sueca. El segundo acto es su asesinato segundos después por un asesino vestido estrafalariamente (media en la cara, gorra verde y un gabán amarillo) y armado con una especie de afilado garfio dorado. Kirk Lester, el prototipo habitual de macho bravío en estos libritos, es espectador casual del cadáver y de la huida del asesino. A partir de aquí, se sucede un enloquecedor juego del gato y el ratón ambientado en una hippiesca California, concretamente en un complejo turístico con zoológico incluído... y un asesino giallesco en una brutal espiral de sangre. Asesinos que no lo son, bellas damiselas en cultos sectarios, triángulos amorosos, una coda de personajes bien construidos...
Anne despertó, sobresaltada. La sangre se agolpó en sus sienes, le batió en violentos latidos. Varias sensaciones la dominaron. Pero entre esas sensaciones sobresalía una de un modo notable: el miedo. Las pesadillas poblaban sus noches, la martirizaban, no le permitían descansar. Eso le venía ocurriendo desde que estuvo a punto de ser la víctima de Elmer Dunn, el sádico asesino. Anne se removió en su lecho. Pulsó el botón de la lámpara de la mesilla y la luz iluminó la habitación.
El aguacero descargó tan de sopetón que me pilló en medio de la calle. Fue un diluvio repentino acompañado de rayos y truenos que sacudieron la ciudad desde sus cimientos y a mí me empujaron a buscar refugio en la maldita taberna que había andado buscando desde una hora antes. La taberna era vieja y sucia, apestaba a whisky barato y más baratos perfumes que las fulanas esparcidas por las mesas debían utilizar por litros. Me sacudí el agua como un gato y tras pasear una mirada alrededor me encaramé a un taburete.
Estoy aterrorizada. Como nunca lo estuve. Como creí que jamás llegaría a estarlo. Yo nunca tuve miedo. Nunca sentí el pánico, el terror. Hasta ahora. Hasta estos horribles momentos en que no sé qué hacer. No sé qué hacer… salvo huir. Huir. Huir, sí. Pero ¿adónde? ¿Para qué?
Se abrió la puerta y apareció una muchacha de largos cabellos rubios, ojos azules y sensual boca, húmeda y turgente. —Hola —exclamó—. ¿Nos conocemos? Él sacudió la cabeza. —No, y es lamentable. ¿Puedo entrar? —No estoy muy segura. ¿Qué es lo que quiere, o quién le envía? —Nadie me envía. —¿Entonces? —Deseo hablar con usted.
Había sido un buen verano. Largo y cálido, como gustaba a la gente del litoral, desde los negocios de hostelería hasta los propios turistas de ambos sexos, que encontraban en la temporada estival el momento idóneo para su explosión emotiva. Para todos ellos, era hermoso vivir en verano. Apuraban hasta el máximo las posibilidades del ardiente sol, la dorada playa, las calas azules y los deportes náuticos. También, inevitablemente, el bullicio nocturno, mundano, de las salas de fiesta, las discotecas, las piscinas iluminadas y los grandes hoteles. O la intimidad cómplice de los bosques oscuros, las rutas secundarias sin tránsito, los campings y las roulottes aparcadas a distancia.
—¿Nombre? —Dennis Doyle. —¿Británico? —De Liverpool. Cuarenta y seis años. Ingeniero electrónico. Trabajaba en British Electronic Incorporated. —¿Causas del fallecimiento? —Fallo cardíaco, en apariencia. La autopsia resolverá. El médico forense prefiere estar completamente seguro de las causas de la muerte antes de emitir un diagnóstico definitivo. Aunque no se esperan problemas, dada la circunstancia de su muerte.
—Le traigo un caso; pero este caso no es como los demás. Le miré pensativamente, pensando, diciéndome a mí mismo que todo el mundo traía o creía traer casos a mi oficina, distintos a todos los demás. —Siga, por favor —fue lo que se me ocurrió decir en aquel momento. El tipo en cuestión era de estatura normal, pero fuerte. De edad indefinida pero joven, si se me entiende, claro, si se sabe lo que quiero decir con esta ligera explicación./p>
La muchacha miró a su alrededor, al armario abierto, los cajones fuera de su sitio y casi vacíos. Luego, cerró las dos maletas que estaban sobre la cama y que había llenado con las delicadas y lujosas ropas que cualquier mujer de buen gusto hubiera envidiado. Trató de recordar si faltaba recoger alguna cosa más. Le pareció que no, de modo que tomando las dos maletas las llevó cerca de la puerta de salida del lujoso apartamento.
Rubia. Bella como una diosa griega. Con un cuerpo capaz de hacer palidecer de envidia a ninfas de leyenda. Así era Jean Reed. Veinticuatro años de edad. Rostro ovalado enmarcado por una rubia cabellera de dorados destellos. Ojos azules y casi transparentes. Lucía un elegante vestido camisero en tejido de raso-duppion. Un modelo que hacía resaltar la perfección de su cimbreante figura. Tomó un bombón. Una golosina que los cinco hombres devoraban con la mirada.
La radio emitía suave música de fondo, que se acompasaba con el rítmico chapoteo de las olas. Tumbada al sol en la pequeña plataforma de popa, la muchacha parecía una diosa de bronce. Estaba boca abajo y sus largos cabellos negros se habían esparcido como un abanico sobre la colchoneta multicolor en la que reposaba. Junto al timón de la motora, Bruce Gilbert fumaba apaciblemente, dejando que el sol secase las gotas de agua que aún brillaban sobre su piel atezada. En la mano izquierda sostenía un vaso empañado por el hielo con el que se había enfriado la bebida que lo llenaba casi por completo.
La mansión de Steel-Laines se perdía entre la niebla, aquel atardecer del mes de febrero de 1945. Sobre la inhóspita colina en que fue construida cien años atrás, su silueta severa, adusta, daba la sensación de ser un fantasma que quisiera sumergirse en los secretos del pasado, o tal vez en los misterios del Más Allá...
Aquella mujer tendría unos treinta años, era lo bastante hermosa como para volver bizcos a los habituales clientes del Star Palace, que acudían a verla interpretar su inimitable Danza de los abanicos, y sin ninguna duda cada uno de los atributos de su sexo estaban donde debían estar. Además, puede decirse que todo lo que llevaba sobre su persona era la larga y lisa cabellera negra como ala de cuervo.
ERA aquélla una pulsera de brillantes valorada en más de un millón de dólares. El famoso industrial William Barner la había adquirido para su hija Pamela. Pero la valiosa pulsera había desaparecido cuando el joyero se disponía a enviarla a la Quinta Avenida, lugar en que se hallaba situada la lujosa residencia del comprador. Muy poco después, en la Madison Avenue, un hombre disparó su pistola contra un coche de la policía, hiriendo a un agente y matando a otro. Había creído que iban tras él.
Jimmy Byrd llevaba muchos años como botones en el Hilton, de Nueva York. Puede decirse que la suya era una larga y brillante carrera, en la que había habido situaciones de todos los calibres. Y encargos de todas clases, naturalmente, alguno; de los cuales habían puesto a prueba la capacidad de imaginación del espabilado botones.
El «Rolls» se detuvo frente a la entrada de la lujosa residencia, situada en un barrio aristocrático de la capital británica. Prestamente, el conductor saltó de su asiento y corrió a abrir la portezuela, al mismo tiempo que se descubría cortésmente. Un hombre se apeó del vehículo. Tenía unos cincuenta años y era fuerte y macizo, de rostro sanguíneo y ojos penetrantes. Walter Armaddon era aficionado a la buena vida y, ciertamente, su fortuna podía proporcionarle cuántos caprichos deseara.
Antes de darle la marcha al coche, Montgomery Finters echó una mirada a su casa. Y fue una mirada que en aquellos momentos hubiera querido tener el poder de destruir… ¡Malditas mujeres aquéllas! La casa era de planta baja y un piso, con un interior aparentemente grato y acogedor. Pero a él, allí dentro, el aire se le hacía sencillamente irrespirable. Se ahogaba, se asfixiaba. No podía resistirlo. El día menos pensado lo echaría todo a rodar…
El diez de Downing Street… Sí. Aquí termina tu pista, sabio policía… Es divertido, ¿eh, inteligente polizonte? Muy divertido. Para mí, por supuesto… Imagino que tú te sientes de muy diferente manera. Estás advirtiendo la rabia que te consume, ¿no es cierto? El odio, la ira, el disgusto, la exasperación del fracaso…