El caballo, sin que el jinete mandara en él, iba en la dirección que se le antojaba, mientras que la cabeza del montado pendoleaba sobre el pecho reiteradamente.
El terreno duro, sobre el que había caminado durante horas, iba cediendo para encontrar pastos y un piso más blando, que amortiguaba el caminar de la bestia.
No tenía la menor idea de lo que había pasado. Iba inconsciente.
El grupo de jinetes iba cubriéndose el rostro como podían, ya que el viento arrastraba guedejas de nieve, que se convertían por la velocidad y el frío en un verdadero tormento para los rostros.
Estaban llegando a un pateo estrecho, donde el viento, encallejonado, hacíase más insoportable.
—¡Tendremos que meternos en algún sitio! —dijo uno de los que iban en cabeza.
—Creo que tienes razón… Se ha adelantado el invierno y no me parece probable que esa manada pase por aquí…
—Las noticias que hemos recibido decían que ya estaba en marcha hacia Laramie.
Sí, de Montana a California, o de Washington a Texas algún gracioso con no mucho amor a su pellejo quería darse el gusto de ver temblar de miedo durante varios instantes a hombres de los llamados de pelo en pecho, por su valentía muchas veces probada, no tenía más que ponerse a su espalda y gritar de repente con voz de timbro duro: «¡Arriba las manos!». Este grito helaba la sangre en las venas de los más audaces y temerarios porque en cientos de millas cuadradas del Oeste se sabía su trágico y fulgurante resultado si salía de una sola boca: la de Polly Sears, a quien algunos conocían también por «El Rayo». Pero solamente pronunciada por él podía surtir este efecto, ya que en cualquier otra boca podía significar un asomo de amenaza muchas veces posible de despreciar y aún de contrarrestar, pero nunca si salía de labios de Sears. ¿Por qué? Porque la voz popular le había proclamado el hombre más veloz y seguro de todo el Oeste, con un «Colt» en la mano.
Claude Coe no era hombre que se dejase avasallar por nadie. Cuando aceptó el cargo de sheriff en aquel bronco poblado de Mariposa, rodeado casi en su totalidad por las ingentes asperezas del Yosemite Nait, sabía a lo que se exponía, pero también hizo saber a lo que se exponían los demás. Debido a la abundancia de oro por todo el valle del Sacramento, Mariposa se había convertido en una especie de oasis para los que ansiaban descansar un tanto de la ruda faena de buscar o picar yacimientos, y para los que con oro conquistado para disfrutarlo, preferían salirse del marco demasiado peligroso de los campamentos limítrofes, a las minas, y gastarlo en un poblado que les brindase ciertas comodidades y diversiones y estuviese al margen de las minas.
Claimed Dundee acababa de llegar inopinadamente a su rancho de Kutch, junto al cauce del “Horse Creek”. Habíase desplazado a Colorado Springs a resolver algunos asuntos, advirtiendo a su capataz que tardaría ocho días en volver, pero los negocios debió resolverlos en la mitad de tiempo y el hecho era que a los cuatro días de ausencia, acababa de hacer su aparición en el rancho cuando nadie le esperaba.
El regreso a Solomon, de Daisy Clavering, la hija de Lewis Clavering, constituyó ya un acontecimiento desde el instante en que su padre anunció el próximo retorno de su hija. La joven Daisy, que había salido del poblado cuando empezaba a apuntar contornos de mujer, aunque aún se manifestasen éstos muy vagos, debía volver al pueblo convertida en una mujer en toda la extensión de la palabra, pues acababa de cumplir veinte años y había estado cuatro ausente de Solomon.
Con un enorme y aromático puro de tabaco de Virginia entre sus finos y pálidos labios, con el brillante cabello cuidadosamente peinado, con sus zapatos de alto tacón, lustrosos como espejos y su impecable terno color gris, Dan Kidd se hallaba sentado ante el piano vertical situado en su reducido pero acogedor despacho, que se ocultaba detrás del pequeño escenario en el que actuaban las más brillantes atracciones que desfilaban por San Antonio.
La tarde amenazaba con eclipsarse totalmente. El sol se había hundido entre nubes cárdenas tras las cresterías de color bronce fundido de los montes Silver y Steel, situados al norte, y sobre el paisaje flotaba una especie de neblina gris, que terminaría convirtiéndose en un manto negro. En el corral de la amplia cabaña de Jonas Maynes, Nilo Duncan, su amigo, ensillaba su caballo con los nervios perfectamente tranquilos, en tanto Jonas, empuñando el rifle, le miraba con angustia.
El sargento Samuel Kennedy, de los Batidores de Texas, se había quedado dormido extenuado a causa de las agotadoras jornadas realizadas tras las huellas de tres indeseables, cuya habilidad había burlado a sus hombres escurriéndoseles varias veces de entre las manos, en un radio de acción que no excedería de cuarenta millas a la redonda. El Pecos, río sangriento de los rufianes, con su extensa y hostil vegetación, les había servido de escudo durante muchas jornadas, imposibilitando el rastreo y por tres veces, cuando habían estado a punto de echarles mano, de una manera inconcebible, sin saber cómo ni por dónde, habían desaparecido como el humo.
Upton Peridord era un tahúr con más conchas que un galápago. Dueño de un bien construido garito rodante, había explotado el negocio de las bebidas y el juego durante el trazado del Union Pacific, sacando una buena utilidad. Cuando terminó de construirse la línea, y el negocio en aquella gran ruta se terminó, no se sintió desanimado por ello. En todas partes la gente bebía y jugaba, y todo era cuestión de saber emplazar sus casetas en lugares estratégicos, donde la clientela se viese obligada a frecuentar su establecimiento a falta de otro mejor y más cercano.
El sudoroso y cansado caballo de Fred Ludwing se detuvo a la puerta del bar de Wilson y el jinete echó pie a tierra, respirando un momento con agobio y pasándose la mano por la brillante frente por la que el sudor se deslizaba en gotas pegajosas. Había galopado mucho bajo un sol de infierno, tragando polvo a causa de vivísimo galope de su caballo y, llegaba tan fatigado como éste y con la garganta más seca que el esparto.
Cuando llegaron a la cañada donde Bud Gerber tenía el refugio y la pista de entrenamiento, el joven se encontraba en pleno ejercicio. Se acercaron a la cabaña llevando dos caballos de carga y procedieron a soltar paquetes. Luego se encaminaron al “mirador”, unos peñascos que emergían en mitad de una ladera, desde los que podían dominar toda la pista. Montaba a “Racha”, un potro morcillo con endemoniadas manías. Sólo un “jockey” como Bud podría sacarle partido a un potro que corría a ráfagas, amainando cuando se le antojaba, para de pronto recobrar todo lo perdido.
Sterling Remick detuvo su caballo frente a aquella estación de diligencias situada en pleno desierto de Arizona. Consistía tan sólo en un edificio de adobe de una sola planta y un corral donde permanecían encerrados los caballos de repuesto. Y en torno, a lo largo de millas y millas, la tierra parda y requemada por el sol, con alguna erupción rocosa que rompía la monotonía del paisaje. Sterling descabalgó sin prisa. Era un individuo alto y musculoso, de apenas treinta años, con el cuerpo flexible y un poco desgarbado de los jinetes consumados. Su rostro era de facciones irregulares, pero que en conjunto formaban un cuadro de aspecto sumamente agradable y atractivo. Es posible que a esta impresión contribuyeran su perpetua sonrisa burlona y el brillo irónico de sus ojos, cuyo color gris destacaba sobre el bronceado intenso de su piel. Unos mechones, de un rubio casi plateado pelo, le caían sobre la frente.
Plantado en mitad de la amplísima y encharcada calzada, con los tacones de sus recias botas clavados en el cieno hasta desaparecer dentro de él, Alexis Montaigne miraba a derecha e izquierda los dos fragmentos del populoso poblado, que se enfrentaban partidos por la ancha vía, como dos enormes rivales que se mirasen hoscos a través de un murallón de doce yardas de espesor.
A Gus Rusell no le había resultado jamás simpático Ludwig Hunter. Ni en la Universidad de Oxford primero, ni luego, el tiempo que habían estado juntos, en la misma unidad, durante la guerra entre federados y sudistas. Por eso, cuando lo vio entrar por la puerta de la cantina de las cercanías de Medicine Lodge, en Kansas, mantuvo su gesto impasible y fingió no haberlo visto. Pero aquello no le valió. Ludwig, que no iba solo, se detuvo en la puerta y se volvió para dirigirse a su acompañante, ligeramente rezagado con respecto a él. —¡Eh, Horace First! ¿A que no imaginas a quién tenemos aquí?
En la alcoba del moribundo Budd Taylor parecía reinar un silencio absoluto, un silencio de muerte, pues la muerte se hallaba sentada a la cabecera del lecho, esperando el momento propicio para cobrar su botín. Sin embargo, el enfermo ranchero no estaba solo. Dentro, cumpliendo su sagrado sacerdocio se hallaba el cura del pequeño poblado escuchando la confesión del que pronto habría de pasar a mejor vida a recibir su premio o purgar sus culpas, si así debía suceder.
La noche que Tonny Ripwell no pudo resistir la tentación de sacar el revólver y clavarle en la garganta una onza de plomo a aquel tipo avieso que había pretendido ganarle con trampas el dinero que poseía, no pudo prever el avispero en que se había metido y en el que de rechazo iba a meter a unas cuantas personas más. El sólo supo que el tipo era un tramposo y que él no era hombre capaz de dejarse robar impunemente por nadie.
El tren se detuvo en la estación de Tascosa con un resoplido final y una serie de chirridos y golpetazos. Bajaron o subieron algunos viajeros, pocos porque Tascosa era simplemente un apeadero con unos cuantos corrales de ganado. Un hombre joven, alto, vestido con ropas vaqueras, estaba entre los que se apearon. También un empleado del tren bajó y se acercó al vaquero, que en aquel momento depositaba en tierra su silla de montar. —Si me echa una mano terminaremos antes. —Me parece muy bien. Andando. Era un hombre moreno, que hablaba un inglés de acento algo extraño para los oídos de un tejano; un hombre delgado, de ágiles y seguros movimientos, con un rostro descarnado, fino donde los ojos grandes y oscuros parecían descubrirlo todo al instante. Evidentemente sus ropas vaqueras eran nuevas y no había escatimado el dinero al compelas.
Moría la tarde plácidamente. El cielo empalidecía al alejarse el resplandor solar, ya desaparecido tras las altas montañas, y, lejos, el lucero de la tarde brillaba con fuerza, como si fuese un colosal diamante suspendido en el vacío. Soplaba un aire cálido que arrastraba el polvo de la tierra reseca y la menuda arena de las rocas pulverizadas con los barrenos para ahondar en las entrañas de las montañas y poder seguir el curso de los filones que, rebeldes a que la mano del hombre encontrase facilidades para apropiárselos, se clavaban en la roca, tratando de hacer de ella un baluarte inexpugnable a la codiciosa mano del prospector.