Todo había quedado atrás. Caída y condena, ajuste de cuentas con la sociedad ultrajada, libertad al fin… Sí, todo eso había quedado atrás, y yo esperaba que fuera para siempre. También el pequeño Stephen quedaba atrás, aunque eso era preferible no recordarlo. Mi llegada a Los Ángeles no había sido triunfal precisamente. Di unos cuantos tumbos de un lado a otro tanteando el terreno, pero pronto me convencí de que si quería vivir debía dejar a un lado las viejas ilusiones y empezar desde abajo.
El auto, un «Buick» negro de la serie «Centurión», circulaba por la autopista San Francisco-Los Ángeles a la máxima velocidad permitida. En el asiento delantero dos individuos. Blake Andrews, al frente del volante, silbaba coreando torpemente el popular Hey armónica man, de Stevie Wonder en el autorradio. La expresión de su rostro resultaba cómica. Hinchando las mejillas ya de por sí mofletudas. Era un individuo propenso a la obesidad. Su compañero era el polo opuesto. Unicamente coincidían en la edad.
El hombre había pasado largas horas estudiando los menores movimientos de la mujer. Ésta era joven, hermosa, de larga cabellera rubia y bien formado cuerpo. La indumentaria de la mujer era bastante atrevida, lo cual se debía, en buena parte, al hecho de hallarse en el interior de su casa, aunque no a salvo de miradas indiscretas. Situado entre las frondas del parque inmediato, el hombre había vigilado, con todo detenimiento, a la ocupante de aquel apartamento, situado en la tercera planta de un lujoso edificio.
El hombre de tez oscura y gafas de sol, tiró con rapidez el Playboy a una papelera, sin haberlo leído ni hojeado siquiera. La pobre mujer desnuda de la portada, se mojó, al recibir las gruesas gotas de lluvia. Pero eso no pareció despertar la menor compasión en el hombre moreno, que ahora se movió presuroso hacia un automóvil detenido muy cerca de allí. Subió al coche. Era un «Volkswagen», un coche europeo, de color oscuro. Lo puso en marcha.
El hombre era de mediana edad, aunque se conserva bien todavía y ofrecía un excelente aspecto. Jonathan Willets ahogó un bostezo, se sentó en el borde de la cama y empezó a ponerse los zapatos.
Estaba terminando de vestirse, cuando la chica entró en el dormitorio.
Estaba inscrito como Justy Fleming y daba buenas propinas, con lo cual tenía al personal del hotel dispuesto a sonreírle cada vez que solicitaba sus servicios. Era bien parecido, de estatura elevada y con una cara lo bastante atractiva para que las mujeres, algunas mujeres, le consideraran fascinante. Cuando descolgó el teléfono por cuarta vez en esa tarde, su cara no parecía precisamente fascinante. Tenía una mueca de impaciente cólera, mientras oía sonar el timbre al otro extremo del hilo.
Los ojos de Desmond Field escrutaban ansiosamente el panorama urbano, en busca del individuo conocido por el sobrenombre de El Infalible Matador, más comúnmente denominado por las iniciales del apodo, I. M. I. M. iba a dar un golpe. No un robo o un asalto, sino uno de los golpes que tanto le habían acreditado: un asesinato. Field había sido contratado para evitarlo. Ignoraba el modo o los medios de que se había valido la persona que le había contratado para saber que I. M., quería asesinarlo.
Precedido de un siniestro rumor de cerrojos que se abrían y cerraban, el hombre alto y fornido, de rostro pétreo, avanzó, escoltado por dos guardianes uniformados, hacia el lugar donde el condenado a muerte pasaba sus últimas horas. Al llegar a la última verja, fueron recibidos en persona por el jefe de vigilantes, quien se encargaba de que todo sucediese con normalidad. El jefe parpadeó al ver un rostro que le resultaba completamente desconocido.
El fiscal atacaba con dureza: —En primer lugar, pero, sobre todo, ¿puede usted negar que disparó contra la víctima y le dio muerte? —¡Claro que no! —contestó el acusado—. Jamás lo he negado, aunque siempre he sostenido… —Limítese a contestar de un modo escueto a mi pregunta. Sí o no —atajó el fiscal vivazmente—. ¿Mató a Randolph Ryles? —Sí. De todos modos, yo querría… —Es suficiente.
El hombre estaba solo en aquellos momentos. Era el día libre de la servidumbre, pero Rob DeWitt no iba a echar de menos a ninguno de los criados. Al contrario, le convenía estar solo, ya que dentro de unos minutos iba a recibir a una encantadora criatura, que le tenía sorbido el seso. Tan loco estaba por aquella mujer, que había contratado el asesinato de su propia esposa. El señor DeWitt se había quedado viudo un mes antes. Su esposa, además de dejarle viudo, le había dejado también una fortuna muy saneada. La vida era bella, pensó el aparentemente inconsolable viudo.
Ella era una joven muy atractiva, cuyo espléndido cuerpo estaba cubierto por unos pedacitos de tela roja. El color escarlata contrastaba vivamente con la piel dorada por el sol. El hombre, en pie sobre la popa de la lancha motora, terminaba de equiparse con la máscara y aletas. Tenía unos quince años más que la mujer y era de mediana estatura, muy fornido, con el torso como un barril y la nariz de un exboxeador. —¿Crees que conseguirás algo, querido? —preguntó ella. —Para eso me voy a sumergir, ¿no?
Despertó, y al instante sus sentidos agudizados le advirtieron del peligro. Se mantuvo inmóvil, respirando pausadamente, escuchando. En la cama gemela a la suya captó la suave respiración de la muchacha que dormía completamente tranquila. Luego, cazó otro sonido. El de unos pies deslizándose tan despacio que apenas se movían. Pisaban con infinita cautela por temor a desplazar algún mueble y delatar la presencia del intruso.
La embarcación se mecía dulcemente bajo el sol del atardecer. Reinaba un gran silencio sólo roto a intervalos por la voz de Arthur, tan bronca y poderosa que estremecía las cuadernas. A veces pensaba que asustaba incluso a los peces de las profundidades, desde Long Beach, hasta la isla Santa Catalina. Se estaba bien tumbado en la toldilla, dormitando, oyendo el chapoteo del agua contra el casco. Únicamente la voz de mi amigo rompía el encanto porque me obligaba a pensar.
El hombre emergió de las aguas y se quitó la boquilla de los labios, a fin de llenarse los pulmones de aire. Apoyado con la mano izquierda en la borda de la pequeña lancha con motor fuera borda, paseó la vista en torno al mar que le rodeaba. La costa quedaba escasamente a media milla de distancia. El fondo se hallaba a menos de cincuenta metros. Ben Tucson tenía unos pulmones a prueba de bomba y, sin necesidad de botellas de aire, había estado a punto de tocar el fondo con las manos.
Los tres hombres penetraron en el edificio de oficinas, cuando salían la mayor parte de los empleados, casi nadie se fijó en aquellos sujetos, dos de los cuales eran portadores de sendos maletines, de forma un tanto largada, semejantes en cierto modo a estuches para instrumentos musicales. Junto al edificio había otro en construcción. Casi continuamente se escuchaba el fragor de las remachadoras. En el edificio comercial, la mayor parte de quienes allí trabajaban maldecían e insultaban a los obreros que manejaban las ruidosas máquinas. La distancia era muy corta y, a veces, el intercambio de insultos se hacía de viva voz, a setenta metros sobre el nivel de la calle.
Me quedé mirando fijamente a mi visitante. —Estás loco —dije—. Rematadamente loco. Luego resoplé, sacudiendo la cabeza. Me limpié un lado de la cara con el cold cream del pote blanco. En el espejo del camerino, medio rostro parecía mucho más joven y bien parecido que el otro. Milagros del maquillaje. No es que sea feo ni maduro, pero en el teatro los afeites hacen su trabajo. Y lo hacen bien. —¿Por qué? —preguntó él secamente, como si no le gustara mi comentario.
Los patéticos dedos de los cipreses señalaban el negro firmamento. Como gigantes estáticos rendían con su presencia un sombrío homenaje a los muertos que reposaban a sus pies. El cementerio estaba cercado por una valla más decorativa que otra cosa. ¿Para qué querían protección los muertos, en su última morada? No había sombras esa noche porque el firmamento desaparecía tras una espesa capa de nubes, y las tinieblas eran densas como gelatina. Sin embargo, una parte de esas tinieblas pareció desgajarse de pronto, moverse hacia la valla. Se detuvo unos instantes, como escuchando el silencio que lo envolvía todo.
Los ojos de Cindy Potter brillaban de un modo especial cuando divisaron el conocido rostro de Clifford Talbot. Bajo la llovizna que abrillantaba el asfalto londinense en aquella húmeda tarde de otoño, el encuentro se produjo de una manera completamente inesperada. —¡Cliff, querido! —exclamó Cindy—. Hacía un siglo que no te veía. ¿Dónde te has metido en todo este tiempo? Talbot respingó primero. Luego tomó la enguantada mano que se le ofrecía. Bajo la protección del paraguas de fina seda y vivos colores, el rostro de Cindy le pareció tan atractivo como de costumbre.
Jim Ridel salió del bar no muy seguro de que sus piernas sostuvieran sus ochenta y tantos kilos de músculos bien entrenados. Caminó por la acera y en la esquina se detuvo, delante del tenderete del vendedor de periódicos. Tropezó con su cara, no demasiado atractiva con aquella expresión sombría con que le habían sorprendido los fotógrafos, que le miraba desde la primera página de los diarios de la noche.
El anciano caminaba muy despacio a lo largo del alfombrado pasillo del hotel, apoyándose en un bastón de ébano, para sustituir en lo posible la escasa fuerza de sus gastadas piernas. Tenía el pelo completamente blanco y en el frondoso bigote no había una sola hebra negra o de color. Usaba lentes con cerco de oro y, de vez en cuando, se detenía para emitir una tos cascada, que denotaba el mal estado de su aparato respiratorio.