No soy antropófago, aunque comprendo muy bien a los que se comen a sus semejantes cuando tienen hambre. En estos momentos, yo estoy literalmente muerto de hambre.
Mi situación es desesperada. Algunos de mis antiguos conocidos se tumbarían de risa si me vieran hurgar en los cubos de basura. En esta población, a veces, se encuentran cosas interesantes en los cubos de basura. Ayer mismo, sin ir más lejos, encontré un par de bocadillos, apenas mordisqueados. Señor, qué derrochadoras son algunas gentes. Luego se asombran de que los del Tercer Mundo se quejen…
Mi compañero Harold Perkins y yo estábamos más bien aburridos. Parecía como si los hampones, los escandalosos y los locos, toda esa fauna que promueve incidentes, se hubiese declarado en huelga. Y nosotros no teníamos ningún trabajo.
Salgo de la oficina del director y respiro hondamente. ¿Por qué, por qué tengo que estar en este infecto agujero, si yo no cometí el crimen por el que fui acusado, juzgado y sentenciado? Cuando ya estamos a punto de llegar al patio, me avisan de que tengo una visita.
En la ciudad de Silver Spring se suceden varios asesinatos, cometidos de forma atroz, que parecen tener como único nexo girar en torno a la desaparición de un misterioso cuaderno de notas del profesor Walter. El sagaz teniente Byrnes demostrará al jefe de policía local Burke que es posible encontrar al asesino y, de paso, proteger a la chica, en este caso encarnada por Midge Gray, la atractiva ayudante del profesor.
Era su primer día de hombre libre. Le costaba aceptarlo, a pesar de lo que le había costado conseguir una libertad momentánea, que terminaría tan pronto iniciase el trabajo que siempre había ambicionado. Pero de momento era un hombre libre, con unas semanas de vacaciones a las que era preciso sacar todo el jugo posible, y si en un lugar como Miami Beach no le sacaba algo más que jugo, más valdría que empezase a pensar en una jubilación anticipada.
Salí sin despedirme siquiera. ¡Al diablo con todos ellos! No tenía nada que agradecerles, después de todo. Su obligación era entregarme esa licencia, les gustara o no, al margen de sus opiniones personales. Imaginaba que no todo habría sido fácil. Los informes del departamento seguramente fueron pésimos. Pero ahora no se trataba de un examen para ingresar de nuevo en la policía, sino de una simple licencia para ganarme la vida con cierta honradez, si es que alguien en el mundo se la puede ganar así. Había solicitado mi permiso legal para ejercer como investigador privado. Eso era todo.
—¡Yupiii! —exclamó Clive Katzin, un mocetón de veinticinco años, de pelo ensortijado y facciones simpáticas, quitándose con salvaje alegría el mono azul de trabajo—. ¡Por fin he terminado! ¡Al diablo el trabajo! ¡Viva la libertad! En ropa interior se acercó al lavabo y procedió a limpiarse la grasa acumulada en manos y rostro durante aquel viernes. Mientras lo hacía, canturreó una canción de moda. Estaba feliz, alegre, contento… Un prometedor fin de semana le esperaba.
La agencia de detectives para la cual trabajaba yo, en aquel momento llevaba el pomposo título de Argos. Sin embargo, yo la habría bautizado con el más real de la Tortuga Reumática, en honor a su jefe Allan Weyman, cuyo cuello y cabeza recordaban más a los de un viejo galápago gigante, que a los de un ser humano. Era temprano cuando llegué a la puerta de la oficina, dispuesto a entrar. A aquella hora no estaría aún el viejo Tortuga Reumática, al cual no le gustaba madrugar. Y sí estaría Evelyne Swanson, una rubia sensacional, escalofriante, único motivo que me mantenía haciendo algún trabajo para la ya mencionada agencia.
Clankety-clanck, clankety-clanck, clankety-clanck… El último tren. El de la medianoche. Justo ante mi ventana. Todo trepidó en mi oficina. El elevado se perdió en la distancia, camino de los suburbios de East Point, y el silencio volvió a flotar en el barrio, virtualmente desierto a aquellas horas de la noche, con excepción de los clubs nocturnos y los bares.
Los menudos ojillos de Spencer Thomas Harrison recorrieron complacidos las hermosas figuras que le rodeaban. Media docena de hermosas muchachas bebían y reían alegremente, algunas de ellas muy ligeras de ropa. Había una impresionante cubeta llena de botellas de champaña, envueltas en hielo y, en otra mesa, numerosas botellas de los más variados licores. También había un espléndido buffet con los más apetitosos manjares que se pudieran desear.
Lo primero que vio al despertar, fue la luz del quirófano, proyectándose sobre su rostro, de un modo crudo y directo. Parpadeó, intentando ver algo más, detrás de aquel círculo de intensa claridad blanca. Sólo descubrió una serie de rostros cubiertos a medias por las mascarillas y los gorros verdes de cirugía. —Ha vuelto en sí —dijo una voz que le sonó extrañamente lejana—. Aplíquele más anestesia, Albert.
Saludó de nuevo y abandonó el despacho del jefe de su Departamento de Alta Seguridad. La puerta se cerró tras él por medio de la cerradura electrónica. El agente AS-101, caminó por el corredor iluminado por una claridad fría y cruda, que le daba aspecto de nave espacial del futuro. Sus pisadas eran un roce silencioso sobre la esponjosa moqueta que alfombraba el suelo. Sus pasos, rápidos y seguros, le llevaron hasta otra puerta, que se abrió ante él, deslizándose silenciosamente al contacto de un pequeño instrumento magnética Un tablero electrónico parpadeó, y el agente especial introdujo en una ranura su tarjeta de identificación de materia plástica, que le fue devuelta tras un zumbido del mecanismo, autorizando su entrada en la zona.
El día había sido agotador, como el lunes y el martes, y como lo serían el jueves y el viernes. Habíamos entrado en lo que yo llamaba la «semana diabólica». Una semana en la que había que resolver los asuntos atrasados del mes y acabar poniéndolo todo al día. La Ferguson Commercial Agency era una buena empresa y yo era el gerente cuya obligación consistía en que, al menos, siguiera siéndolo; la agencia, por supuesto.
La orquesta atacó los últimos compases de la obra. La batuta del director se movía imperativamente, dirigiendo hábil y certeramente a sus músicos. Con un estruendoso acorde final, que puso en pie al público que abarrotaba la sala del Slipher Concert Hall, la orquesta terminó la pieza y el concierto. El director, en su podio, se volvió e inclinó la cabeza repetidas veces, mientras agradecía los nutridos aplausos que le dedicaban los espectadores.
Sonny Rat Simpson era un tipo que justificaba su apodo. Tenía rostro de rata, de hocico alargado, boca estrecha, dientes desiguales, sucios y afilados, un bigote hirsuto y rubio, con calvas, ojos pequeños y oscuros, de brillo huidizo como el de una verdadera rata de los muelles.
La nevada se estaba intensificando. El frío, también. A pesar de funcionar la calefacción del automóvil a la perfección, Mark Keegan notó frío. Sus manos, aun protegidas por los guantes de conducir, empezaban a estar algo ateridas. Eso resultaba inquietante, teniendo en cuenta que tenía ante sí un prolongado viaje, antes de llegar a su destino.
El nombre de este servidor de ustedes es Jerry Tyne, el As de los Ases, el Infalible, el Ojo Mágico y todo lo que ustedes le quieran echar. Cuando desenfundo mí «Colt» y disparo, la bala da indefectiblemente en el blanco, sea lo que sea: el cuello de una botella a veinticinco pasos, una moneda al aire, los botones de metal de la chaqueta de una persona situada de perfil… Soy, era, mejor dicho, hasta hace poco, uno de los números más sensacionales del Colorado Circus, hasta que, de repente, el dueño, y también cajero, naturalmente, huyó con todos los fondos, y una hermosa pero estúpida rubia, abandonándonos a cuantos componíamos la troupe, incluso a su esposa.
Tenía una cabellera rubia y un cuerpo ondulante, prieto, con agudos pechos. Al muchacho que caminaba junto a ella le parecía que esa noche sí, esa noche había alcanzado el cielo con la mano. Nunca imaginó siquiera que pudiera conseguir una mujer como ella en todos los días de su vida. —¿Qué hora es, querido? —susurró la mujer.
Eddie Cardiff se levantó del sofá-cama. El pie izquierdo hizo caer la botella de whisky depositada en el suelo. El líquido se derramó sobre la alfombra. Cardiff maldijo entre dientes. La alfombra poco importaba. Lo triste era haber perdido aquellos últimos tragos. Desvió la mirada hacia el techo.
Detuve el Corvette en una esquina de Laurel Drive y traté de leer el nombre del buzón. No había ningún número a la vista. Se supone que en Beverly Hills todo el mundo conoce las mansiones de los privilegiados, pero yo no entraba en su círculo, así que la cosa se presentaba difícil. Di gas y rodé un poco. Vi al fin un número, y supe que había de rodar bastante más hasta la casa donde se suponía que estaba esperándome una rubia ardiente.