—Frank, estoy preocupada. Cuando Edna me echaba las manos al cuello y me decía esto, yo ya imaginaba de qué se trataba. Algo relacionado con su hermano Chris. —¿Qué pasa ahora? —Lleva dos días sin aparecer por casa. —Hummm… —No me gusta, Frank. —Ya es mayorcito.
No era un espectáculo nuevo para los habitantes de Nueva Orleáns. Le veían día a día en aquella zona. Hasta Tenessee Williams lo había plasmado en su vieja obra teatral, aquélla donde Blanche Dubois y Kowalsky eran los antihéroes de la oscura pasión que conducía al cementerio, como el tranvía llamado Deseo. En noches como aquélla, húmeda y bochornosas, con el aire oliendo a los detritus del río, la voz de la vieja vendedora de flores que deambulaba por callejuelas mojadas anunciando su fúnebre mercancía, el ambiente tenía algo de siniestro y depresivo, que ni siquiera las voces de los vecinos, habitualmente vocingleros y mal educados, podía disipar.
Estaba lloviendo ligeramente en el aeropuerto de Nueva York cuando descendí del avión procedente de Chicago. El reactor de la Eastern Airlines tomó tierra en su zona habitual, al sudoeste de las pistas, junto a Van Wyck Expressway. No tenía que esperar equipaje alguno porque solamente llevaba mi pequeño maletín de ejecutivo y un rollo de diarios y revistas ilustradas por toda valija.
Lo encontré en la barra de Malcolm’s, tal como habíamos quedado unas horas antes telefónicamente. Malcolm’s es un elegante bar sito en Miramar Street, en pleno centro de Los Ángeles. A aquella hora no había excesiva clientela y, con los datos que me había proporcionado sobre su persona, no me fue difícil reconocerle.
El hombre, al volante de su coche, miró desesperadamente al espejo. Sí, allí estaba el otro automóvil, pegado implacablemente a su estela, persiguiéndole con salvaje encono, sin perder un momento las distancias. Sólo la estrechez del camino, bordeado en muchos sitios por tapias de piedra y setos muy espesos, impedían que el segundo de los vehículos se pusiera a la altura del primero, como sus ocupantes deseaban.
El hombre tenía un revólver en la mano y me apuntaba directamente a la barriga. Nunca le había visto antes. Al menos no lo recordaba. Tendría unos treinta y cinco años, el pelo completamente blanco, la tez bronceada, era de constitución robusta y mediría alrededor de un metro ochenta. Su rostro estaba demacrado y había en él una expresión de dolor. —¿Qué se le ofrece? —pregunté, haciendo caso omiso del revólver que me apuntaba.
Los hombres eran dos, uno alto, delgado y de cara chupada, con gafas de color oscuro y pelo rojizo. El otro era más bajo, gordito y medio calvo, de ojos acuosos y rostro seboso. Las indumentarias eran corrientes, sin estridencias que pudieran ofender la vista de los transeúntes. Charlaban animadamente, como dos buenos amigos entre los que no hubiera problemas de ninguna clase. Parecían contentos de la existencia.
Desde el amplio ventanal de mi despacho contemplaba la densa niebla que se extendía sobre San Francisco. Apenas eran las cinco de la tarde, pero la oscuridad del exterior lograba que parecieran ser las siete o más. Conocía bien aquel clima. No tardaría en llover.
El hombre estaba nervioso. Encendió el cigarrillo temblándole la mano. Miró en torno suyo, inquieto, y se humedeció los labios con la punta de la lengua. Luego tomó el frasco petaca que llevaba en la raída chaqueta y se echó un trago largo, resoplando al terminar. Enroscó el tapón, guardando de nuevo el recipiente, y se contempló en el espejo desigual del lavabo. Se pasó una mano por el rostro macilento, de barba ligeramente crecida. Luego, contempló sus ropas desaseadas y sonrió forzadamente. Habló consigo mismo, contemplando su imagen en el espejo:
Sentíase desesperado. Ya no sabía qué hacer. Tenía los bolsillos absoluta y literalmente vacíos, sin una moneda siquiera para tomarse una taza de café en alguna parte. No podía volver al hotel de mala muerte en qué se había hospedado, porque el dueño lo echaría a puntapiés apenas le viese asomar por la puerta, quedándose, como era lógico, con su escaso equipaje, del cual, por otra parte, se había despedido ya para siempre.
Graham McKenna, con ambas manos hundidas en los bolsillos de la cazadora de pana, dio una vuelta sobre sí escrutando a su alrededor con ojos inquisitivos, cual si buscase un detalle que inicialmente le hubiera pasado desapercibido. Junto a él, su compañero Dustin Howard, también sargento de la Brigada de Homicidios y con el que formaba equipo, murmuró: —El fulano estaba en pelotas. ¿Es que ya no se estila el pijama para acostarse?
Fiesta grande en Malden Road. En el barrio italiano de Chicago. El orondo Aldo Cataldi aún babeaba al contemplar a su hija. La bella Francesca. Con su blanco vestido de novia. Radiante de hermosura. Con un rubor en las mejillas que incrementaba su belleza. Sí.
Derek Brown. Gusto en conocerles. Y yo, Derek Brown, no podía quejarme de cómo me había tratado la vida en los últimos tiempos. No todo el mundo puede decir lo mismo en la época en que tenemos la desgracia de arrastrarnos por este valle de lágrimas. Pero no siempre había sido cuestión de coser y cantar.
Comenzó aquel día lluvioso y húmedo. Comenzó en aquel hermoso edificio de piedra y mármol, de grandes y rápidos ascensores, de cristaleras donde se reflejaba la ciudad como en un espejo, mientras la edificación ascendía hacia la cumbre nubosa de los rascacielos. Yo era entonces Ross Garfield, el ejecutivo modelo. Impecable, elegante sin excesos, vital, jovial sin estridencias, eficaz y seguro de sí mismo.
Opal Crown cerró la puerta y le indicó un asiento. Ella quedó en la butaca de enfrente, muy rígida, con las manos sobre el regazo y las rodillas juntas. Darnell se dijo que Opal Crown poseía todas las cualidades necesarias para despertar una furiosa pasión en cualquiera. Su expresión era suave, delicada, pero las curvas de su cuerpo, y aunque ella no lo deseara, tenían un poderoso atractivo sensual.
Llamadme Johnny. No, no es que pretenda plagiar a Melville y escribir otro Moby Dick. Líbreme Dios de semejante cosa. Ni siquiera me llamo Ismael. Supongo que tampoco el personaje de la epopeya ballenera se llamaría así, después de todo. Mi nombre es John D. Vincent. Pero prefiero que los amigos me llamen simplemente Johnny. Las chicas ya lo hacen. También me llaman cosas más dulces, como «encanto», «cielito» o «macho adorable», pero no las hago demasiado caso porque lo hacen en momentos en que no piensan demasiado en otra cosa que en su propio placer. Tengo una pequeña y sórdida oficina en un bulevar de Hollywood y me ocupo habitualmente de asuntos de poca monta, tales como perseguir maridos o esposas infieles, cobrar recibos atrasados con alguna que otra amenaza, y aportar informes personales a algunas financieras y entidades de crédito.
Karin Desmond se sentía feliz aquella mañana. No le faltaban motivos para ello. Ganar un concurso en el que jamás tuvo la menor confianza, y verse trasladada, súbitamente, desde su aburrida oficina de Londres, a un radiante y soleado paraje mediterráneo donde disponía de dos largas semanas para gozar de la vida sin gastar una sola libra y, más aún, disponiendo de una cuenta corriente bancaria por valor de quinientas libras, aparte los gastos pagados totalmente durante esos quince días, era algo que sólo estaba al alcance de los personajes de novelas rosa, películas amables o cuentos de hadas en versión actualizada, pero jamás supo que se dieran abundantemente en la vida real.
San Francisco, la ciudad de las veintinueve colinas, es sin duda la ciudad más bella y acogedora de América del Norte. Sus calles son en pendiente como las montañas rusas y forman un enorme emparrillado. En lo alto de la colina de Nob Hill está el barrio residencial que llega casi hasta Presidio, vieja fortaleza española, hoy ocupada por el VI Ejército de los Estados Unidos. Es una de las zonas socialmente más distinguidas, y en ella abundan las construcciones victorianas suntuosas y las fincas ajardinadas con torres de gran lujo.
Marilyn Robson, respiró con placer el aire fresco de la noche. Le dolía la cabeza. Horriblemente. La culpa era del champaña. Todavía no había conseguido acostumbrarse a beberlo. La verdad es que el champaña no le decía nada. Prefería un buen trago de whisky.
Vio a la muchacha y envidió al hombre que estaba con ella. Era un tipo afortunado, pensó Hartley Ball, mientras sorbía lentamente el refresco, sentado junto a una mesa, en la lujosa terraza del hotel. La joven tenía un tipo precioso y parecía muy satisfecha de la vida. Además, se veía que era muy simpática, extrovertida, con ansias de disfrutar cada minuto de la existencia. Había una piscina, en la que se bañaban personas de ambos sexos.