Ella, precisamente, que llevaba un periódico en la mano y que miraba de un extremo a otro del interminable pasillo que más bien semejaba el andén de una concurrida terminal ferroviaria, daba la sensación de sentirse como perdida, torpe, abrumada… entre aquel tropel dinámico, entre aquella jauría febril de gente que iba, venía, cruzaba y transitaba, por el inmenso vestíbulo del edificio ubicado en Shore Parkway 1317. Al fin, con un suspiro de alivio y con la misma alegría que el perdido mercader en el desierto se manifiesta al caer de bruces en el refrescante oasis, descubrió la garita del ordenanza, que parecía un moderno kiosko perdido en la lejanía interior de aquella mole granítica, y se fue rectamente hacia ella.
La casa estaba allí, entre los árboles, y resultaba un espectáculo agradable, después de atravesar la ancha faja árida y si apenas vegetación que había entre las afueras de la ciudad y aquel lugar. Flavia Reid suspiró satisfecha al saber que había dado al fin con su objetivo. Cinco minutos después, su satisfacción había desaparecido por completo, sustituida por un sentimiento cercano al pánico. Casi sin enterarse de la forma en que había sucedido, estaba atada de pies y manos, en una habitación, y precisamente en compañía del hombre al que había ido a visitar.
Washington, Distrito de Columbia, es la capital de los Estados, Unidos. Sede del Gobierno federal de la nación, del Presidente, del Congreso y del Tribunal Supremo. Gran parte de la población es transitoria. Cambios políticos de senadores, diputados, embajadores, corresponsales y presidentes. La población local vive ajena a esos cambios y batallas políticas. Feliz de habitar en una ciudad maravillosa y tranquila.
Las últimas defensas de la fortaleza habían cedido o estaban a punto de ceder. Al menos, así pensaba Vic Lester, mientras hacía acopio de bebidas para la noche, en que celebrarla el éxito de su asedio. La fortaleza se rendiría, inevitablemente. Había costado bastante, aunque menos de lo esperado. «Tal vez es que soy un chico muy atractivo y resulto irresistible», pensó Lester, con una punta de ironía, ya que no era nada orgulloso. Pero la frase casi resultaba lógica en aquellas circunstancias.
Foster Maxwell, hombre de recia constitución física, tórax poderoso y rostro sanguíneo —pregón al menos aparente de que debía disfrutar de una salud envidiable—, unos cincuenta y tres años de edad, general de división del ejército USA, director militar de aquella base en la que al parecer se «cocían» proyectos secretos, le sonrió al médico y dijo: —Verá, doctor…, la gente tiene un concepto de nosotros, los militares, que muchas veces y erróneamente nos sitúan fuera o por encima de las normales características humanas. Suponen que somos insensibles al dolor físico, por ejemplo, e incluso al moral.
Vince Lombart abrió los ojos y al instante soltó un quejido. Las sienes empezaron a latirle como si alguien quisiera barrenarlas con un taladro neumático. En los primeros instantes no recordó siquiera dónde estaba. Luego sí; luego lo recordó y de no haber sido por el agudo dolor de cabeza, hubiera sonreído. La habitación estaba en desorden y olía a «ella». Estaba impregnada de aquel aroma a jazmines, o vaya usted a saber qué clase de perfume era aquél, pero en cualquier caso era un perfume tan personal como su turbulenta manera de hacer el amor.
El juez no se inmutó. Era un hombre de cierta edad y aspecto majestuoso, a lo que contribuía, aún más que la toga negra que vestía, su frondosa cabellera completamente blanca. El público esperaba con ansiedad la sentencia que iba a pronunciar el juez Heldman. Más de una vez y públicamente, tanto por radio y televisión como en entrevistas publicadas en diarios y revistas, el juez Heldman se había pronunciado por extirpar de raíz la plaga que era el «gangsterismo» en todas sus manifestaciones.
Dirigió una mirada distraída al multicolor escaparate del puesto de libros y revistas, tras adquirir el paquete de cigarrillos. Dudó entre adquirir un ejemplar de una revista ilustrada dedicada al cine y TV, o un libro de brillante portada. Al final se decidió por uno de estos últimos.
El tren reanudó la marcha y pronto se perdió de vista detrás de una cerrada curva. Arrojé el cigarrillo a la vía, tomé la maleta y busqué la salida andando sin prisa alguna. Los últimos pasajeros que habían hecho el viaje conmigo se apresuraban a tomar los taxis que todavía quedaban en la parada. Yo no me apresuré. ¿Para qué? Tenía todo el tiempo del mundo para mí solo. Contemplé la espaciosa plazoleta que se abría delante de la estación. Había en ella copudos árboles centenarios, arriates de flores bien cuidadas como para justificar el nombre de la ciudad, y poca luz. Los faroles estaban espaciados unos de otros, y dos de ellos no funcionaban.
La muchacha era alta, delgada, esbelta, con una figura merecedora de la primera página de alguna revista importante. Tenía el pelo de color rubio oscuro, como de bronce, y parecía realmente de metal, debido a que lo llevaba muy corto, lo que dejaba al descubierto una garganta de cisne y unas orejas pequeñas y muy bien conformadas. El cabello no era totalmente liso, sino ligeramente ondulado, sin que en ello interviniesen fuerzas ajenas a la naturaleza.
Los ojos de Spencer Winters contenían difícilmente las lágrimas. Hizo una mueca. Estaba emocionado. Muy emocionado. Máxime después de oír las palabras de Ralph Logan, el jefe de personal. El bueno de Logan… Spencer Winters se pasó el dorso de la mano bajo la nariz. Las entrelazadas arrugas de su ajado rostro se acentuaron. Empequeñeció los ojos a la vez que inclinaba la cabeza. Como avergonzado.
Ha vuelto a ocurrir. Fue anoche. He despertado tembloroso y bañado en sudor. Creí que no iba a pasar de nuevo. Pero no ha sido así. Otra vez he vivido la misma terrible experiencia. Estoy aterrorizado. Ahora creo saber que no es simple coincidencia, casualidad fantástica ni una absurda pesadilla sin sentido. Y ahora que sé eso, todavía siento más terror, más inquietud. Más angustia y más pánico.
Ella se dirigía al café Doney procedente de la Puerta Pinciana. Caminaba airosamente, imprimiendo un suave movimiento de rotación a sus caderas. Muchas cabezas se volvían a mirarla. Guy Marlowe la vio desde su mesa y enarcó una ceja. Era una muchacha de extremada belleza y cabellos muy rubios. Sus largas piernas se movían con la seguridad de sus veinticinco años o poco menos.
De pronto, en el silencio de la noche, se oyeron unos gritos horrendos en el interior de la casa. Las luces, apagadas por la hora, se encendieron en la planta baja. Un par de cristales se rompieron estrepitosamente. Se oyó ruido de muebles que crujían y se rompían con enormes chasquidos de maderas rotas. Un par de lámparas se apagaron violentamente. Los gritos se mezclaban con las imprecaciones de furor. Saltaron más vidrios por los aires.
Dirigió una mirada distraída al multicolor escaparate del puesto de libros y revistas, tras adquirir el paquete de cigarrillos. Dudó entre adquirir un ejemplar de una revista ilustrada dedicada al cine y TV, o un libro de brillante portada. Al final se decidió por uno de estos últimos.
La segunda vez que intentaron matarme, empecé a comprender que mi vida molestaba a alguien. Se podrá decir que soy un tipo lento en advertir las cosas, pero no es así. Sencillamente, no me gusta llegar a conclusiones precipitadas. Y pensar que una gran maceta desprendida de una terraza, puede ser un intento de homicidio, siempre resulta algo aventurado.
Sentado en un ángulo del salón de fumadores, Catto Brix encendió un aromático cigarro y depositó un par de billetes en la mano del camarero negro que le había servido el whisky pedido hacia unos momentos. Fuera del vagón, llovía intensamente. Las gotas de agua mojaban por completo el exterior del cristal de la ventanilla. Las ruedas giraban suavemente. En el vagón apenas si había movimiento. Las conversaciones podían escucharse fácilmente.
Estaba sentado ante la mesa y miraba fijamente el objeto metálico, de brillo plateado, que tenía frente a sí. La estancia se hallaba alumbrada solamente por una lámpara, situada a su izquierda, de modo que silo lo que había encima de la mesa podía contemplarse con todo detalle. El resto de la habitación permanecía en una discreta penumbra. No se percibía el menor sonido.
EL juez Bruce Aymler abandonó su despacho un poco tarde aquella noche. Había tenido mucho trabajo durante todo el día, a causa de aquellos dos casos a presidir durante la semana, ambos demasiado importantes para dejárselos en manos a sus suplentes, antes de emprender sus bien merecidas vacaciones. Por algo en las dos circunstancias lo que se veía era una causa por asesinato, y la solicitud del fiscal era la de pena de muerte. El juez Aymler era un hombre minucioso y bien organizado. No se marcharía a disfrutar de sus días libres fuera de la ciudad, dedicándose a la pesca y la lectura, sin antes dejar ambos casos juzgados y sentenciados. Cuando la vida de un hombre estaba en juego, era preferible atar todos los cabos. Esa era, al menos, su opinión profesional y humana.
El nombre era Lawrence Philibert Spencer Boston, pero sus conocidos, tanto amigos como enemigos, le llamaban Larry Boston. Algunos creían que había nacido en dicha ciudad y le llamaban Boston Larry. Una buena parte de las personas que le conocían, de ambos sexos, le daba un calificativo poco agradable: Larry el Canalla.