En el bar de Simpson, el personal no hacía otra cosa que realizar comentarios sobre la nueva figura tenística del país: John McEnroe. El muchacho había ganado el Masters celebrado en el Madison Square Garden, tras haber dejado en la cuneta al flamante Jimmy Connors y derrotado en la final al morenito Arthur Ashe. Ya teníamos otro ídolo. La masa necesita de ídolos para seguir arrastrando el gusano por este perro mundo. A mí me importaba todo aquello un rábano. El suceso de aquel día, para mí, era otro muy distinto. «Crazy Old» había entrado quinto en la sexta del Aqueduct, y me había dejado con lo puesto. Posiblemente han leído muchos principios como éste, pero lo cierto es que los tipos como yo, cuando no hay trabajo y sólo queda la calderilla en el bolsillo de la chaqueta, va y tenemos la ocurrencia de echar el resto a la suerte.
Willie Sanders, alias «El Bondadoso», se sentía de un magnífico humor. Willie había hecho el negocio del siglo, el que le iba a permitir vivir sin trabajar el resto de sus días. Y todavía era joven, porque no había cumplido los treinta y cinco años. Sí, tenía mucha vida por delante. Sería una existencia regalada, sin preocupaciones, una casa con jardín y piscina, servidumbre, viajes de vacaciones al Caribe… La perspectiva no se podía presentar mejor. Le había costado un poco de trabajo, pero eso, ¿qué importaba? Al final, la gente decente siempre recogía la recompensa por sus buenas obras.
Ned Altman empequeñeció los ojos. Tal vez para centrar mejor su mirada en el individuo. Un individuo joven. De unos treinta años de edad. Abundante y descuidado pelo negro. Ojos oscuros. Nariz perfilada. Mentón cuadrado… Sus facciones, aunque correctas e incluso atractivas, acusaban una sempiterna indiferencia. Una expresión de hastío que resultaba irritante. Vestía chaquetilla de pana que pedía a gritos un pase por la lavandería. La camisa con los dos botones superiores sin ajustar. El nudo de la corbata desplazado. El pantalón había perdido la raya. Los zapatos también requerían un buen lustre.
La había visto en muchos sitios, aunque nunca personalmente y menos tan de cerca. Para él, Dagmar Pelham lo tenía todo: juventud, belleza, inteligencia; era rápida, vivaz, sobresaliente en buen número de deportes, excelente pianista… Si hubiera querido dedicarse al canto en plan profesional, sería ya una estrella de ópera. Stuart Smith, con la copa en la mano, viéndola desde un rincón discreto del jardín en donde se celebraba la fiesta a la que asistía, se preguntó qué hada habría derramado todos sus dones sobre aquella hermosa muchacha. No, se dijo, un hada sola no había sido. Imposible, se necesitaban al menos un centenar, o Dagmar Pelham no sería lo que era actualmente.
Era dulce y bonita, largos cabellos dorados. No tendría más allá de los veinte años. —¿Es usted Stuart Douglas, el detective privado? —me preguntó con una voz casi angelical. Le dije que sí y me hice a un lado para franquearle el paso al interior de mi oficina. Una vez nos acomodamos en mi despacho, con la luz del mediodía entrando a chorros por el amplio ventanal que daba al Lincoln Park, ella dijo: —Estoy preocupada por Amos.
El jurado estimó que el acusado era inocente y, en consecuencia, el juez decretó fuese puesto en libertad, exculpado por completo de todos los cargos que se habían formulado contra él. Enormemente satisfecha, Diana Dubbs abrazó a su defendido. El fiscal cruzó la sala para felicitarla. —Un buen trabajo, miss Dubbs —elogió. Diana agradeció los cumplidos. Recogió sus papeles, que guardó en la cartera y, con ella en la mano, se dirigió hacia la salida.
Ben Colby entró aquella mañana en los laboratorios del pabellón de investigación química de la Universidad de Berkeley, California. Fue una visita casual, casi rutinaria, para reunirse con un compañero de profesorado, David MacIntire. Pero de ese simple hecho dependió su futuro y el de muchas otras personas. Si Ben Colby, al terminar demasiado pronto su clase de Lógica y Psicología, no hubiera pensado en reunirse con MacIntire, para ir luego juntos a almorzar, como hacían muchas veces, las cosas hubieran sido muy diferentes para él y para cuantos vieron influido su destino por la persona de Ben Colby.
Los dos hombres terminaron pronto su tarea. Mientras uno la sujetaba por los brazos, situado iras ella, el otro, arrodillado, ceñía a su tobillo izquierdo una ancha argolla de acero, que cerraba mediante un candado unido a su vez a un largo y flexible cable de metal, cuyo extremo opuesto iba a pasar a una anilla firmemente sujeta a uno de los muros de la pared. Luego el que había puesto el grillete en el tobillo femenino se incorporó, e hizo saltar la llave con la palma de la mano un par de veces, y miró sonriente a la cautiva.
El cliente se llamaba Kent Parker y se trataba de un joven de veinticinco años, bastante tímido e inseguro de sí mismo, con un flamante título universitario bajo el brazo —abogacía—, que deseaba unos informes precisos acerca de su novia, con la cual tenía el proyecto de casarse en breve. El chico, por lo que dejó entrever, parece ser que quería presentarse en su pueblo natal con el título y una esposa. Un abogado en Harryville —lugarejo perdido de la mano de Dios, con dos mil habitantes escasos— iba a resultar una fiesta y una mujer como Deborah Stevens algo así como el estallido de la dichosa bomba de neutrones. La chica estaba sensacional, yo lo había podido comprobar, sólo con la vista, claro. Desde el principio ya me pareció un tanto extraño que una hembra así pudiera unirse a un joven como Kent Parker. El muchacho también debía tener algún mal presentimiento y por eso me contrató.
Llegué a la tierra del presidente Carter cuando éste era noticia de primera plana junto a Anastasio Somoza. Había tenido tiempo durante el trayecto en tren para leer los periódicos e informarme de cómo estaban las cosas en el mundo —aunque algunas noticias me habían llegado ya durante mi clausura— y sacar mis propias conclusiones. Jimmy Carter, después de su alocución pública al país, había recibido sobre su mesa la dimisión del gobierno en pleno, hecho histórico en Estados Unidos. Por su parte, Tachito había abandonado su poder de sangre y corrupción para instalarse en Sunset Island, Miami Beach, con el beneplácito de nuestros máximos dirigentes, en agradecimiento por haberles librado de uno de esos pesados periodistas que tanto incordian. Los compañeros de Bill Stewart, por supuesto y sin rubor, habían acudido al aeropuerto de Homestead y luego a la rueda de prensa en su residencia para hacerle los honores. Allá, en Nicaragua, a dictador muerto, dictador puesto; todo seguía espantosamente igual[1]. En Irán, por poner otro ejemplo, había sucedido ídem. Y nuestro cacahuetero quejándose públicamente de la crisis moral y espiritual del pueblo, de la falta de fe. ¿Cómo no, hermano, después de guerras inútiles, Watergate, canalladas made in CIA, chanchullos políticos, altos mandatarios que mueren cuando están en lo más gozoso con la secretaria de turno…?
Estaba nevando mucho en aquel momento. Ella y yo casi chocamos al empujar las puertas de las oficinas simultáneamente, no sé si por nuestro común afán de huir del frío exterior, o sólo porque, deseábamos fervorosamente alcanzar la oportunidad de ser recibidos por el grande, inaccesible, y para nosotros, casi mítico personaje llamado Oscar Siegel, representante artístico de la empresa de Lorna Lancaster, la primera empresaria del teatro musical de Broadway. Lo cierto es que tropezamos al empujar las pesadas vidrieras y nos quedamos como dos tontos, mirándonos mutuamente, con expresión atribulada. Ella sonrió, y su sonrisa logró desarmarme.
Una absoluta rareza. Una historia que encaja perfectamente dentro de la colección «Servicio Secreto», pues tiene una intriga de agentes y megalómano de turno, al estilo James Bond y sus némesis. Sin embargo, también existe una sub-trama de ciencia ficción, con animales marinos mutados y convertidos en gigantes. Entre esos animales hay tiburones, y de hecho se menciona la película de Spielberg, si bien, por misteriosos motivos, se evita aludirla directamente. En el lado negativo, sin embargo, cabe apuntar que es una de las novelas peor cuidadas por parte de Curtis Garland, en lo que a redacción se refiere. Los fallos de sintaxis son abundantes, y da la impresión de que esta obra la escribió más deprisa de lo que era norma en la época, pues hay errores a mansalva. No sólo un fallo característico en él como era la profusión de posesivos —algo inherente, por cierto, a muchos autores españoles, demasiado acostumbrados a leer (malas) traducciones del inglés—, sino que la construcción gramatical de muchas frases resulta terrible. Lástima, porque la simpatía y vigor de la historia hubiera incitado una obra de gran valía.
Llegué al Buster Club a las doce en punto, hora en que había sido citado. A la entrada un uniformado empleado, muy educado, me pidió el carnet de socio y yo le dije que había sido invitado por la señora Lois Carson. El hombre estaba al tanto, me pidió excusas y me facilitó la entrada. Tras atravesar un amplio y limpio vestíbulo, alcancé una sala biblioteca. Allí se encontraban buen número de personas, mujeres en su mayoría, leyendo libros o revistas. La señora Carson me había dicho que la encontraría en dicha sala vestida de negro.
Peter Holbrock pulsó el llamador de la puerta. La hoja de madera se abrió a los pocos segundos. Franqueada por un individuo de unos cincuenta años de edad. —Buenas noches, Holbrock. Pase, por favor. Celebro que haya sido puntual. El estupor reflejado en el rostro de Peter Holbrock fue muy fugaz. Casi inapreciable. Reaccionó esbozando una sonrisa comercial de las muchas que proliferaban en el edificio. Reducido. Antesala, despacho y servicios. Se adentraron en el despacho.
Un misterioso asesino que parece tener el cuerpo cubierto de acero está matando a los agentes secretos británicos más destacados. El jefe del Servicio Secreto decide que Darrin Wolfe, un ex agente caído en desgracia y que actualmente cumple condena, es el más indicado para hacer frente a esta situación por causas muy particulares… Unas ligeras gotitas de terror y alguna más de ciencia ficción junto con una trama interesante y un tanto original conforman esta excelente novela policiaca de Garland. Aunque una de las «sorpresas» finales se ve venir de lejos, hay otra que si que pilla desprevenido al lector… o por lo menos a un servidor. La portada, como siempre, no refleja nada que aparezca en la novela pero han tenido el detalle de poner ese «Cráneo de acero» aunque no se corresponde con la descripción que de él hace el autor.
El teléfono rompió a sonar haciendo añicos la quietud del dormitorio. La rubia murmuró algo en sueños. El hombre que dormía a su lado ni se enteró. El teléfono siguió y siguió, hasta que la muchacha abrió los ojos, se incorporó sobre un codo y le miró a él. —¿Paul? —balbuceó, soñolienta. Paul McGee yacía igual que muerto, respirando acompasadamente en un sueño total y profundo. Ella hizo una mueca y le sacudió.
El muchacho que apareció por mi oficina aquella mañana no tendría más allá de los veintidós años. Era moreno, de piel bien curtida y cabellos negros recortados por un peluquero que debía conocer el oficio. Sus ojos oscuros, protegidos por unas espesas cejas, poseían brillo y fuerza. Vestía ropas deportivas, elegantes, de precio. En conjunto, puede decirse que era un chico con distinción. —Me llamo Joe Benson —se presentó al alargarme la mano—, y deseo contratarle. Me pareció muy bien, pues últimamente estaba necesitado de trabajo. Le llevé hasta mi despacho, ofreciéndole asiento y tabaco. Luego me dirigí al amplio ventanal que daba al Lincoln Park y lo cerré. Me senté frente a él, separados por la monumental mesa escritorio, me quité el cigarrillo de los labios y le pregunté qué quería exactamente de mí.
El hombre que entró en el Banco, ofrecía un aspecto bastante vulgar. Vestía cazadora de color claro, camisa de rayitas, pantalones tejanos y zapatillas deportivas. El pelo era abundante y rizado, de color castaño; en cambio, no se podía ver el color de los ojos, debido a las gafas de color que usaba, tipo piloto aviador. Un gran mostacho negro adornaba su labio superior y llegaba casi a los bordes del mentón. En la mano izquierda llevaba una bolsa de lona azul. El cajero se puso en guardia instantáneamente. Presintió que iban a ser víctimas de un atraco. En aquellos momentos, salvo dos clientes, no había en el Banco otras personas que los empleados.
—Una fiesta muy animada —dijo el hombre. —Sí, bastante —contestó Larry, a la vez que rechazaba con un gesto el ofrecimiento de un camarero de color, ataviado con chaquetilla corta, blanca, y pantalones rojos. —A algunos les encanta celebrar los cumpleaños. A mí, no —manifestó el sujeto con voz que parecía proceder de lo más profundo de una sepultura. Lane le miró un instante. Aquel individuo estaba tan fuera de lugar en la fiesta, como un pingüino en la arena de una plaza de toros. Era alto, delgado, de rostro muy pálido y sus mejillas eran chupadas, dando la sensación de que era un hambriento crónico.
La noche estaba clara y el tiempo era agradable. Marvin Keagle decidió volver a pie a su casa, a fin de desentumecer un poco los músculos de sus piernas. Se había quedado más tiempo de lo necesario a fin de dejar resuelto un asunto de cierta importancia, cosa que, al fin, había conseguido, no sin meditar a fondo todas las implicaciones del mismo. En recompensa, se quedaría al día siguiente un rato más en la cama, y acudiría a su trabajo sin prisas. Se había comunicado con su jefe, quien después de conocer la buena noticia, había dado su aprobación a la decisión del joven. Keagle era joven, ya que aún estaba por cumplir los veintiocho años. Tenía una salud a prueba de bombas, una inteligencia más que mediana y era moderadamente ambicioso. Vivía solo en un apartamento cómodo, decorado por él mismo, según sus propios gustos, del que cuidaba una mujer que acudía cinco días a la semana; tenía ya unos miles de dólares ahorrados en el Banco y, por el momento, no sentía inclinaciones de encadenarse a ninguna mujer en lo que los pedantes suelen llamar «dulce yugo del matrimonio».