LA jungla de lona y resina. Las doce cuerdas. El ring. El mundillo denso, dramático, áspero, y tremendo del boxeo.
Un ambiente idóneo como elemento dramático de primer orden. El cine lo ha demostrado infinidad de veces. No siempre acertó en tratar el tema del pugilismo en las pantallas. Pero dejó auténticas obras maestras del género, títulos imborrables en la Historia del Cine: “Ciudad de Conquista”, de Litvak; “Sueño Dorado”, que lanzó a William Holden al estrellato; “Más dura será la caída”, de Robson, un crudo alegato de la corrupción y el fraude en el boxeo; “El Gran Sullivan”, sobre los tiempos heroicos del boxeo y su primer gran campeón...
A Burton Page no le gustaba mucho los desplazamientos aéreos.
El ruido apagado de los motores le recordaba la íntima sensación de vacío bajo los pies, a cinco mil metros de altura, y la aparición esporádica de los acerados alerones del avión le producía una inquietud que no podía reprimir pese a su experiencia en vuelos.
Fumaba incansablemente desde hacía casi dos horas.
El lujoso Hotel Ambassador, en Miami, tenía un jardín más que espacioso y estaba dotado de tres piscinas. Ahora, en plena temporada, ricos ociosos de todas las partes de la Unión pasaban sus vacaciones allí. Uno de estos millonarios, Richard Milazzo, se encontraba tendido en su cómodo sillón de lona extensible, vestido con traje de baño y con gafas oscuras, saboreando un martini blanco.
CESÓ la conversación cuando Rogers, el criado de los Killough, llegó con el servicio; una bandeja con bebidas frescas. «Whisky», un cubilete de hielo, y zumos para «cocktail». Lo dejó todo sobre la redonda mesita, que estaba al borde de la piscina de la quinta, situada en Riverside Avenue, en Jacksonville, Florida. —¿Desean algo más? —No, gracias, Rogers. Puede retirarse —dijo el más viejo de la reunión.
VIÓ enseguida las gafas oscuras. Gafas de vidrios totalmente negros, espejeantes casi. Montura de acero brillante. Gafas grandes, muy redondas. Apenas si dejaban adivinar la auténtica expresión del rostro. Las gafas se movieron bajo las luces como centelleos de azabache en movimiento. Con ella, el hombre mismo parecía danzar, flotar o deslizarse en el aire, ingrávidamente. Sus gafas absorbían incluso su posible personalidad. Cruzó ante ella. Pareció que iba a elegir la mesa inmediata, pero cambió de idea o es que nunca realmente tuvo intención de hacer tal cosa.
El inspector Nye Chapman redujo la velocidad al acercarse al cruce de caminos, que, partiendo de West Palm Beach, en la península de Florida, conduce a distintos puntos de la zona pantanosa de Los Everglades, que rodea al lago Okeechabee. Miró el letrero indicador del destino de cada uno de los tres caminos que se bifurcaban allí. Tomó por el del centro, una vez orientado.
El sol quemaba. Las pistas del aeropuerto Bernardo Mendoza estaban desiertas y el silencio era casi completo. Casi, porque millones de moscas producían un zumbido constante y adormecedor. En una de las pistas laterales, un potente birreactor particular parecía un enorme pájaro de alas metálicas, cansado e incapaz de emprender el vuelo. Un pájaro adormilado y abatido por el intenso calor del trópico.
Los siete hombres avanzaban bajo un cielo de cobre, siguiendo una senda áspera y llena de piedras, que serpenteaba a través de descarnadas colinas que parecían formar parte de un paisaje lunar. Destrozados, llenos de polvo hasta los ojos, aquellos siete hombres seguían caminando hora tras hora, maldiciendo el polvo, la tierra ardiente, el calor y la maldita arena. Caminaban silenciosamente, soportando el sol; con las camisas rígidas por el sudor y el polvo, con las espaldas encorvadas bajo el peso de los voluminosos macutos de lona.
SOLO llevaba unas cuantas horas en París. El avión de TWA que le había dejado en Orly procedía de Nueva York, si bien Brad Sturgeon había comenzado aquel viaje partiendo de Washington. Sí, Brad Sturgeon era agente especial del FBI, adscrito a la División de Seguridad Nacional, con el raro privilegio de recibir órdenes directas de «lo alto». Ahora estaba en París.
Las diez y siete horas, veinte minutos y tres segundos del verano de 197… Ésa era la hora que marcaba el gran reloj de la torre central del viejo Ayuntamiento de Puerto Palmeras. Y la calma de la tarde quedó rota por largas ráfagas de ametralladora.
ES un invierno muy frío. El más frío que he conocido—había dicho Barry Aubrey, al abrir la puerta vidriera, en medio de un aullido de viento y un remolino de sucia nieve.Nadie se lo discutió. Aubrey cerró la puerta con un golpe seco y se quedó mirando a los escasos concurrentes dispersos por la barra y las mesitas del parador de carreteras.
XKW TV., presenta su programa nocturno predilecto, «Crimen de 8 a 9.» la bra su televisor un minuto antes de las 8 P.M.I» «'Máscara Púrpura' sigue su siniestra carrera de crímenes, frente a las fuerzas de la Ley». «¡Vea en el 'Canal XKW' el programa del escalofrío, el terror y el suspense! ¡Vea a 'Purple Mask', el fantasma alucinante, el criminal sin rostro, en el espacio más dramático de la televisión!». Eran todos ellos «slogans» llamativos. La gente acude siempre a la llamada del miedo, a la cita con las emociones fuertes. Eran «slogans» muy conocidos de las publicaciones de TV o de las emisiones donde se anticipaban programas sucesivos por el «Canal 36», o «Canal XKW».
Si al pequeño y arrugado Tsing Hu le hubieran preguntado por qué aguantaba con tal estoicismo su oscuro y desagradable empleo, él hubiera contestado sin vacilar que sus doce hijos y su esposa eran algo tan importante para él, que pensar en ellos no le dejaba tiempo de pensar en otra cosa. El lugar era tan salvaje, tan solitario, que a otro cualquiera que no fuera Tsing Hu le hubiera asustado. Aquella noche, por ejemplo, sin luna, flotando en el aire oscuras masas de vapor de agua, surgiendo del corazón de la tierra como algo fantasmal, terrorífico. Pero no se trataba de que el oriental careciese de nervios, o que sus nervios fueran de acero.
Caminé despacio hacia el mueble. Alcé la tapa. Puse la placa sobre el plato. Pulsé una de las recias rojas y blancas. El aparato comenzó a funcionar. La melodía se extendió suavemente por la estancia. Pareció brotar al principio con timidez, como con miedo. Luego cobró volumen. Un piano emitía notas rítmicas, bajo unos dedos hábiles y sensitivos. La partitura era como si flotase en el ambiente y lo llenara todo. Luego, de repente, sonaba el grito.
SEÑORES pasajeros del vuelo Madrid-Roma-EI Cairo, de la compañía TWA. Tengan la bondad de dirigirse a la pista de despegue, donde el avión se halla situado, para salir dentro de breves minutos…La voz monocorde repitió su mensaje en inglés, francés y alemán, por los altavoces del aeropuerto internacional de Barajas, en la capital de España.Los pasajeros se incorporaron perezosamente de la amplia sala de espera destinada a vuelos internacionales. Otros, abandonaron la barra o las mesas del bar, encaminándose decididos a los accesos a las pistas de despegue del aeropuerto.Entre aquellos pasajeros se encontraba Karin Ritcher.Y también Duncan Robson.
La inauguración tenía lugar aquel día. Era una más en una larga serie de inauguraciones programadas, y ello revelaba la gran capacidad industrial de sus promotores. En esta ocasión se trataba de una presa. Una formidable, moderna, gigantesca presa hidráulica, que se alzaba ya majestuosamente, bloqueando el mayor cauce de las aguas del Colorado. Una presa capaz de rivalizar en fuerza hidráulica con la Roosevelt Dam, la Boulder o la Coolidge.
Helga no pensaba aprovechar la «ocasión» del avispado comerciante del cementerio para desguaces y para liquidar lo poco aún utilizable. Helga no era una chica que se preocupara por los coches. No para tenerlo ella, al menos. Nunca necesitaba coche. Se paraba al borde de la ruta, hacía un gesto, y rara vez le fallaba. Había muchas autostopistas por allí y por todas las carreteras. Todas las armas eran manejadas astutamente por la muchacha del auto-stop, rubia cenicienta, de larga melena lacia al uso, de rostro pecoso pero atractivo y sensual, de figura alta, esbelta y endemoniadamente provista de todo eso que hace a una mujer, a contraluz, parecerse a un ánfora de curvas. Ella lo sabía, y también entraba en su técnica la búsqueda del contraluz preciso.
El sudor pareció estallar dentro de mí, derramarse pegajoso por mis poros. Intenté moverme. No pude. Nadie puede moverse cuando las ligaduras aprietan tanto, cuando el cuerpo y las extremidades de uno están ligados a la cama, cuando solamente la cabeza tiene animación, por el solo movimiento del cuello, por un leve, limitado movimiento, por el simple juego de una garganta, de unos pocos músculos y tendones en completa libertad que permitían a la cabeza girar de un lado a otro, abatirse sobre la almohada, húmeda de sudor, o erguirse un poco, en marcha implacable sobre mi propia piel.
La conocí aquel día invernal. Estaba nevando en las calles de Manhattan. Hacía frío, ese frío suave y casi apacible que sustituye al más intenso y crudo, anterior a una nevada. Además aquella era una de las más intensas nevadas que recuerdo. Quizás la más fuerte de los últimos diez años, y eso que el invierno de Nueva York es duro y poco dado a concesiones amables con sus habitantes. Nunca olvidaré aquel día, por muchos años que transcurran. Nunca…