El atraco les ha salido perfecto a los forajidos. Doscientos mil pavos de botín y ni un fallo. La operación ha resultado óptima. Aunque, sí, han tenido un pequeño fallo. Pero no tiene demasiada importancia. A fin de cuentas, el muerto no pertenece a la banda que asaltó el Banco. Se trata de un infeliz que pasaba en aquel momento, un transeúnte de los muchos que circulaban por las inmediaciones del lugar donde se ha producido el suceso. Bah, para ellos, menos que nadie. Los atracadores salían ya con su botín, sin que se hubiese producido la menor alteración, ni una voz más alta que otra, ni un solo disparo. Entonces fue cuando pasaba aquel pobre hombre. Debió ver algún conocido, porque levantó la mano, para llamar su atención. Los atracadores han creído que se trataba de un policía que hacía señas a algún compañero apostado en las inmediaciones. Entonces, uno de ellos le ha metido cuatro balas en el cuerpo, así como suena. El pobre hombre ha caído sin decir ni pío, sin saber siquiera lo que ocurría.
A Gillis Wheeler le gustaba que le llamasen amo, más que jefe o patrón. Wheeler, en el fondo, era un romántico y muchas veces se consideraba de más en esta época. A él le hubiera gustado más vivir en el siglo pasado y en el Sur, dueño de una inmensa plantación y de un millar de esclavos, que curvarían el espinazo al paso del amo, montado en un alazán de Kentucky, respetado y considerado por la vecindad y con altas aspiraciones en la política. Pero como eso no era ya posible en la segunda mitad del siglo , Wheeler tenía que conformarse sin la plantación y sin los esclavos, aunque sí había conseguido que le llamasen amo los cuatro miembros que componían su pandilla. Wheeler y los suyos se hallaban congregados en una habitación someramente amueblada, aunque había sillas para todos y una ancha mesa redonda en el centro, alrededor de la cual tenía lugar la conversación en la que, hasta el momento, Wheeler había llevado la voz cantante. En uno de los ángulos se veía un viejo televisor y en la pared opuesta había un gran armario, cuya madera había perdido ya el brillo original hacía muchos años.
Lo primevo que hizo fue apagar las luces del departamento. Luego, con un extraño objeto en las manos se acercó a la ventana. El objeto era un tubo de metal negro, mate, muy ligero, de unos cinco o seis centímetros de diámetro, acodado en los extremos. Su longitud era de unos tres metros. Se lo había construido un amigo de la Marina de Guerra. El, por supuesto, había proporcionado los materiales, baratos y fáciles de obtener: los trozos de tubo y las lentes. En resumidas cuentas, era un periscopio.
TEXAS ha de ser libre! ¡Quien tenga un poco de coraje que coja sus armas y su caballo y nos siga! Al grito de libertad eran muchos los tejanos que se alistaban en el pequeño ejército de voluntarios que se estaba formando en la provincia mejicana.
Gordon Lumas es uno de los seudónimos utilizados por José María Lliró Olivé. También utilizó los ALIAS, FIRMAS, SEUDÓNIMOS: Buck Billings, Clark Forrest, Delano Dixel, Gordon Lumas (A veces, Gordon C. Lumas), Marcel D’Isard (grupal), Max (a veces, Mike) Cameron, Mike Shane, Milly Benton, Ray Brady, Ray Simmons (a veces, Simmonds), Ricky C. Lambert, Sam M. Novelista de variados registros, durante la dictadura franquista convirtió la novela de bolsillo en “novela de acción reportaje”, narrando en forma de ficción, los acontecimientos reales que sucedían en Barcelona, durante tiempos de brutal represión y feroz propaganda.
Gordon Lumas es uno de los seudónimos utilizados por José María Lliró Olivé. También utilizó los ALIAS, FIRMAS, SEUDÓNIMOS: Buck Billings, Clark Forrest, Delano Dixel, Gordon Lumas (A veces, Gordon C. Lumas), Marcel D’Isard (grupal), Max (a veces, Mike) Cameron, Mike Shane, Milly Benton, Ray Brady, Ray Simmons (a veces, Simmonds), Ricky C. Lambert, Sam M. Novelista de variados registros, durante la dictadura franquista convirtió la novela de bolsillo en “novela de acción reportaje”, narrando en forma de ficción, los acontecimientos reales que sucedían en Barcelona, durante tiempos de brutal represión y feroz propaganda.
Gordon Lumas es uno de los seudónimos utilizados por José María Lliró Olivé. También utilizó los ALIAS, FIRMAS, SEUDÓNIMOS: Buck Billings, Clark Forrest, Delano Dixel, Gordon Lumas (A veces, Gordon C. Lumas), Marcel D’Isard (grupal), Max (a veces, Mike) Cameron, Mike Shane, Milly Benton, Ray Brady, Ray Simmons (a veces, Simmonds), Ricky C. Lambert, Sam M. Novelista de variados registros, durante la dictadura franquista convirtió la novela de bolsillo en “novela de acción reportaje”, narrando en forma de ficción, los acontecimientos reales que sucedían en Barcelona, durante tiempos de brutal represión y feroz propaganda.
Gordon Lumas es uno de los seudónimos utilizados por José María Lliró Olivé. También utilizó los ALIAS, FIRMAS, SEUDÓNIMOS: Buck Billings, Clark Forrest, Delano Dixel, Gordon Lumas (A veces, Gordon C. Lumas), Marcel D’Isard (grupal), Max (a veces, Mike) Cameron, Mike Shane, Milly Benton, Ray Brady, Ray Simmons (a veces, Simmonds), Ricky C. Lambert, Sam M. Novelista de variados registros, durante la dictadura franquista convirtió la novela de bolsillo en “novela de acción reportaje”, narrando en forma de ficción, los acontecimientos reales que sucedían en Barcelona, durante tiempos de brutal represión y feroz propaganda.
—¿Me va a decir qué es lo que viene buscando? ¿Y por qué se ha hospedado en el hotel más caro?
—Cuando lo ha hecho es porque podrá pagar. ¿Pregunta a todos los forasteros lo que vienen buscando? No creo que para venir a Houston se necesite buscar algo o a alguien.
—Pues este tendrá que hacerlo.
—No se debe armar tanto ruido porque el dueño de ese caballo que le gusta a usted, Chiest, no quiere venderlo por muchos dólares que le ofrezca.
Dejando que su cabalgadura caminase a su albedrío, torció la vista y sus agudos ojos se clavaron en una amplia construcción que, a su derecha, próxima a la “Meseta del Caballo”, se extendía olímpicamente con sus amplios barracones, su dilatada empalizada de espino y su vivienda grácil y amplia, denotadora de la omnipotencia de su dueño. Aquel era el rancho “Y Doble”, propiedad de Ted Deninson, su más enconado e irreconciliable enemigo. El terreno que pisaba hasta donde se perdía su vista pertenecía al potentado ganadero, uno de los más rices del Estado de Utah.
DENNY Garland era la personificación de la mala suerte. Todo cuanto emprendía, salíale mal. Empezaremos por decir que Denny Garland no tenía familia, ni amigos, ni fortuna. Más solo que un hongo, braceó con coraje en el mar de la vida, pero jamás pudo llegar a puerto. En su perenne ambular, halló desdenes, desengaños, vicisitudes sin cuento y aventuras desagradables, pero nunca un cariño, una amistad, un amor.
Rock se había criado con Lee en aquel bendito valle de los Ojos Negros, cerca del río Hondo, en la parte baja de California; pero, al morir el padre de los Perkis, Rock, de carácter más aventurero y menos apegado a la salvaje poesía de las montañas y los valles, decidió tentar la suerte, marchando, primero, a Los Ángeles, y más tarde, a San Francisco, donde tras rudo bregar logró ser nombrado gerente de una compañía maderera que, al florecer, gracias a la energía de Rock, hizo que éste adquiriese una gran preponderancia en la empresa, alcanzando un sueldo muy digno y un interés en el rendimiento total de las ganancias.
A juzgar por su indumento, debía ser un sempiterno vagabundo de las praderas y los poblados, donde era más fácil y cómodo agenciarse la manutención distrayendo a la gente que doblando su recio espinazo sobre la tierra o con el lazo en la mano. Vestía una camisa bastante decente de llamativos cuadros azules y rojos, un pantalón gris ajustado a las piernas por las altas botas de espuelas de rodela, un chaleco amarillo con una cadena de dudoso metal, atravesada de bolsillo a bolsillo, de la que pendía un arete encerrando en plata un número 13 y un sombrero gris perla algo deslucido, ítem más el consabido pañuelo rojo mal anudado al cuello para enjugar el sudor. Representaba unos veintiocho años y era de facciones correctas, ojos negros bien sombreados, que parecían sonreír al mirar con cierta laxitud e indiferencia; su rostro estaba tostado por el sol, pero se mantenía terso y fresco, y la línea de sus labios curvados era suave y riente, mientras su mentón, un poco cuadrado, se adelantaba como el pico de un buitre, denotando energía, aunque quizá mal aplicada.
Lo mismo para el bien que para el mal, el número 13 había sido decisivo en la vida y muerte de Bob Tait. Nacido un 13 de diciembre, en un rancho de Nuevo México, contaba 13 años cuando su padre pasó a mejor vida y quedó con su hermano Travis bajo la tutela de su tío Sam, el cual asumió la dirección del rancho y trató de que sus dos sobrinos se hiciesen hombres de provecho para, en su día, entregarles la hacienda paterna que debía continuar floreciendo bajo su custodia. Pero Bob era un carácter rebelde a toda disciplina. Desde el primer momento se declaró antagónico con su tío, no admitiendo la férrea disciplina que éste trató de imponerle y justamente el día que cumplía 13 años desapareció del rancho con un caballo, un revólver al cinto y un saco en el que había metido sus más imprescindibles prendas, algunas vituallas y 13 dólares que poseía por todo capital.
¡Ocho años de encierro! Ahora que quedaban muy atrás los muros de aquella cárcel, le parecía mentira que hubiese poseído arrestos para soportarlo. Ocho años eran casi una juventud, sobre todo cuando apenas había nacido a la vida y ya supo de las amarguras de un encierro y de las restricciones de una libertad que era lo más deseable y lo más hermoso que gozara desde que tenía uso de razón. Durante su encierro, las sombras de la cárcel parecían haber ahogado en su memoria las causas que truncaron su libertad de un modo tan trágico y en plena floración; pero ahora, bajo la alegre luz del sol, como si éste desenterrara recuerdos dormidos, volvía a aparecérsele claro, nítido, preciso, todo el cuadro dramático de su desgracia.
Wayne se dio cuenta de ello cuando ya la ciudad se hallaba a la vista. Desde el recodo de la senda que acababa de doblar, distinguía en la tarde brumosa, muerta en luz por los plomizos nubarrones que se corrían hacia el Oeste, el conglomerado de edificios que, en el fondo gris del paisaje que le rodeaba, adquirían un tono opaco y poco alegre, a pesar de su hacinamiento y variedad. La senda, como todo el paisaje, estaba embarrado, el agua había caído con furia durante dos días; también el fornido cuerpo de Wayne acusaba las huellas de los martirizantes chaparrones, pero esto no importaba nada al jinete. Era duro y recio, había soportado toda clase de fatigas en su joven, pero exuberante vida, y no era el agua inofensiva cuando caía disgregada del cielo lo que le podía producir miedo.
Por el estrecho «cañón», de paso angosto y de zigzagueante trazado, la caravana de carretones entoldados camina lentamente, guiada por el instinto de los animales del vehículo de cabeza cuyo conductor, vencido por el cansancio de tantas horas sin descanso, deja que la cabeza martillee sobre el pecho en un sopor inconsciente, aun a trueque de rodar por el bordeante precipicio, en cuyo fondo se oye el rugir de las aguas violentas.
El día estaba bochornoso. El sol, como una hoguera de infierno, lucia en un cielo esmeralda, limpio de nubes, y la poca brisa que soplaba del lado de la divisoria, en lugar de portar la caricia del agua, parecía el rescoldo de una lumbrarada. En tanto que el vetusto vehículo había rodado junto a la margen del Colorado, aquella temperatura saturada de fuego había resultado soportable para Wess debido a la caricia mansa del auro del río; pero desde el momento en que dejó a su izquierda el Colorado y derivó hacia el Este, en busca del próximo poblado, el ambiente se había resecado, la atmósfera aparecía más cargada de agobio y de electricidad, y sus pulmones parecían encogerse por la presión de una mano invisible que les impedía absorber el aire preciso para su funcionamiento.