Van Champe y Tom Rodney, apoyados en la jamba de la puerta de la taberna titulada El Cimarrón, título sugerí do porque el famoso río cruzaba por el poblado, se enderezaron al unísono abandonando su actitud indolente y abúlica. Acababan de ver avanzar hacia la taberna a Roger Ferguson y el corazón les decía que si Roger pasaba de la puerta iba a haber fuego de revólver en profusión. Dentro del local, bastante cargados de alcohol y siempre dispuestos a la pelea, estaban los hermanos Abraham y Andrew Taft y como entre los hermanos Taft y Ferguson se abría un abismo de odio, difícil de llenar el encuentro en semejantes condiciones podía provocar un día de luto en Togo. No solamente eran peligrosos ambos hermanos, con serlo mucho, sino que Ferguson acaso resultase más duro y violento que ellos. Todos coincidían en afirmar que había nacido con pólvora en lugar de sangre en las venas y esto, en una región tan áspera y bronca como Oklahoma, a los pocos meses de ser repartida la tierra entre los más broncos y audaces de todo el Oeste, significaba mucho.
Pocos minutos había tardado el jurado en deliberar y dictar su fallo. Se condenaba a Zachary Mac Kinley a Grovens Wilkie y a Woodron Coo-lidge a sesenta dólares de multa por cabeza y a ser expulsados del poblado si no justificaban en un plazo de veinticuatro horas que poseían un empleo honrado donde trabajar. La multa se les aplicaba por poseerse indicios de que habían intentado abollar unas reses descarriadas en las cortadas. Caso de no satisfacer los sesenta dólares en el acto, cumplirían un día de cárcel por cada dólar de multa y una vez cumplido el arresto, serían puestos al otro límite del poblado, bajo la amenaza de un año de cárcel si volvían a penetrar en Merwin. Los tres condenados a tan dura pena, se miraron con consternación al oír la sentencia. Ninguno poseía arriba de veinte centavos en el bolsillo y era para ellos muy áspero convertirse en huéspedes de aquel fiero sheriff, que les había detenido apenas pisaron el poblado, conduciéndoles a sus oficinas sin darles tiempo a echar una inquisitiva mirada por los aledaños de Merwin.
Señores, un poco de formalidad! —gritó Stanley Stuart, golpeando con el martillo sobre el cajón que tenía delante a modo de mesa—. Estamos subastando los efectos pertenecientes a nuestro convecino Irving Yauk y yo espero de todos que, en atención a la dramática necesidad que obliga a esta subasta, pujen con formalidad y honradez los efectos que piensen adquirir. Tengan en cuenta, señores, que lo poco que pueda quedarles después de cubrir la deuda, será de lo que dispongan para su vida futura, que no se les presentará muy brillante. Señora Wolfe, ¿no le da a usted vergüenza ofrecer diez centavos por esta cafetera que costó cinco dólares? Vamos, sea un poco más generosa y puje con seriedad. La vieja Wolfe, con voz chillona, gruñó: —¡Pero si la compro sin necesidad, por ayudarles! Yo no necesito la cafetera para nada. —Pues deje que puje otro a ver si le es más necesaria. ¿Hay quien dé más de diez centavos? —Un dólar—gritó una voz de las últimas filas del corro.
El bosque hablase llenado de ruidos en los últimos meses, empujando la caza hacia las crestas de las montañas, en huida desesperada de aquella perturbación, a sus atávicas costumbres.
Los grupos de leñadores pasaban las semanas derribando árboles, llegando a emplear con los troncos de ocho a diez metros de diámetro, cartuchos de dinamita que hacían caer con estrépito y grandes destrozos en los árboles vecinos, a aquellos gigantes coníferos.
Entre la espesa niebla que cubría el monte Hood, de 11.225 pies de altura, abríase paso con dificultad, frotando las manos entre sí, combatiendo el frío reinante en tal altitud, un hombre joven cubierto con un traje de gamuza y colgando del hombro derecho un Winchester de repetición. La estatura de este joven armonizaba con la vegetación que le rodeaba. Ésta se elevaba sobre los vecinos y él había de destacar al lado de otros seres, pues no todos alcanzan los seis y medio pies, que no tendría menos el cazador.
Nap Turpin empujó con el codo las puertas movibles del saloon El Infierno y por un momento quedó tenso en la jamba destacando su firme busto a la resplandeciente claridad rojiza de las lámparas que alumbraban profusamente el salón. Tuvo que parpadear un tanto para asimilarle aquel reflejo recio e hiriente, en contraste con la oscuridad que reinaba en la calzada. Acababa de hacer su acostumbrada ronda por el poblado solitario y silencioso en sus calles y callejas y ahora, al penetrar en el turbulento local, el más frecuentado y también el más bronco de Arkalon, casi en la raya de Texas, quedó como deslumbrado. Al poblado, hasta pocos meses atrás, pudo considerársele como una pequeña balsa de aceite. Poseía sus tipos un tanto rudos y peleadores, sus vicios, sus pequeñas pasiones y sus rencillas locales, como todos los pueblos del Oeste; pero de poco tiempo atrás se había convertido en algo demasiado bronco por culpa de aquel maldito traficante, egoísta y acometedor llamado Jeff Morke, que, en su afán de ser el verdadero y omnipotente dueño del poblado y de algo más, había abierto un canal de inmigración de reses, de las que subían a Wichita y al adquirir cientos de astados para un negocio de gran envergadura que estaba iniciando, llevó con el negocio una ola de locura, de vicio y de pelea, encarnada en los rudos peones que conducían hasta allí los hatajos que adquiría y que estaban encerrando Arkalon en un fiero cerco de bramantes y astadas testuces.
¿Cuántas millas llevaba recorridas durante los quince días de ininterrumpido éxodo que arrastraba a sus espaldas? No las podía calcular, pero eran muchas, muchísimas, casi más de las que podía aguantar su envarado cuerpo, pero el instinto de salvación le advertía que su odisea aún no había terminado y que Dios sabía cuánto tiempo debía durar aún esto, en el caso favorable de que no fuese alcanzado o descubierto por algún sheriff, amigo de meter la nariz en los asuntos ajenos.
De vez en vez, un pequeño montículo, la nota aislada de una granja o una casita, los palos del telégrafo que parecían dar vueltas en torno al tren jugando a un corro imaginario, o la movible silueta de un carro cruzando por las estrechas veredas abiertas entre los trigales era cuanto se le ofrecía a sus ojos de viajero cansado y aburrido. No era mucho para quien acababa de cambiar el panorama dinámico y urbano de una gran ciudad, por aquel otro bucólico y campesino, muy interesante para agricultores y ganaderos, pero, aburridísimo, para quien como él no había nacido más que para la vida muelle encerrada dentro de los arrabales de una capital.
La hoguera bien cebada de reseca grama, ardía alegremente retorciéndose en rojizas y amarillentas saetas que se diluían en un humo denso, al pretender ganar la altura. El humo, en brazos de una brisa cálida y pegajosa que solamente la pureza del ambiente hacía agradable, ascendía casi rectamente hasta formar una velada cortina por debajo de las verdes hojas de los enebros, para después irse diluyendo mansamente, hundida en las sombras un poco azuladas de la noche. Olía a tocino frito. Éste chirriaba en la pequeña y ennegrecida sartén puesta a las llamas, mientras Hack Mescall, inclinado sobre la hoguera, cuidaba atentamente de su modesto condumio. El bosque en sombras, casi diluía su atlética silueta. A no ser por el cortante reflejo de las llamas que silueteaban su rostro y parte de su busto, hubiese parecido una sombra buida flotando por la densidad de los enebros y encinas que lujuriosamente se apiñaban como si les faltase espacio donde dilatarse. Un zumbido sordo como el murmullo de una nutrida conversación sostenida en tono pianísimo, zumbaba en torno a la hoguera. Era la brisa montañera rezongando al rozar los espesos ramajes por los que se filtraba suavemente en un aleteo imperceptible. La voz eterna de los bosques cuya conversación era un secreto sólo descifrable para los árboles a quienes iba dedicada.
Si se hubiese producido una pertinaz sequía que durase todo un año, si hubiese estallado una horrible tormenta acompañada de piedra, vertiendo del cielo la devastación durante dos días o hubiese estallado una horrible peste sin medios para combatirla, seguramente que ninguna de estas tremendas calamidades hubiese producido más estragos y sobresaltos en Boquillas, el pequeño poblado del sur de Texas, junto al río Tornillo, casi en la divisoria de Texas, que amenazaba con producir la llegada a él de Helen Brudna, hermana de Alice Brudna, la exmaestra del poblado, que acababa de cesar en su cargo de desasnar traviesas criaturas, para contraer matrimonio con Robert Joy, no mal acomodado granjero y dueño de dos importantes molinos instalados en la orilla del río. Al cesar Alice en sus funciones de maestra y pasar a regentar su hogar, lo hizo con alegría, pero sintiendo un grave disgusto por dejar abandonados de toda enseñanza a aquellos traviesos gorriones, a los que se había acostumbrado y los que le hacían mucha gracia, pese a sus travesuras y a la poca afición que sentían a verse encerrados media docena de horas al día, deletreando los alfabetos colgados de la pared de la pequeña escuela y aprendiendo una geografía complicada que ellos no creían necesitar para alcanzar nidos en los árboles y encontrar las márgenes del río sin necesidad de apelar a ninguna clase de mapas. Pero ella, con paciencia infinita y algunos caramelos repartidos con sabiduría, les había ido encauzando poco a poco, y si bien no acudían a clase por amor al estudio, lo hacían atraídos por las golosinas y porque Alice, con calma infinita y bondad sobrada, sabía granjearse su simpatía y sujetarles medianamente, consiguiendo lo que nadie en su puesto hubiese logrado.
Yuma había estado un tanto apagada desde que las minas de oro de Picacho, al otro lado del río, dejaran de dar el producto exuberante que durante algún tiempo rindieron a los aventureros de todas las castas, pero ahora, con el ferrocarril, la vida áspera volvía a animarla y cada día entraban en el poblado grandes grupos de aventureros, que acudían como las moscas atraídas por el olor de la miel. Para aquella clase de gente, su emplazamiento era ideal. Río arriba, afluían las barcazas, que después de doblar el Golfo, desembarcaban materiales y víveres para el interior de Arizona y California. Por otra parte, la frontera mejicana era un salvoconducto en un bolsillo para poder eludir en muy escaso tiempo cualquier cuenta a rendir ante las autoridades de una y otra zona.
Sami era un chaval de unos quince años, delgado y espigadillo, eterno gorrión de las praderas, que se pasaba la vida recorriendo los contornos de Mohave City, desdeñando olímpicamente los esfuerzos de la señorita Traex, la maestra de escuela. Era una pugna entre ambos, en la que la maestra salía siempre perdiendo, pues no conseguía verle una hora en su clase en toda la semana. Pero, en cambio, se conocía mejor que los lagartos todos los recovecos en veinte millas a la redonda y siempre estaba en todos los sitios donde no hacía falta. Hijo de peón de rancho, llevaba en la sangre, sin darse cuenta de ello, el amor a los astados, y así, cuando se comentaba en todo el pueblo la pugna existente entre ganaderos y ovejeros, sus simpatías estaban del lado de los primeros, y parecía un espía destacado vigilando todos los movimientos que los rebaños de rumiantes hacían desde la salida del sol a la puesta.
Finales del año 1885. Todo el norte de Dakota se hallaba asolado por una de las más terribles sequías que registraba la historia de los Estados Unidos. Ganaderos y agricultores, batidos por la desgracia, veían cómo sus tierras y sus rebaños se agostaban, resecaban, agrietaban o morían víctimas de la más espantosa sed. Arroyos, manantiales y ríos se habían secado hasta los límites; encontrar una gota de agua, aun para las necesidades más primordiales, era un tesoro incitador para los hombres, torvos, huraños, hiperestésicos, deambulaban como sombras, con los ojos fijos en el abrasador cielo, maldiciéndole y escupiéndole cuando la saliva brotaba de sus resecas gargantas. Cualquier incidente, cualquier roce sin importancia, provocaba una discusión, una pelea o una muerte. Se peleaba por nada, por desfogar la rabia y la desesperación y, a veces, cuando un hombre caía abrasado a tiros, como si ya tuviese poco fuego en su sangre, el matador le contemplaba estúpidamente y se preguntaba si no hubiese sido mejor para él ocupar el lugar del muerto, acabando así todos sus tormentos y angustias.
A figura de Geoffrey Happy, uno de los seis tahúres cuyas mesas atraían como el imán a aquellos demonios de mineros del campo de Clinton, en muy escasas semanas se había convertido en el hombre más popular de toda la cuenca aurífera. ¿Existía alguna razón especial para ello? Quizá ninguna destacable, y esto hacía el caso más desconcertante. Happy había llegado al poblado con el garito de Bill Lavery, aquel excepcional hombre alto y fibroso, de ojos hundidos y pelo azafranado, que explotaba el garito más lujoso e importante que rodara por los quebrados terrenos de California y Nevada.
Tienes veinticuatro horas para salir del poblado, Riby—dijo Ralph Hurter balanceando su enorme corpachón con petulancia, mientras su pesado colt, a causa del vaivén, parecía un siniestro péndulo flagelándole las duras caderas—Cuando un hombre quiere presumir de serlo y no sabe, no tiene cabida donde hay hombres de verdad dispuestos a demostrarlo. Supongo que sabrás lo que esto quiere decir. O sales de aquí, o tendrás que oponerte con el revólver en la mano a que te eche a patadas. Son veinticuatro horas las que te doy para pensarlo—y de modo despreciativo, se volvió de espaldas a su rival para dirigirse a la barra del mostrador, donde pidió un whisky. Un silencio oprimente se había impuesto en la taberna durante el breve incidente. Todos tenían sus ojos pendientes más que en Ralph Hurter, que era el que había lanzado la angustiosa amenaza, en Charles Riby, un joven delgado y flexible, de ojos azules, pelo rubio ensortijado y cuerpo demasiado delgado para competir con la maciza humanidad de su retador.
Francis Lao, uno de los dos comisarios a las órdenes del sheriff Merrit Lasky, penetró, rojo como una artemisa, en el despacho de su jefe. Las piernas le temblaban como dos muelles recién saltados, su pecho jadeaba de algún esfuerzo demasiado violento y en sus ojos ardía una luz siniestra de rabia y cólera mal contenidas que le ahogaban. Lao era un hombre de estatura media, metido en carnes, rayando una edad que más se inclinaba a pasar de los cuarenta que a mantenerse en la treintena, pero a pesar de ello demostraba vigor y fortaleza. Su rostro era abultado, sus carrillos grasientos y salientes, sus ojos casi redondos y su cabellera crespa y rebelde.
Las sombras empezaban a desdibujar el paisaje y Anton miró a derecha e izquierda con desconfianza. No eran aquellos lugares muy seguros para nadie a horas tan propicias para las emboscadas. Hacía algún tiempo que se venían desarrollando sucesos muy confusos en aquel lado de Nebraska, rayando con Dakota del Sur...
DESDE la ventana del pequeño comedor de su bonita choza, instalada en lo alto de una eminencia en lo que poco antes eran los arrabales de Coolville a muy escasas millas del río Ohio, Bud Andrews, acodado sobre la jamba contemplaba con éxtasis el reducido, pero riente panorama que se desarrollaba por debajo de él. A su lado, Irene, su esposa, se apretaba contra él para ocupar una parte de la estrecha ventana y seguía con mirada complacida y riente la trayectoria de la de su esposo. Irene era una mujer de belleza sencilla, pero espléndida, y frisando en los veintisiete, pero que a simple vista parecía no exceder de los veinticinco.
SIDNEY, sin borrar de sus labios la sardónica sonrisa que adquiriera a la salida del Salem Saloon, se dirigió a la posada del río, un edificio de adobe y ladrillo de dos pisos, próximo al Villamette. Se trataba de una posada bastante tranquila, con ventanas bajas a la parte del río, por su fachada posterior. El enigmático joven había estado horas antes eligiendo habitación. La que más fue de su agrado, la encontró en el primer piso, con una amplia ventana a la parte trasera, a unos dos metros y medio de altura del piso...
DEMASIADO densa era la atmósfera que reinaba aquella noche en El Ancla de Plata, la enorme y sórdida taberna instalada frente a los muelles en la parte más bronca y atrabiliaria de los arrabales de Omaha, el importantísimo poblado ribereño junto al Missouri, centro neurálgico en aquellos momentos de toda la vida activa de Nebraska.
UNAS horas durmió Zoltan hasta la caída de la noche. Estaba rendido de un largo viaje sin apenas abandonar la silla más que las horas imprescindibles para el descanso y sentía cierto temor a exhibirse por el poblado; no un temor físico, sino moral. Su padre se lo había advertido, pero no necesitaba que lo hiciera. Sabía la mucha hostilidad que su presencia en el poblado despertaría y retrasaba adrede el momento de ponerla a prueba.