Es curioso observar cómo en todos los pueblos del Oeste, al ser elegidos los vecinos como si respetasen una sagrada tradición que nadie podía romper, lo primero que se cuidaban era de alinear más mal o más bien los edificios a los lados de una ancha vía, que invariablemente cortaba el poblado en dos. Fuera de esta calle, todo lo demás era abigarrado, antiestético, estrecho y casi siempre sucio. Las casas se amontonaban sin orden ni concierto, formaban vanos absurdos, callejas infectas, que las más de las veces sólo servían de vertederos, rincones oscuros y peligrosos, recovecos y ángulos caprichosos, pero la calle principal, que siempre era bautizada con un nombre pomposo, esa debía ser espaciosa, gigantesca y tan larga como espacio habitado reuniese el pueblo.
AUSTIN McLean se iba al infierno de cabeza. Él lo sabía, pero no parecía muy preocupado por ello. Había dado demasiada guerra en el mundo y se creía compensado de haber ganado un buen lugar en los dominios de Pedro Botero, donde seguiría guerreando con todos los conocidos que, habiendo partido por delante de él, estuviesen allí esperando su llegada.
MERY Dunn se afanaba trabajando activamente en el pequeño y tosco horno de yeso que había construido con sus propias manos en el interior de aquella mísera barraca de mal unidas tablas, que formaba su modesto establecimiento en el corazón de la turbulenta ciudad minera de Unionville en Nevada. Era una barraca construida con tablas de cajones de botellas de whisky que había recogido pacientemente en los garitos del poblado, y la cual se elevó gracias a la habilidad y energía de Jules Floyd, quien con bastante maña pudo conseguir levantar aquel modesto cuadrado recubriendo su parte alta con trozos de latas de conservas, para formar un techo que le preservase de la lluvia cuando las nubes derramaban pródigamente su caudal...
UNA tenue claridad lechosa, precursora del nuevo día, empezaba a filtrarse por las ventanas del garito cuando finaba la emocionante partida de póker que había durado exactamente catorce horas consecutivas. Catorce horas de tensión nerviosa, de mascar con rabia o nerviosismo las gruesas puntas de los cigarros negros y recios, de apurar de forma mecánica sendos vasos de whisky para mantener los sentidos avivados durante la larga noche. ..
PENETRÓ Eric Noame en el pequeño cafetín de la estación y aspiró con alivio el cargado ambiente que producía la estufa al rojo, erguida en el centro del establecimiento. Arrojó con gesto cansado la pala y el azadón, que colgaban sobre sus recios hombros y medio se derrumbó sobre una banqueta. Estaba realmente cansado. La faena en el campo era dura bajo el hielo y el recio viento que soplaba procedente de las llanuras centrales y a pesar de su fortaleza, se sentía vencido por el trabajo y el tiempo...
QUINCE años cumplidos, día a día, en la prisión de Denver, eran muchos años de encierro para un hombre acostumbrado a los grandes horizontes y a moverse con una libertad salvaje, a través de todo el Oeste. Hugh Seitz, los había cumplido con resignación, contando los minutos que iban transcurriendo y los que faltaban por transcurrir hasta la hora dichosa de su libertad...
HALLÁBANSE a caballo sobre lo alto de una dura loma, con el sol hiriéndoles de frente, en aquel atardecer de primavera que era como una caricia a los sentidos. Hasta ellos llegaba el olor acre de las ingentes espigas de hierba, aún verdes, altas y firmes, que al soplo de la brisa formaban suaves y caprichosas oleadas de un mar extraño que no se parecía a nada y que nunca se podía olvidar después de haberlo admirado una sola vez. La pradera se perdía en derredor como algo absorbente que se revelase contra el dominio del hombre. ..
QUINCE días llevaba ya Griffith Irwing consumiéndose de tedio e impaciencia en una de las jaulas de las oficinas del sheriff de Casa Grande, un poblado de Arizona a caballo sobre la línea general del ferrocarril Sud Pacific, que atravesaba el territorio de Oeste a Este desde la divisoria de California a la de Nuevo Méjico.
BAJO el verde emparrado del porche que prestaba una grata y fresca sombra, Duff Exway, el más rico y respetado terrateniente de Brownfield y cien millas en derredor, fumaba displicente medio derrumbado en una larga silla de extensión que le ofrecía holgura para estirar su larga y viril silueta, un poco pesada a aquellas horas por el calor del principio de la veraniega tarde y por la laboriosa digestión.
EL jurado del pequeño pueblo de Klona, en el Estado de Washington, próximo al río Yakima, acababa de emitir su fallo. La brusca y pendenciera persona de Thorme McLeod quedaba acusada del asesinato de Olaf Dunn, y los siete hombres buenos que se habían reunido para estudiar el caso, estaban conformes en que la pena merecida era la de ser colgado de la rama de un árbol...
LA tarde de aquel sábado, el patio del rancho B. O. B. propiedad de Ernest Coster, presentaba una extraordinaria animación. Todo el equipo se hallaba presente esperando que terminasen de conferenciar el dueño y Max Jackson, el capataz. Todos habían sido advertidos de que debían esperar órdenes antes de disponerse a gozar del asueto semanal y una viva curiosidad dominaba a todos.
ALLÍ estaba el odioso pasquín, claro, rotundo, contundente, como una muda, pero terrible amenaza que nadie ni nada podía evitar. Su texto escueto, pero amenazador, ponía a buen precio su cabeza. Cinco mil dólares en el acto a quien le entregase muerto o vivo a las autoridades del Uvalde o a cualquier miembro de la Policía Montada de Tejas.
CUARENTA mulos cargados de plata procedentes de las minas de Sierra Madre, próximo a la divisoria, eran el fruto a la audacia y el esfuerzo de la cuadrilla de Tin Harrison, más conocido por Tin «el Escurridizo», a causa de lo mucho que había dado que hacer, tanto a las autoridades norteamericanas como a la policía federal de la raya de Méjico, sin que en muchos años de persecución y celadas hubiesen conseguido echarle mano. El golpe había sido magnífico, aunque costoso en vidas.
CHICKASHA no era un poblado cualquiera del oeste de Oklahoma, sino un poblado de una importancia suma por su situación estratégica digna de ser tenida en cuenta no solamente por ganaderos y petroleros de la región, sino por los elementos de condición dudosa, que atentos al mejor desarrollo de sus sucias actividades, no anidaban nunca en rocas peladas poco productivas y expuestas a infinidad de contratiempos, sino que buscaban los lugares densos, propicios a su negocio, y, sobre todo, aptos para iniciar a tiempo cualquier retirada que les pusiese a cubierto de peligrosos avatares.
CUATRO cadáveres estaban alineados, quizá demasiado simétricamente, en el polvo de la calzada. Los cuatro con los ojos muy abiertos, reflejando en sus vidriosas pupilas no se sabía si la rabia o la sorpresa de haber recibido la muerte sin poder volver su guadaña hacia los que la empujaron hacia ellos y encogidos en posturas semi grotescas, que hacían aún más repelente su contemplación.
EL fiero mastín de los Hiltt ladró furiosamente por detrás de la alta y poderosa cerca de adobe recién reforzada, y con las orejas puntiagudas y la boca medio abierta, clavó sus ojos en la cerrada puerta adelantando sus patas prontas a saltar. Carolina, la madre de los Hiltt, al oír el sordo gruñido del perro, abandonó velozmente las faenas caseras que realizaba y tomando un rifle que tenía apoyado junto a la jamba de la puerta lo empuñó con fiereza. Luego saltó ágilmente, a pesar de sus años, ganando el remate de una carga de leña que se apilaba junto a la cerca y con el rifle en posición de disparar miró intensamente hacia el sur.
LA hacienda de don Pedro Aguirrezábal estaba enclavada en el valle de Independencia, en el nordeste de Nevada, al pie de la áspera y brava serranía del mismo nombre que, como una enorme espina dorsal de un saurio antediluviano, se corría hacia la divisoria de Idaho, lamida en su lado oeste por el rio Owyhee, apreciable caudal de agua que, descendiendo desde las proximidades de Silver City en el estado fronterizo, retorcía su cauce por el sudeste de Oregón y en un giro brusco y caprichoso horadaba las estribaciones de la ingente sierra.
través del gran vano de la puerta que daba entrada al hotel, se distinguía en su mayor parte la amplia plaza inundada de fuerte sol. Aquella plaza y la calle principal eran los dos lugares más destacados de que podían sentirse orgullosos los habitantes de Leedy, en Montana, a la orilla del sucio Missouri. Todo lo demás era un conglomerado de casitas bajas y descuidadas, enclavadas a capricho, formando callejas estrechas y torcidas, calles muertas en su mitad por algún tapial que las cortaba arbitrariamente o barracones aislados que en conjunto formaban el poblado...
CARLTON Dacres, sentado cómodamente en un sillón del despacho, con las piernas cruzadas indolentemente y la pipa entre sus fornidos dientes, fumaba con displicencia y miraba a su sobrina Ilona con aire despectivo, mientras en sus labios, finos y crueles, florecía un conato de-sonrisa irónica. Amery, su hijo, un mocetón alto, algo espigado, no mal parecido, pero con unos ojos grises de pupilas indefinidas que parecían no mirar nunca determinadamente ningún objeto, se apoyaba en el quicio de la ventana con la mano derecha hundida en la cinturilla del pantalón y la izquierda acariciándose la puntiaguda barbilla. Ambos permanecían atentos a las reacciones de la muchacha, que, tras la mesa del despacho, en pie, les fulminaba con sus ojos negros y luminosos, como si quisiera abrasarlos con el fuego de sus pupilas.
EL cuadro que se desarrollaba a los ojos del curioso espectador ajeno a él, era pintoresco y bullicioso hasta marear. Toda la orilla del sucio y poco caudaloso Big Blue, al otro lado de Beatrice, en el sudeste de Nebraska, apareció superpoblada de carros entoldados, carretones de pesadas ruedas recubiertas de llantas de hierro sin engrasar, de carricoches destartalados que amenazaban ruina y se mostraban al parecer incapaces de realizar una caminata de una docena de millas y de otras clases de vehículos más o menos seguros y ligeros, que parecían reunidos allí para dar una sensación variada y extravagante del ingenio de los constructores de toda clase de medios de transporte.