Durante el verano habían hecho acopio de ella y la amplia leñera, un cobertizo amplio recubierto con una recia tejavana de entramado, cobijaba ya cantidad suficiente para el invierno. Pero aunque la noche avanzaba vertiginosamente, aún había resto de luz gris que permitía ver con cierta claridad el terroso patinillo, donde además de la leña apilada en el cobertizo, se amontonaban cajones, barriles, angarillas y algunos útiles en desuso allí almacenados.
La culpa de que la recia amistad que durante varios años ligara a Sack Bowers y Chuck Cassidy se rompiera, la tuvieron dos caballos. Ninguno de los dos quiso reconocer que la culpa fuese de los equinos y sí de su contrario, pero lo cierto fue que por los caballos rompieron la fuerte amistad y estuvieron a punto de matarse. Sack era capataz de un rancho. Presumía de ser el mejor jinete de todo Texas y no le faltaba razón, pues dominaba los caballos como pocos y hacía diabluras en la silla.
El valle de los Vencejos en aquel vano solitario de Dakota del Norte, era en realidad un valle bastante pequeño, próximo a la beneficiosa influencia del río Kenife, pero aunque hubiese sido más grande y dilatado que el desierto de Arizona, hubiese resultado demasiado estrecho para evitar que las familias de los Bowers y Ios Sorreis, no tropezasen. Ambos clanes sabían lo peligroso que era vigilar la supervivencia en aquel verde y al parecer apacible rincón de Dakota, pero ninguno estaba dispuesto a cambiarlo por otro lugar, aunque les hubiese sido ofrecido con dobles ventajas. Era cuestión de amor propio, de vanidad, de prejuicios y de odios sin saciar, los que les clavaba en aquel terreno peligroso. El destino podía pasear la muerte de un extremo al otro del valle y su fina guadaña podía ir sembrando vidas al albur, pero mientras un miembro de cada familia continuase en pie y pudiese empuñar un rifle o un revólver, ninguno se iría.
El sedimento que todas las grandes conmociones nacionales producen, había sembrado el que antes era pacífico poblado, de multitud de nuevas construcciones, de tabernas y garitos en profusión, de casas de mala nota y comercios que florecían al amparo de la línea y sobre todo del campamento minero, aún a las puertas de la ciudad, y todas estas construcciones, estos comercios lícitos o ilícitos, útiles o perniciosos, estaban movidos por la mano, el cerebro, la pasión y la violencia de los hombres.
JEFFRIES concibió el proyecto de sumarse a la pequeña caravana de desertores cuando, después de enterarse de la próxima marchar, se encontró con Sally la mañana siguiente del cuarto día en el almacén del poblado. La joven, por orden de su padre, estaba realizando adquisiciones para el viaje, y Barry, tras esperarla a la salida, la interrogó afectuosamente: —¿Es cierto que abandonáis el poblado, Sally? —Sí, nos vamos. —Lo siento de veras. ¿Por qué?
En el silencio de la noche vibró agudo, penetrante, con la dureza de un pistoletazo repetido varias veces, el ladrido de «Tom», el perro que Leonard Sass soltaba por las noches en los pastos para que vigilase. Poseía más confianza en el tremendo y poderoso mastín, que en la agudeza y práctica de sus peones para olfatear intrusos. Los peones sólo podían descubrirlos por el ruido, si lo producían, pero «Tom» les olfateaba y de nada les servía las precauciones para no denunciarse.
MAC GLORY, al verle, se acercó a él y, tomándole del brazo, preguntó: —¿Qué te pasa, Darryl? pareces muy preocupado. —No mucho... Estaba pensando... —¿En qué? —En nada. Mejor es olvidarlo. —Vamos, Darryl... ¿qué es? ¿Te ha impresionado el relato de Max?
Por tercera vez en sus veintisiete años exuberantes de salud y dinamismo, Morgan Gamet había abandonado su pueblo natal para correr la aventura del oro. Atraído por la leyenda del metal amarillo que había hecho ricos a unos cuantos, pero sin contar a los que había acabado de sumir en la miseria, el vicio o el crimen, Gamet tentó la aventura de nuevo, seguro de que a la tercera iría la vencida; pero tras casi un año de esfuerzos, privaciones, miserias y penalidades, la suerte le había vuelto la espalda otra vez y, un día, como en veces anteriores, sintió la llamada del corazón invitándole al regreso.
El muchacho andaba ya por su séptimo whisky. Era alto, fornido, de cabellos claros, más o menos veinte años, y rostro agradable un tanto arrugado por la vida al aire libre que dio a su tez un tono bronceado. Vestía ropas vaqueras y pendía un colt calibre 44 de su cadera derecha. Bebía en silencio, con el gesto hosco, y era evidente que el adulterado licor estaba haciendo sus efectos en su cerebro. Pero posiblemente, era otra cosa la que causaba su actitud. Durante más de una hora había estado jugando... y perdiendo, en la mesa regentada por Duke Stray.
Las reservas indias de Jacarilla Apache, al norte de Nuevo Méjico, se expandían a la izquierda verdes y brillantes, tupidas de árboles y hierba, junto con accidentes del terreno. Tex Leman se afirmó en la idea de que aquel frondoso paisaje que tenía a su izquierda eran las célebres reservas de que le habían hablado en la divisoria de Colorado como punto de orientación para alcanzar su nuevo punto de destino.
Emmett Weather se miró con profunda atención al espejo antes de abandonar su departamento del hotel Taos, en Santa Fe. Quería convencerse de que no había descuidado ningún detalle de su atuendo y de que no haría el ridículo al presentarse en la villa de Dan Claney cuando fuese oficialmente a pedirle la mano de su hija Nesta, de quien se había enamorado perdidamente.
El sheriff no permitió la entrada en ellas más que a los acusados y a los Linder con su primo. Habían sido los artífices de aquella victoria sobre los bandidos y su testimonio a la hora de levantar el atestado era imprescindible. Alex Kroeger, el sheriff, era un hombre de unos cincuenta y cinco años, fuerte y grueso. Tenía muchas horas de galopar a caballo tras indeseables y sabía moverse con seguridad en su cargo.
Después de la puesta en marcha del Unión Pacific, Wyoming empezaba a adquirir una gran preponderancia colonizadora. Los un poco medrosos que no se aventuraron a seguir al ferrocarril para poner los cimientos de los nuevos poblados a caballo sobre la línea o próximos a ella, empezaban a lanzarse a las sendas para unirse a los más aventurados y así, las caravanas de colonos, ansiosos de afincar en los nuevos poblados al amparo de la concesión de tierras baratas que colonizar, aumentaban.
Oscar se rascó el entrecano y duro pelo dando vueltas a la misiva. A la espalda del sobre aparecían las señas del remitente, un tal Leo King, abogado y notario de Kendrick, en Colorado. El nombre del poblado trajo a su memoria ciertos recuerdos de familia casi olvidados. En Kendrick se hallaba establecido como ranchero un ciudadano llamado Kik Kinney, hermano de una cuñada suya ya fallecida. Kik, si las cosas no habían variado desde hacía muchos años que no tenía noticias de él, era un solterón adusto y agrio que en su juventud no encontró una mujer capaz de aguantarle y cuya familia, empezando por sus dos hermanos, James y Ana, estuvieron distanciados de él a causa de su carácter. Los dos habían muerto y de James había quedado un hijo, Clay, para quien iba dirigida la carta.
El año 1837, en lo que hoy es el Estado de Nuevo Méjico y en un lugar muy aproximado al que en la actualidad ocupa el importante poblado llamado Silver City, existía una colonia compuesta por unos cuatrocientos mejicanos que formaban el poblado Santa Rita del Cobre. El nombre procedía de las ricas minas de dicho metal que se explotaban en aquel lugar, feudo de los feroces apaches, que desde hacía más de treinta años se habían opuesto tenazmente a la explotación de dichas minas.
AQUEL domingo claro y agradable de primavera, las discusiones, en las varias tabernas de Palomas, eran acaloradas y hasta violentas. Palomas era un regular poblado, casi aislado en el suroeste de Arizona, en el inmenso vano de su desierto junto al río Gila. En aquella parte de la orilla norte del río de los Ladrones, como se denominaba al Gila, el único poblado próximo era Agua Caliente. Los demás, había que buscarlos atravesando el río y bajando hasta la línea del ferrocarril a cuyo amparo se habían levantado. Aparte de los pueblos, algunos más bien estaciones de tránsito de la línea, no existían poblados de ninguna especie.
Por todo Montana había circulado la noticia de que, en un lugar hosco, apartado y de existencia dura, se había descubierto un rico yacimiento de oro, al que habían acudido buen número de buscadores, aunque al parecer no todos habían resistido lo trágico de la jornada, o no habían podido soportar el clima brutal allí reinante. Aparte esto, las comunicaciones no existían, extraer oro sin saber cómo guardarlo ni cómo sacarlo sin ciertas garantías, no seducía a muchos. Las experiencias dramáticas de California y Nevada en las primeras épocas de la extracción del oro estaban presentes en muchas cabezas y algunos no se sentían tentados a correr la aventura.
El viejo Sherm Sirley abandonó su cabaña, se atascó bien contra las sienes su desgastado gorro de piel de castor, se levantó el cuello de la recia chaqueta, cuello también de piel, para cubrirse del agudo cierzo de la mañana y procurando no meter mucho ruido con sus enormes botazas de tacones de madera, salió al bosque. Estaba amaneciendo. No se veía aún el sol, pero un débil brillo dorado se filtraba por el espeso follaje de los centenarios árboles de aquella parte de Idaho y metiendo sus callosas manos en los bolsillos del pantalón, echó a andar por el bosque.
Rupert Berke, desde una pequeña eminencia del terreno, seguía con atención el extraño vuelo de aquellas aves. Algo había detrás de aquellos accidentes del terreno que les atraían y Rupert decidió que si un pájaro era curioso, él no tenía por qué ser menos. Lo que llamase la atención a las aves, también podía llamársela a él y sin pensarlo mucho empezó a trepar por los accidentes con ánimo de ganar aquellas alturas y llegar donde las aves carniceras tenían cifrada su atención. Rupert Berke era un muchacho que ya había cumplido los veinticinco años, aunque a veces representaba algo más a causa de la espesura de su cerrada y azulenca barba, que cuando la dejaba crecer más de tres días ponía un duro borrón sobre su rostro. Era delgado, pero ágil, ni guapo ni feo, tenía a su favor la sonrisa un tanto irónica que se dibujaba en sus labios al menor gesto que hacía con ellos. Sus ojos eran negros y brillantes, su cabellera tan espesa como la barba, larga y un poco descuidada y su vestimenta tan vulgar como la del cincuenta por ciento de los hombres del Oeste.
La ciudad de Randolph, en el norte de Nebraska, era una típica población del Midwest americano, tranquila, rutinaria... y aburrida. Allí nunca ocurría nada que valiese la pena de ser contado, lo cual era motivo de orgullo para los conspicuos dirigentes de la comunidad y de veladas quejas entre la juventud y los no muy numerosos habituales a las tres tabernas que vegetaban malamente en una ciudad de cuatreros y puritanos. Pero ya se sabe que de la juventud no hay que esperar sensatez y en cuanto a los otros, constituían la escoria social, gentes de poco más o menos con la que para nada se contaba. Así, Randolph se ufanaba de tu apacibilidad, que ni siquiera aquella tarde soleada de mayo, tres días antes del día en que iba a celebrarse el cuarenta aniversario de su fundación, veíase turbada.