Hubo quien juzgó que acaso fuese el fruto de algunos amoríos ocultos entre una linda mexicana y algún español o hispano californiano de los que habitaban en la baja California. Bien mirado, su temperamento distaba en parte del soñoliento y arrastrante de los mexicanos, pero esto era un misterio que él sólo sabría o acaso él también lo ignoraba. Diego era duro para el trabajo, avispado, eficiente y quizá por esto mismo y porque su temperamento rimase bastante con el áspero y acometedor de su patrón, americano de pura cepa, Diego era considerado en el rancho y tratado de modo diferente al resto de los peones de su misma raza.
Durante todo el día había nevado; a la caída de la tarde la nieve cesó de caer, pero la helada fue recia y el piso se había endurecido como cristal sucio y estaba muy resbaladizo. Bibi Kalman, con el chaquetón de cuero bien ajustado y una bufanda al cuello, había descendido del tren para tomarse una taza de café bien caliente en la cantina. Aunque la estación era pobre, el convoy se detenía en ella un cuarto de hora para surtir de agua la máquina, operación que aquella noche parecía un poco premiosa a causa de que la helada había solidificado el agua en algunos depósitos.
Joe repasó varias veces el contenido del pliego y cuando estimó que se lo había aprendido de memoria, le aplicó un fósforo, lo hizo arder y después aventó las cenizas. Lo que el pliego contuviese era un secreto que el fuego había devorado. Luego desató el paquete que reposaba sobre la mesa y extendió su contenido. Había hasta dos docenas de pasquines del tamaño de un metro por cincuenta con una foto al margen algo borrosa, pero bastante reconocible y un texto en caracteres grandes y bien tintados que podía ser leído a la distancia de unas cuantas yardas.
Aquella precaución si parecía ridícula y miedosa, no era inútil. La había empleado siempre y en dos ocasiones le salvó la vida, pues si no era cobarde, un hombre sorprendido en pleno sueño, puede ser vencido por el más insignificante enemigo. Y Borden tenía ya muchos, sobre todo aquellos que por su cargo ostentaban una estrella plateada al pecho. Ya habían estado a punto de echarle mano, algunos y sólo un poco de suerte y otro poco de audacia lo había evitado.
Joe se despidió del buen amigo que le había curado en cierta ocasión cuando había sido herido por la espalda. Era la segunda herida que recibía de ese modo. En la primera había estado varías semanas oculto en la habitación de una mujer que supo curarle sin que se enteraran los que de haberlo sabido habrían terminado con él de un modo definitivo. Eran por tal circunstancia, las dos personas a quienes estimaba de veras.
Trágicamente se había presentado el viaje para la caravana que capitaneada por Lewis Raff, emprendiera el duro viaje desde el Norte de Dakota, con la esperanza de alcanzar las Montañas Negras antes de que todo el oro, que según la fantasía popular atesoraban, se agotase extraído por otros más madrugadores. Lewis, como sus compañeros de viaje y las familias que a ellos se habían unido, eran unos desesperados de la fortuna, hombres y mujeres olvidados del destino, luchadores sin suerte, que habían agotado sus fuerzas en dura pelea, con la vida, para subsistir medianamente y habían sido vencidos por la fatalidad; gente aburrida y desesperanzada que, antes de dejarse sucumbir como perros famélicos al borde de las cintas de las sendas, habían intentado un poderoso y supremo esfuerzo de supervivencia, lanzándose en pésimas condiciones por las llanuras de ambas Dakotas, sólo con la esperanza de llegar a las Montañas Negras con tiempo de unirse a la riada de los aventureros del oro y sacar a la tierra la parte que anhelaban para remontar su mala suerte.
Vestía una levita de color gris de amplio vuelo, un chaleco rameado, un pantalón listado de tubo y una camisa blanca con chalina negra en forma de mariposa. Aunque sus ropas no eran completamente nuevas, él sabía conservarlas aparentemente, pues para nadie era un secreto que el negocio no iba muy boyante y que pasaba ciertos apuros para mantenerlo abierto. Ace debió equivocarse cuando estableció el garito en Atoka, aquel pueblo del Sur de Oklahoma, a caballo sobre el curso del Muddy Boggy. Quizá debió influir en él el espejuelo del mucho petróleo que se estaba descubriendo en el incipiente estado y creyó que cuando los descubrimientos llegasen hasta allí, aquello sería una nueva Tulsa, que haría de su garito un gran local muy productivo.
Cuando Gus Tunney captó el galope de algunos caballos próximos a las escarpaduras donde se había detenido con su montura, sujetó el caballo contra la roca para que no se irguiese denunciando su presencia y con el colt entre las manos, sujeto con fiereza, se asomó por el reborde de una mella, mirando ansiosamente el paisaje. Temía que hubiesen localizado sus huellas y le persiguiesen intentando su captura. Llevaba algún tiempo realizando marchas penosas para hurtar el cuerpo a las pesquisas de los sheriffs. Varios días agobiantes de huida, acampando en los lugares más inverosímiles, buscando los refugios más absurdos, solo para poder salir de aquel círculo que a él se le antojaba de hierro, aunque ignoraba cuántos y quiénes le andaban pisando los cascos a su caballo.
Cuando a Dinah le comunicaron que su marido había caído muerto en el polvo de las calles del poblado acribillado a balazos, la noticia no la cogió de sorpresa. Ella sabía que Bob tenía que morir así y Bob también lo presumía, pero esta trágica amenaza que al fin se había cumplido, nunca logró intimidar al bravo Bob. Cuando su hermano Rich cayó de la misma manera, él juró a gritos donde quisieron oírle que descubriría a los autores de la muerte de Rich y los clavaría en un tablero como fondo a balazos, todos sabían que Bob no amenazaba en vano y que cumpliría su promesa si descubría a los asesinos, pero también estaban seguros de que estos harían lo posible y lo imposible por adelantarse a él y no darle tiempo a cumplir su amenaza.
Por una extraña casualidad, le habían encontrado herido y privado de conocimiento en un terreno abrupto, al que no hubiesen llegado de no ser porque perseguían a un cervatillo herido y no querían perder su presa. El hallazgo lo habían realizado Viveca y Rob Conn. Los dos hermanos y habitantes en un pequeño y escondido rancho, a unas pocas millas del lugar del descubrimiento. El herido era un joven moreno, cetrino más bien, de excelente estatura, rostro atrayente, aunque muy pálido, quizá por la pérdida de sangre sufrida. Era un joven que contaría unos treinta años y que vestía decentemente como cualquier vulgar vaquero.
Sobre las superficies de las losas había grabadas dos inscripciones que patentizaban los nombres de los muertos, la fecha y hasta el motivo. El jinete que se había detenido al borde del ribazo contemplaba las dos tumbas con profunda atención. Desde la silla, sus ojos agudos y penetrantes estaban descifrando los dos extraños epitafios. El primero, a la izquierda, decía así: «Aquí yace Oscar Maxwell Rigger. Murió asesinado el día 2 de enero de 1880.»
El sol, desmayándose sobre la cúspide de los montes lejanos, dejaba verter sobre ellos un resplandor de incendio que parecía hacer arder las pizarrosas cresterías; los pinos, aferrados a sus laderas, como si temiesen despeñarse hacia el llano, pintaban oroflamas en sus verdes ramas; el cielo, de un azul pálido por Oriente, adquiría matices de tonos cobalto hacia Poniente, y el valle, como una inmensa turquesa, se desperezaba hacia el río que, vestido de plata, susurraba quedamente en su eterno deslizar.
AQUEL pedazo dilatado de tierra llana de la parte casi central de Oregón era tierra de hombres, porque sólo hombres duros, ásperos, vigorosos, curtidos a todas las inclemencias, a todos los avatares y a todas las fatigas corporales y morales, eran los que habían conseguido afincar en ella tras un esfuerzo supremo, que aunque ignorado como otros muchos, podía quedar escrito en las antologías de la colonización.
ERAN las once y media de la noche. Kennett McIver, consultó su reloj con cierta impaciencia. Jack Scoot, uno de los peones de pastoreo de las afueras del poblado, había hecho llegar a él un misterioso aviso a través de un carrero que por la mañana tuvo que bajar al poblado. El aviso, sencillamente, había sido éste: «Dile al sheriff, que esta noche a las once me espere, que tengo que decirle algo que le interesa mucho». McIver no había podido sacar una palabra más al demandadero. Éste aseguró que ignoraba de qué se trataba, aunque quizá se relacionase con la pérdida de algunas ovejas que habían tenido aquellos días.
LOS dos hombres se miraron consternados y rabiosos. Aquella era la tercera tentativa que hacían para penetrar en el valle y las tres veces se habían visto detenidos por rifles amenazadores que, apenas les vislumbraron por los estrechos pasos que conducían al valle, habían tronado contra ellos no alcanzándoles por una verdadera casualidad. Y aquello, para Edmund Torlinson y Matt Benyon era algo incomprensible.
A plaza del pequeño poblado llamado Pedro, en el oeste de Dakota del Sur junto a la ribera del Cheyenne River, parecía aquella mañana celebrar alguna importante fiesta, a juzgar por la cantidad de vecinos que se habían reunido en ella. Podía afirmarse que sólo los ancianos e impedidos habían dejado de asistir a la concentración, tal era el amontonamiento de personal que se apretaba en la plaza procurando dejar el centro libre. Y, sin embargo, no se trataba de fiesta alguna, sino de algo muy trascendental, que acaso fuese la iniciación de una serie de episodios dramáticos cuyo final nadie podía predecir.
DETUVO Yvone Calvert su preciosa jaca al borde del ribazo y se quedó contemplando la tosca cruz de madera clavada en la tierra. Debajo de aquel símbolo funerario no había nada, pero la cruz señalaba un nombre y una fecha harto elocuente. La cartela grabada a punta de cuchillo en la blanda madera, decía: «Aquí murió Boby Best. 13 de agosto de 1884.»
El caballo de Bat Fears buscó de modo inteligente el mejor sitio para vadear el Río Grande desde la frontera mejicana y luchando con la corriente que era dura a pesar de ser la época de estiaje, consiguió clavar sus cascos en terreno americano. Cuando el animal, resoplando y chorreante de agua se detuvo para respirar con fuerza, Bat, acariciando su noble cuello, murmuró: —Otra vez en Tejas, «Relámpago». Parece que fue ayer cuando cruzamos éste rio con un sheriff y tres comisarios pisándote los cascos. Menos mal que era de noche y, aunque dispararon sobre nosotros, no consiguieron hacer blanco. Tres años se han cumplido y espero que en este tiempo se habrán olvidado de nosotros y de mi hazaña.
En mangas de camisa, mostrando al desnudo sus recios y velludos brazos, con dos revólveres al cinto y uno sobre la mesa, Foster Andrews hacía correr la pluma sobre el papel, redactando algo muy importante para su semanario El Eco de Fargo. Fargo era la ciudad importante más avanzada hacia el Este, de Dakota del Norte. Estaba casi rayando con la divisoria de Minnesota y, por lo tanto, a escasa distancia del Red River.
Nunca se explicó por qué le dejaron confinado en aquella cárcel destinada casi siempre a los abigeos que solían capturar por aquel lado de la región. El paisaje se prestaba a los robos de ganado y aunque sólo fuese preventivamente y de tránsito, allí eran llevados los reos de semejantes delitos. Luego, a la hora del juicio, solían llevarlos a Everett, poblado más importante de aquel lugar del Estado y por regla general no volvía a verlos más por allí. Sterling no cumplía condena por ninguna clase de robo de esta especie, pero sí se le acusaba de haber intentado matar a Brian Paget y su hijo, dueño el primero del Banco Rural de un pueblo llamado Salla, en el condado.