Gordon Lumas es uno de los seudónimos utilizados por José María Lliró Olivé. También utilizó los ALIAS, FIRMAS, SEUDÓNIMOS: Buck Billings, Clark Forrest, Delano Dixel, Gordon Lumas (A veces, Gordon C. Lumas), Marcel D’Isard (grupal), Max (a veces, Mike) Cameron, Mike Shane, Milly Benton, Ray Brady, Ray Simmons (a veces, Simmonds), Ricky C. Lambert, Sam M. Novelista de variados registros, durante la dictadura franquista convirtió la novela de bolsillo en “novela de acción reportaje”, narrando en forma de ficción, los acontecimientos reales que sucedían en Barcelona, durante tiempos de brutal represión y feroz propaganda.
Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.
Lynn Fraser terminó de amontonar la leña y sacó una de las largas cerillas de su bolsa de cuero impermeable, la rascó y prendió fuego al matojo reseco que tenía en la mano izquierda, metiéndolo debajo de las ramas. Aguardó hasta ver que prendían las llamitas y luego se incorporó, yendo a tomar la sartén y la bolsa de alimentos. Sentándose sobre una gruesa piedra, dejó la sartén en tierra, abrió la bolsa y extrajo una larga loncha de carne de venado curada, sacó su cuchillo de caza, cortó un razonable trozo y volvió el resto a la bolsa, dejándola a un lado, sacó el bote lleno de grasa y con la cuchara echó una cantidad en la sartén, guardó el cuchillo, tomó la sartén, la puso al fuego y esperó a que la grasa se derritiese.
La granja Holt estaba situada en las afueras de un lindo y pequeño pueblecito, que se extendía perezosamente al sol, a poca distancia de la corriente del Snake, al oeste de Dakota del Sur. La granja había sido instalada treinta años atrás por Abel Holt, un missuriano emigrante, que llegó a aquellos lugares cuando la colonización estaba empezando a fructificar y Abel, duro como el pedernal, afincó en aquel paraje solitario pero alegre, de tierra prometedora, y allí empezó a cultivar sus frutos, a cuidar algunas vacas y a sentar los cimientos de un futuro que si al principio se manifestó incierto, más tarde, gracias al tesón del granjero, terminó por constituir un negocio remunerador. Entre los emigrantes que llegaron detrás de Holt a aquel terreno, lo hizo un llamado Jerome Rice, un hombre alto y fuerte como un roble, que entendía mucho de asuntos de granja. Estaba casado, tenía dos hijos de corta edad y buscaba expansión por aquellas latitudes.
Cuando aquella madrugada, Curt Hawkins se levantaba de su asiento ante la mesa de póker del garito titulado «El Descanso», de los cinco mil dólares con que había llegado dos días antes a Carson City con la muy ambiciosa idea de hacerse rico en la ciudad o en la floreciente y vecina Virginia City, sólo le quedaban en el bolsillo unas cuantas monedas de plata. Pero aparentemente era un honore rico. Vestía un traje elegante, una camisa de blanca seda, zapatos muy brillantes y un solitario en el dedo anular de la mano derecha. Aquél era todo su capital, del que posiblemente se vería despojado si su buena estrella no le protegía como le había protegido algunas otras veces. En su no muy larga pero sí dinámica vida de aventurero, habíase visto por dos veces al borde de realizar sus sueños de grandeza, reuniendo el capital necesario para montar en gran escala un buen garito en alguno de los poblados más violentos, del Oeste, donde hacer fortuna con aquella clase de negocios no era ningún problema, y las dos veces, su ambición por redondear la cifra que se había asignado, le había dejado al borde de la ruina.
Los hombres no son dioses, aunque algunos, en su egolatría, lleguen a creérselo alguna vez. Por ello, tienen los pies de barro y, cuando menos lo esperan, sus pies se desintegran al menor embate y terminan por caer destrozados, sin pena ni gloria. Algo de esto le sucedió a Joseph Morne, cuando se hizo ilusiones prematuras de convertirse en un Dios omnipotente, en cierto lugar de la raya de Luisiana con Texas. Fue esto cuando la guerra de Secesión, cuando la pelea era más enconada y los avatares de la guerra empezaban a inclinar la balanza del lado de los federados. Morne era un tipo híbrido, cuya vida presentaba bastantes lugares oscuros o más bien negros. Sus actividades en los veintisiete años que contaba, fueron siempre producto de las circunstancias, y como las circunstancias, para él, siempre habían sido las que presentaron la peor cara, puede calcularse en qué ambiente se desenvolvió y cuáles fueron sus méritos ciudadanos durante este período de su vida.
Alan Eider, apenas desembarcó del «Ferry» en el que había atravesado la sucia corriente del Río Verde, en Utah y tomando su caballo de la brida, se internó por la senda que conducía al poblado. Era éste un hacinamiento de casas, muy populoso en ciertas horas del día, pero en aquellos momentos sus calles sucias y polvorientas, aparecían casi desiertas. El viajero se adelantó por la calle más ancha hasta descubrir un largo caserón, en cuya puerta campaba un rótulo que indicaba que aquello era el hotel del poblado y deteniéndose ante la ancha puerta, fue recibido por un mozo que preguntó: —¿Qué hay, amigo, busca hospedaje? —Así parece. —Pues dé la vuelta al edificio y encontrará la cuadra. Deje allí el caballo y vuelva.
En el brillante azul del firmamento, detrás de una sierra dentada de altos y desiguales ribazos y pequeños farallones que cortaban aquella parte de la desigual llanura, se recortaban briosamente las nada simpáticas siluetas de una media docena de pajarracos carnívoros que sin separarse de un punto determinado, trazando círculos que estrechaban al descender, formaban una extraña y negra rueda de alas batidas, picos y patas colgantes. Rupert Berke, desde una pequeña eminencia del terreno, seguía con atención el extraño vuelo de aquellas aves. Algo había detrás de aquellos accidentes del terreno que les atraían y Rupert decidió que si un pájaro era curioso, él no tenía por qué ser menos. Lo que llamase la atención a las aves, también podía llamársela a él y sin pensarlo mucho empezó a trepar por los accidentes con ánimo de ganar aquellas alturas y llegar donde las aves carniceras tenían cifrada su atención.
Si hacia el año 1870 hubo en el Oeste americano —concretamente al noroeste de Colorado— algún lugar al que se le pudiese aplicar con toda justicia el nombro de el paraíso de los desalmados, este lugar no pudo ser otro que el que los fuera de la Ley denominaron con macabra ironía “Pozo de la muerte”, un terreno desolado en la tundra del Estado de Colorado, a cierta distancia del White River y distante varias millas del monte Danforth. Lo que nació explosivamente como un poblado y debió ser calificado como tal, pues llegó a cobijar a más de cuatro mil habitantes en su época de esplendor, nació por generación espontánea y sin que su accidental fundador llegase a sospechar nunca que la fugaz racha de suerte que le llevó a descubrir oro en aquella desolada región, fuese su trágica desgracia, y más tarde costase muchas docenas de vidas en el breve tiempo en el que lo que se llamó “Pozo de la muerte”, brilló como una tremenda aurora boreal tinta en sangre. La historia empezó una mañana de ardiente verano, cuando un sempiterno buscador de oro llamado Walter (no se llegó a saber su apellido), recaló con su paciente pollino, sus gamellas, su tienda de campaña y sus herramientas, en un lugar a casi una docena de millas del macizo montañoso de Danforth.
David Carrol penetró en el exótico poblado de Unpgua no lejos del cauce del río del mismo nombre en el oeste de Oregón. Lo hizo por su parte norte tras una larga y molesta caminata a caballo desde Eugene, uno de los más importantes poblados del Estado. Pudo haber bajado en tren hasta Yoncalla y allí en dirección transversal haber atravesado el río, alcanzado el poblado más rápidamente y con menos molestias, pero David tenía sus ideas personales respecto al modo da desarrollar sus actividades y entendió que para el objeto que le llevaba allí le interesaba hacer el viaje recorriendo el paisaje examinándole y reteniéndole en su memoria por si en algún momento se imponía moverse por él de una manera menos tranquila. Unpgua no hubiese tenido nada de particular a no ser que por sus inmediaciones se explotaba la madera con profusión y eran varios los madereros establecidos en aquella zona semisalvaje.
Marcus Gilbert había pasado una agradable tarde en el baile de la plaza en compañía de Sibyl, su novia. Marcus había estado ausente del poblado casi mes y medio, entregado a su movida misión de visitar clientes de la zona para surtirles de piensos para el ganado. La estación había sido muy reseca, los pastos de los ranchos y la hierba de los campos se habían agostado prematuramente y la necesidad imponía remediar la escasez manteniendo el ganado con piensos que, aunque más costosos que lo que el campo les brindaba generosamente, eran muy necesarios para no perder las reses o verlas convertidas en manojos de huesos con piel. En estas ocasiones de sequía, el trabajo para Marcus se hacía más intenso. El refrán de que «no hay mal que por bien no venga» le afectaba enormemente, los pedidos de piensos se hacían más importantes y el traficante se veía y se deseaba para encontrar el género que le solicitaban y poder servir a sus tradicionales clientes.
Alston era un pueblo de poca importancia situado en la llanura de Arkansas a unas treinta millas de Fort Smith, a lo largo del río Arkansas, pero en la parte norte de tan importante vía fluvial. Y a Alston llegó, un atardecer de últimos de primavera, un jinete montando un bonito caballo negro, de finas patas, ojos inteligentes y pelo largo y brillante como la seda. El jinete era un mocetón de seis pies de alto, bien proporcionado de esqueleto, lo que hacía disimular un poco su alta estatura. Era moreno, de ojos negros y vivaces, de mentón bastante pronunciado y de pelo largo y reluciente. Su atuendo no parecía definir su posición social. Parecía un peón de paso, aunque las ropas eran menos burdas que las de los peones, y su aspecto menos bronco y más atildado.
Luis García Lecha (Haro, La Rioja, 11 de junio de 1919 - Barcelona, 14 de mayo de 2005), fue un novelista y guionista de cómic español. Funcionario en excedencia, fue uno de los más fecundos escritores de literatura popular o de kiosco española (bolsilibros). Compuso dos mil tres novelas largas de gran variedad de géneros, casi seiscientas de ellas de ciencia ficción, para editoriales especializadas en este tipo de literatura, fundamentalmente de Barcelona, donde estuvo viviendo, como Toray, Bruguera, Ediciones B, Editorial Andina y Ediciones Ceres. Cultivó también el western, el género bélico, el policíaco y el de terror y usó los seudónimos de Clark Carrados, Louis G. Milk, Glenn Parrish, Casey Mendoza, Konrat von Kasella y Elmer Evans.
Leen Morgan contaba 22 años, y había nacido en San Diego, en el estado mejicano antes de la anexión a Norteamérica. Su padre era súbdito americano y su madre, Rosa Mendoza, era maestra, oriunda de Los Álamos, pero hija de un español emigrado a Méjico. Cuando murió el padre de Rosa, esta recogió su herencia y se trasladó a San Diego, donde su marido fundó un rancho que bien atendido, adquirió bastante preponderancia. Un día, el marido de Rosa murió en un accidente y ella, mujer enérgica, decidió continuar explotando el rancho no por ella, sino por su hijo Leen.
Era el año 1876. Un mediado día de aquella primavera, en la que el calor estaba apretando más de lo habitual, un jinete montado en un soberbio caballo negro, enjaezado con montura de cuero mejicana labrada a mano, avanzaba por un cruce de caminos en Kansas buscando ansiosamente un lugar donde poder tomarse un descanso y saciar la sed que le agobiaba. El jinete era un buen tipo de hombre, quizá demasiado joven, pues debía andar rondando los veintidós años, pero era alto, espigado, musculoso, de tez cetrina, debido al sol y al aire, y de aspecto resuelto y decidido. Demasiado fanfarrón en el vestir, gastaba espuelas de oro, faja roja a lo mejicano, pañuelo de seda rojo al cuello, sombrero gris, con banda de piel de serpiente, revólveres plateados con culata de marfil, y cinturón y pistoleras con adornos de plata. Del arzón de la silla pendía un soberbio riñe marca «Sharps», la favorita del viajero.
Luis García Lecha (Haro, La Rioja, 11 de junio de 1919 - Barcelona, 14 de mayo de 2005), fue un novelista y guionista de cómic español. Funcionario en excedencia, fue uno de los más fecundos escritores de literatura popular o de kiosco española (bolsilibros). Compuso dos mil tres novelas largas de gran variedad de géneros, casi seiscientas de ellas de ciencia ficción, para editoriales especializadas en este tipo de literatura, fundamentalmente de Barcelona, donde estuvo viviendo, como Toray, Bruguera, Ediciones B, Editorial Andina y Ediciones Ceres. Cultivó también el western, el género bélico, el policíaco y el de terror y usó los seudónimos de Clark Carrados, Louis G. Milk, Glenn Parrish, Casey Mendoza, Konrat von Kasella y Elmer Evans.
El comisario se acercó a la ventana y a través de los hierros tomó la carta que examinó con atención. No tenía la menor idea de que alguien pudiese escribirle desde algún sitio. No tenía familia lejos de allí y por esta razón no concebía que alguien le escribiese. Pero allí estaba el sobre bien claro y Grant lo examinaba con atención buscando el matasellos. Con dificultad, por estar marcado borrosamente, lo pudo identificar. La carta procedía de Salem, la capital del Estado.
Luis García Lecha (Haro, La Rioja, 11 de junio de 1919 - Barcelona, 14 de mayo de 2005), fue un novelista y guionista de cómic español. Funcionario en excedencia, fue uno de los más fecundos escritores de literatura popular o de kiosco española (bolsilibros). Compuso dos mil tres novelas largas de gran variedad de géneros, casi seiscientas de ellas de ciencia ficción, para editoriales especializadas en este tipo de literatura, fundamentalmente de Barcelona, donde estuvo viviendo, como Toray, Bruguera, Ediciones B, Editorial Andina y Ediciones Ceres. Cultivó también el western, el género bélico, el policíaco y el de terror y usó los seudónimos de Clark Carrados, Louis G. Milk, Glenn Parrish, Casey Mendoza, Konrat von Kasella y Elmer Evans.
Matty Sage se apeó del tren en la estación de Lisco, un poblado al Oeste de Nebraska, próximo al River Plate. Regresaba de Grand Island, donde había ultimado la venta de una preciosa docena de caballos propiedad suya y de su hermano Bem. Ambos hermanos se dedicaban a criar caballos que sirviesen para tomar parte en carreras organizadas, en los poblados importantes, por ganaderos y rancheros. Cuidaban mucho el aspecto de sus animales y tenían fama de ser excelentes criadores, en los que se podía confiar cuando se realizaba algún negocio con ellos. Matty abandonó el andén a paso largo y enérgico y tomó la dirección de su pequeño rancho. Tenía que dar cuenta a su hermano del final del negocio y después daría una vuelta por el poblado del que había salido hacía más de dos semanas.
Luis García Lecha (Haro, La Rioja, 11 de junio de 1919 - Barcelona, 14 de mayo de 2005), fue un novelista y guionista de cómic español. Funcionario en excedencia, fue uno de los más fecundos escritores de literatura popular o de kiosco española (bolsilibros). Compuso dos mil tres novelas largas de gran variedad de géneros, casi seiscientas de ellas de ciencia ficción, para editoriales especializadas en este tipo de literatura, fundamentalmente de Barcelona, donde estuvo viviendo, como Toray, Bruguera, Ediciones B, Editorial Andina y Ediciones Ceres. Cultivó también el western, el género bélico, el policíaco y el de terror y usó los seudónimos de Clark Carrados, Louis G. Milk, Glenn Parrish, Casey Mendoza, Konrat von Kasella y Elmer Evans.