Sonreí de oreja a oreja. Eso de que le lleven a uno el desayuno a la cama resulta agradable. Máxime si es servido por una belleza como Francesca. —¿Qué te parece, Mark? Zumo de naranja, pizca de anisette, dos dedos de ginebra y chorro de whisky Con hielo y en coctelera. Como tú me has enseñado. —Eres un encanto. —Voy a por lo mío. Francesca abandonó la habitación. La seguí con la mirada. Próximo a babear.
Cuando aparecí por la oficina, la morena y escultural Daisy, quitándose el lapicero de la boca, me dijo: —El jefe quiere verte. —Gracias, monina. Me dirigí hacia la puerta rotulada con la palabra «DIRECCION», golpeé con los nudillos y una bronca voz me invitó a pasar al momento. James Widmark era el director-propietario de la compañía de seguros Todo Está Cubierto para la cual yo trabajaba como detective. Se encontraba sentado tras su monumental mesa escritorio de nogal, jugueteando con un sobre y el semblante preocupado.
Recostado lánguidamente en la plataforma del catamarán, Rupert Black dejaba acariciar su cuerpo desnudo por el sol y la brisa marina, mientras la embarcación se balanceaba suavemente sobre un mar que casi parecía un espejo. Ni una sola nube empañaba el azul del cielo. Al pie del mástil, Black tenía un cajón con provisiones y una nevera portátil, que contenían hielo y bebidas. Para cualquier observador neutral, Black era un hombre que había salido a alta mar, a disfrutar de unas jornadas de descanso, pescando de cuando en cuando… Si los peces se dignaban a acercarse al anzuelo que pendía de una caña sujeta a uno de los costados de la embarcación de doble casco.
El Banco estaba relativamente cerca de su casa y por dicha razón Terry Miller solía realizar allí sus operaciones financieras, no demasiado elevadas, todo debe decirse. Además, en cierta ocasión, Miller había tenido un pequeño encontronazo con los altos cargos del Banco y sólo por pereza y por evitar nuevas discusiones no había querido trasladar su cuenta corriente a otro, en donde considera le tratarían mejor. Pero, como de todas formas, no tenía que acudir allí a diario, había pospuesto tal cambio para mejor ocasión. Ya lo haría en algún momento en que se sintiese de humor para ello. Aquel día, Miller acudió para ingresar un cheque en su cuenta corriente. Estaba aguardando a que le atendieran, cuando, de pronto, vio entrar a una muchacha que se dirigió rectamente a la ventanilla de caja.
Aquel viernes no fue mi día. Yo trabajaba como agente de seguridad para la Meteor, empresa especializada en productos químicos. Para nadie era un secreto que estaba respaldada por el Gobierno y que lo que se cocía en su interior, en los laboratorios, los primeros en saberlo eran los gerifaltes de Washington. A eso de las once, aquella mañana, cuando mi compañero Evans, el veterano, se había ido al servicio a hacer sus necesidades, apareció un detonante coche deportivo conducido por una joven de veinte años a lo sumo, muy elegante y atractiva, que miraba por encima del hombro, con suficiencia. Le di el alto y le pedí la identificación, pues en mi registro no tenía anunciada su llegada. Es decir, no hice otra cosa que cumplir con mi deber.
—¡Absuelto! Es imposible… El jurado no ha podido cometer un error semejante… —Pues lo ha cometido. Parecían asustados. Y su veredicto no admitía réplica. Fue por unanimidad: inocente. —¡Inocente! ¡Un hombre culpable de más de diez asesinatos… inocente! ¡Y libre! —Libre, sí. El juez parecía anonadado. No podía hacer nada, sin embargo. Se limitó a mirar a los miembros del jurado, que parecían incapaces de resistir su mirada, les dijo que su conciencia era responsable de todo aquello, y se limitó a declarar absuelto al acusado. —¿Crees que hubo soborno?
A Bruce Barsom le fastidiaba sobremanera la tarea que estaba desempeñando, pero no tenía otro remedio que hacerla. Al fin y al cabo, en las «páginas amarillas» se anunciaba para toda clase de servicios. Por tanto, alguien le había contratado para pasear un horrible chucho, que parecía el compendio y summum de toda fealdad, y que, además, tenía un genio espantoso. Barsom, sin embargo, había sabido domesticarlo. El primer día tuvo que aguantar como pudo las trastadas del infecto bicho, que se empeñaba en destrozarle los bajos de los pantalones y los calcetines, sin parar cuenta en que tales prendas cubrían sus tobillos. Al segundo día, salió de casa provisto de un bastón, con el que dio un par de ligeros toques al animal. El perro, en medio de todo, era inteligente y aprendió muy pronto la lección.
El sol batía la carretera con ramalazos de fuego que no conseguían evitar la buena marcha del automóvil. En mangas de camisa, Roy Graham conducía con relativa negligencia, la mano derecha en el volante, mientras la izquierda acompañaba el compás de la canción que entonaba entre dientes. Los ojos de Graham estaban protegidos por unas gafas de color. Delante de él, a derecha e izquierda y detrás, se extendía la inmensa llanura del desierto. «Un ambiente perfecto para la persecución de la diligencia por los apaches», pensó. La carretera hizo de pronto una ligera pendiente. Cuando rebasaba la máxima cota, divisó una figurita a un lado, pocos metros más adelante.
Todo comenzó con un vulgar secuestro. Vulgar, porque la moderna historia del mundo está llena, día tras día, de sucesos análogos en cualquier parte del planeta. Vulgar, porque los diarios, los boletines informativos de la radio y los telediarios de cualquier nación, acostumbran a llevar noticias así a todos los hogares día tras día. Un acto de violencia en alguna parte, un avión o un buque secuestrado por un grupo de hombres armados, la agresión a una Embajada, sea del país que sea, el secuestro de una personalidad del mundo de los negocios o de la política. Todo forma parte de los tiempos actuales. Todo ello son piezas de un complejo rompecabezas hecho de atentados a todo lo que, hasta hace poco tiempo, era sagrado o inviolable en el mundo civilizado.
Los exultantes labios de Judith Howard succionaron el emboquillado. En un delicioso mohín que, sin proponérselo, resultó lascivo. Judith era así. Todo sensualidad. Rebosaba lujuria por los cuatro costados. El solo abanicar de sus largas pestañas ya despertaba pensamientos pecaminosos. Aunque Ralph Frawley y Sylvester Scott únicamente pensaban en dólares.
Alcé la cabeza y entre el denso humo que llenaba el local encontré la sonrisa sempiterna de Doug Latimer. Era un tipo alto, moreno, vigoroso, de treinta años de edad, que se me asemejaba bastante físicamente. Pero yo carecía de su sonrisa. Y no era para menos. Consumiendo una botella de whisky había llegado a la triste conclusión de que uno carecía de libertad, que era totalmente imposible hacer lo que deseaba y que estaba condenado inexorablemente a lo que el entorno quisiera hacer de mí. No sabía por qué, el destino se había encaprichado por arrojarme a un pozo. Y cada vez me hundía más.
La mujer que estaba a cargo de la oficina de empleo dio un respingo y miró de nuevo al solicitante. A través de los gruesos cristales de sus gafas, con montura negra, vio a un hombre joven, fornido, anchísimo de hombros, de casi un metro noventa y de rostro feo, pero enormemente atractivo. Mabel Trutloe esbozó una tímida sonrisa. Philo Dennison sonrió también. —En todos los asuntos de crímenes, cine o novela, el mayordomo es siempre el asesino —añadió jovialmente. —Ah, busca un empleo de mayordomo.
La puerta no produjo el más leve ruido al abrirse. Los ojos astutos y fríos asomaron al corredor. Recorrieron de un extremo a otro su desierta extensión tenuemente alumbrada en la madrugada. Las manos enguantadas sujetaban la hoja de madera, tras haber hecho girar el pomo y la llave sin siquiera un chirrido. Previamente, ambas cosas habían sido cuidadosamente engrasadas para evitar ruidos. Al fin, la figura humana pisó la moqueta esponjosa del corredor con total silencio. Aquel calzado de goma negra no odia producir roces en el pavimento, sobre todo teniendo en cuenta el sigilo con que se movía su propietario.
Cuando Amos Carpenter me comunicó que debía personarme en el despacho de Gregg Forster, el todopoderoso, no pude evitar un cierto sentimiento de temor. No era nada habitual ese tipo de llamadas. Sólo habíamos hablado largamente en una ocasión, a mi llegada a la empresa; luego únicamente nos limitábamos a saludarnos al vernos. —¿De qué se trata? —Ya lo sabrás. Ve allí.
Las mujeres, que eran todas jóvenes y ninguna fea, aunque había distintos grados de belleza entre ellas, lógicamente, parecían muy contentas y parloteaban sin cesar, mientras contemplaban los regalos de boda que había recibido la que se iba a casar muy pronto. Reinaba una gran animación en el grupo. Una doncella iba y venía sirviendo el té de la tarde. La novia era una joven de poco más de veinticuatro años, alta, bien formada y con una preciosa cabellera dorada, que caía en largas ondas sobre sus hombros. La gente solía decir que había pocos ojos azules tan bonitos como los de Carolyn Hutton. También se hablaba mucho de su fortuna.
Cuando volví a ver a Martha Caldwell, después de varios meses de total separación, me alarmé enormemente. Nos habíamos conocido un año y pico atrás. Por esas fechas, James Simpson, que trabajaba como gerente de una conocida empresa de productos detergentes y que a la vez era amigo mío, requirió mi ayuda para la patrocinación de un concurso para cantantes noveles. Por supuesto, con fines publicitarios. Mi colaboración, como dueño del «Play Club», un local con buena faena en Brooklyn, donde habían trabajado importantes artistas, consistía en proporcionarle un contrato por una semana al vencedor o a la vencedora, así como formar parte del jurado.
Estaba en el mejor de los mundos, tumbado beatíficamente sobre uno de los bancos de la lancha, con la cabeza recostada en un cojín de espuma, el sombrero encima de los ojos y las manos sobre el vientre. A su lado tenía una nevera portátil, con cerveza y bebidas frescas. También disponía de una pequeña bolsa con bocadillos. La caña estaba sujeta a la borda. En aquellos momentos, Rod Trisher era el hombre más feliz del mundo. La lancha se balanceaba suavemente en un mar que parecía un espejo. La costa estaba a unos mil doscientos metros de distancia. A la derecha tenía un pequeño transmisor de radio, que emitía una suave música de fondo.
Telly Crawford, para servirles. De profesión, mis investigaciones privadas. Con domicilio social abierto al público que quiera venir a encargarme algo para ganar unos dólares en Sullivan Street, una de las calles que componen el abigarrado crucigrama urbano en South Brooklyn, a las orillas del East River y frente por frente a la Governors Island. Con secretaria y todo. Pero de Peggy les hablo luego.
Con la cabeza recostada contra el respaldo del asiento, el comandante Robert White permanecía atento a las indicaciones del tablero de instrumentos. Volaba a una velocidad de mil ochocientos kilómetros por hora y a una altitud de doce mil metros. A lo lejos se divisaba la costa oriental de la China popular y un poco antes los pequeños islotes del archipiélago de Liu-Kiu. White accionó los mandos y el avión se elevó aún más silbándose sobre los quince mil metros.
Allí estaba el añorado mobiliario, caro, señorial, recargado incluso, labrado, de color caoba, con aquella enorme cama en la que reposaba bajo el palio que sostenían las columnas de madera emergiendo de los respectivos extremos, en la colcha de un blanco impoluto y su recubierta de gasa trasparente, las artísticas mesillas a cada lado, el enorme peinador con sus cajones de asas doradas y el gran espejo ovoidal enmarcado en oro con artísticos relieves de delicada artesanía… Delante del espejo, ella. Allí estaba, sí.