Serie M-31, agente secreto Nº 1. Se abrió la puerta de la Legación. Asomaron los dos hombres uniformados. Escudriñaron a un lado y otro del jardín, hasta la verja que limitaba con la calle. No parecían ir armados. Pero estaban armados. Tampoco parecía que lloviese, bajo la marquesina de la Legación. Pero llovía; y mucho. El agua tamborileaba en los setos, en los rectángulos de césped, y en los senderos de gravilla o de asfalto. El cielo, sobre Londres, tenía un extraño color gris sucio, triste y apagado.
Serie M-31, agente secreto Nº 8.
EL helicóptero sobrevoló un momento, uno solo, la vertiginosa lancha patrullera de combate.
Se elevó la ametralladora montada sobre el trípode fijo, en la popa de la embarcación. Mientras esta rompía graciosamente las olas con su afilada proa blanca, el arma comenzó a escupir metralla hacia los cielos.
Ristras de balas buscaron, crepitantes, la forma veloz, maniobrante, del mosquito de metal color rojo guinda. El helicóptero, lo mismo que un hábil y maligno anófeles que no encontrase el sitio propicio para su aguijón, se elevó, escabullándose inverosímilmente a las ráfagas de ametralladora, endemoniadamente cercanas a su fuselaje. Pero ni un solo proyectil tocó el vehículo en el aire.
Serie M-31, agente secreto Nº 10. Era un arma formidable. Un Colt Special calibre 45, de peculiar, larguísimo cañón pavonado. Y con un enorme silenciador, voluminoso y extraño, rematando con su maciza forma la colosal automática de gran potencia, capaz de agujerear la coriácea piel de un rinoceronte a corta distancia.
Roger Bradford, situado junto a la puerta de entrada a la habitación, de forma que cuando la hoja de madera se abriese quedara oculto por ella, no pudo evitar una sonrisa de superioridad, Estaba seguro de haber engañado horas antes al comisario Frederick Wilder, Al oír unos pasos, que se aproximaban, por la gran galería del City Hospital, situado en Welfare Island, entre los municipios de Queens y Manhattan y en el centro del East River, el gesto de triunfo del hombre se hizo más amplio mientras sus ojos se posaban en el reloj de pulsera. —No se retrasa—musitó. Aun sin desearlo, los músculos de Roger se tensaron. ¡No era tarea sencilla escapar de las garras del comisario Wilder! ¿Podría conseguirlo de acuerdo con lo proyectado?
ERA un lugar extraño, rodeado de misterio. Las conversaciones de los hombres que allí había sugerían la existencia de una era que aún no había llegado. «Puerto Espacial número 1», «Centro de Mando Terrestre», «Pista Terrestre número 1»; estos eran algunos de los lugares que se citaban. Nombres relativos a la era del espacio.
La empleada de la limpieza, trémula e intensamente pálida, fue la que a la mañana siguiente encontró el cadáver. En medio de la sala, como una estatua derribada, yacía Nelly Morrison, la cabellera esparcida sobre la alfombra, desnudo el blanco busto, del que emergía la empuñadura de un cuchillo. A mediodía, el cadáver ya se hallaba en el depósito, y el inspector Maidnar del. F.B.I. había efectuado los interrogatorios preliminares. Uno de los primeros que entraron en el despacho del inspector fue el polaco Peter Valensky. Fue también el que más tiempo permaneció allí. Hugh Leander se hallaba muy afectado. Durante largo rato estuvo llorando como un niño. Parecía inconcebible que aquella naturaleza corpulenta, tan llena de brusquedades, poseyese un fondo tan sensible. Se creía responsable de la perdición de Nelly. Él le había tendido la mano en los primeros tiempos, pero esta ayuda solo había servido para que entrara en la maraña. Luego, la había dejado sola.
DISNEYLANDIA. Falso paraíso para una sociedad que ya no cree en nada. Fantasía para unos niños embrutecidos por la violencia de la televisión. Plácida atmósfera para un cielo contaminado. Nada es real en Disneylandia. Solo los miles de dólares de recaudación diaria conseguidos de la venta de bonos combinados para los juegos. Cada boleto, diez atracciones. Nunca dos atracciones buenas en un mismo bono. Hay que comprar otro, y otro, y otro… Un público aturdido por sus propios problemas trata en vano de distraerse por la tierra de la Fantasía, por el falso Mississippi del New Orleans Square, con los acartonados vaqueros de la tierra de la Frontera, en el mundo del Mañana…
CERCA del Brooklyn Bridge comienza «The Bowery». La zona más sucia y miserable de Manhattan. En las callejuelas de East River los hombres disputan a las ratas los desperdicios amontonados en los bidones de pestilente basura. Cuando las sombras de la noche envuelven la Ciudad Baja nadie se atreve a deambular por sus siniestras callejuelas. Aunque a decir verdad ni en plena Quinta Avenida se encuentra uno seguro. Nueva York es una de las ciudades más violentas del mundo. Sin embargo, en «The Bowery» la muerte está acompañada y protegida por la oscuridad, la miseria, el hambre, la soledad… y el miedo. Refugio de peligrosos delincuentes y asesinos a sueldo.
Gerrit siguió adelante a buen paso, porque tenía una buena caminata antes de llegar a la estación de Southfields, desde la cual el ferrocarril subterráneo le llevaría a casa de su hermana, con la cual vivía. Había un coche detenido en la esquina con las luces apagadas, su interior estaba ocupado por cuatro individuos, a quienes Gerrit no podía ver a causa de la oscuridad; pero nada en el aspecto externo le hizo ponerse sobre aviso. Uno de los hombres que ocupaban el asiento posterior se inclinó hacia delante, al verle aparecer, fijando sus ojos en la esbelta figura de Gerrit, cuando este pasó frente a uno de los faroles que se obstinaban, sin demasiado éxito, en luchar contra las tinieblas. —Es él —dijo en voz baja. —¿Está seguro? —preguntó el individuo que se sentaba a su lado. —¿Cómo no voy a estarlo? Le veo todos los días diez o doce horas. El joven pasó junto al coche, lanzando sobre él una mirada casual y siguió su camino. —Abajo, Garnet —Ordenó el hombre que había hablado el último.
El hombre parecía como desasosegado. Daba la impresión de que un misterioso duendecillo hurgaba y hurgaba en su interior, solazándose en picotearle las células nerviosas. Su nariz, larga y saliente, parecía olfatear un peligro invisible cerniéndose sobre su cabeza. Se llamó estúpido, imbécil y otras lindezas por el estilo. ¿Quién le había visto entrar en la embajada americana, quién? ¡Nadie! Así, categóricamente, nadie. Tomó sus precauciones para ello. Las exigió él, y Daw Ripley, el embajador, las aceptó sin rechistar. Fumó aprisa, con ansia, como si quisiese encontrar un poco de calor, de energía, en el opio del tabaco. ¿No salió todo conforme a lo acordado con el embajador por teléfono? ¿Por qué entonces la crispación de sus manos, aquel raro encogimiento de su epigastrio, las curiosas vibraciones que sentía en la espina dorsal y el súbdito resecamiento de la garganta? Sí. ¿Por qué?
Jules Moreau sorbió una parte del «Martini» que tenía sobre la pequeña mesa del Club «Papillon». El joven se encontraba muy satisfecho, sobre todo si se tenía en cuenta que acababa de cobrar el importe de su último trabajo fotográfico para la revista «Stampa». Aquel reportaje sobre los «tuaregs» le había salido de maravilla... Una ráfaga de suave perfume le anunció la llegada de su novia. Dos años de relaciones y cada vez que la veía se le encandilaban los ojos. En el mundo debía haber muchas chicas guapas, pero él no la cambiaba por ninguna. La larga cabellera rubia, cayéndole en cascadas sobre los hombros, la naricilla levemente respingona, los ojos azules en cuyo fondo brillaba siempre una chispa de picardía y el tipo esbelto, de senos firmes y líneas bien dibujadas, constituían atractivos más que suficientes para alterar la sangre de cualquier hombre.
UN nuevo golpe con la pistola en el vientre dejó a Deel casi sin conocimiento, doblado sobre sí mismo, caído de bruces en el piso de aquel sucio sótano. Pero entre dos hombres lo asieron por los brazos y lo volvieron a poner en pie. En total eran cinco hombres. Cinco hombres contra uno solo, que ya había sido golpeado hasta quedar prácticamente sin respiración. Pero no golpes visibles, en la cara o manos, sino golpes bien pensados, en el vientre, en los riñones, en el hígado…
La guerra, y con eso no descubro nada y caigo en la perogrullada, es muerte, destrucción, sufrimiento y penalidades; es hambre, sed y escasez.
Tiró el cigarrillo y lo pisó furiosamente con el alto tacón de sus finos zapatos negros.
Recogió el bolso.
Dejó un billete sobre la mesita, al tiempo que se ponía en pie.
Con ambas manos a la altura de las caderas, trató de alisarse el vestido, coquetamente, sin conseguir que desaparecieran del todo las arrugas de la tela.
POTOMAC City es una ciudad dominada por Rufus Macmara. Nadie puede moverse en ella o planear algo dentro de su área, urbana sin contar con el boss.
La Policía, los jueces, hombres de negocios, profesionales… todos están bajo su férula.
Rufus no es un mal amo. Deja que vivan los demás a condición de que nadie se mezcle en sus «negocios».
Cualquiera que llegue a Potomac City piensa que se trata de una ciudad hermosa, bien administrada, donde se cumplen las leyes y el forastero es bien tratado.
NO podía dormir. A pesar de que se le cerraban los ojos. A pesar del agotamiento. Llevaban así dos días; esperando, sabiendo que la muerte tenía que llegar antes o después.
De noche vigilaba él. A la luz del sol, la muchacha Se apostaba junio a una de las ventanas hora tras hora fija en la oscura densidad de los árboles.
Una vez más la oscuridad empezaba a extenderse en torno a la casa.
Dentro estaban ellos dos, solos, Al y ella. Esperando.
LA chica estaba asustada. Muy asustada.
Chocó conmigo de un modo violento. Justamente cuando yo iba a cruzar la puerta posterior del garito de Lou Grazziano. Todo el mundo que sabe por dónde va, entra en casa de Lou por la puerta de atrás.
Aquella chica era diferente. Al menos, en ese momento. Porque en vez de entrar, salía de allí. Y no muy tranquilamente, la verdad. Por eso se dio de bruces contra mí, y los dos nos tambaleamos un poco. Retrocedí solamente dos pasos, porque soy un tipo fuerte. Si no, es posible que ambos hubiéramos ido a parar al suelo de la calleja. Y hubiera sido una lástima, con mí « smoking » nuevo. La calzada de aquel callejón, después de haber llovido toda la noche anterior y parte de aquella mañana, no era el mejor sitio para ir a tumbarse, poco ni mucho tiempo.
LA orden era: DEJADLE LLEGAR.
Y aquella noche, Bart Dugan llegaba a Nueva York en vuelo directo desde Europa. Los tentáculos que se habían tendido en torno a él significaban algo peor que la muerte. Pero él no lo sabía. Había logrado salir de Roma rompiendo un cerco de sangre y fuego.
Pese a ello, incluso una sonrisa, un gesto de triunfo entreabría sus labios cuando se bajó del avión. La misma que sostenía aún al coger un taxi y dar la dirección de su domicilio particular.
SONY Prescott se había alzado con un millón de dólares de la banda de Uppton Frodd «El Tipperary», producto del asalto que llevaron a cabo sus «muchachos» en el pabellón del gobierno de la Northwestern University, allá por el otoño, a finales de noviembre. Así empezó la cosa.
Hay que decir, para el mejor conocimiento de los hechos, que el tal Sony era un tío reservón, quijada larga, ojos saltones y caídos como dos gotas de plomo, pelo grisáceo, lacio, y nariz ganchuda. Se contaba de él que hubo una época de su vida en la que se portó como un honrado ciudadano, ejerciendo la abogacía. Pero eso no dejaba de ser una fantasía histórica como las de ciertas virtudes femeninas.
—¿Preparado, doctor?
No respondió. Parecía no haber oído siquiera la pregunta. Estaba contemplando algo, en el muro. Quizás el emblema de la Medicina, quizás su viejo título, su diploma de cirujano, amarilleando ya dentro del marco dorado, pasado de moda.
—¿Ha oído, doctor? —insistió Bugsy Minelli—. ¿Está ya preparado?
Ahora sí oyó la pregunta. Se irguió. Suspiró, pensativo. Meneó la cabeza, afirmando con lentitud.
—Sí —admitió—. Estoy preparado.
La absolución de Samuel Jacobs —más conocido como Rocky Jacobs en sus lejanos tiempos de boxeador—, no fue una sorpresa para nadie.
Las pruebas presentadas contra él resultaron bastante débiles; los testigos de la acusación demostraron poca firmeza en sus declaraciones; el propio fiscal actuó con cierto desmayo, como si desde un principio diera por descontado cuál sería el final del juicio. Rocky, en cambio, disponía de una hábil coartada, quienes habían de apoyarla se expresaron con sereno desembarazo, y Stuart C. Dugan, su abogado defensor, supo sacar con habilidad todo el partido posible a la situación. Por si alguna duda pudiera caber acerca del resultado, los honorables miembros del Jurado recibieron, antes de emitir su veredicto, la visita de unos caballeros de aire respetable, quienes les advirtieron seriamente de que «una condena podría tener las más desagradables consecuencias».