LAS pequeñas causas suelen producir a veces grandes efectos, y una causa muy insignificante fue el origen de algo dramático que había de poner en peligro varias vidas, acabando con otras. Rob Kukone, sargento de los rurales de Texas, había conseguido un mes de permiso después de un año de intenso trabajo en la División K, destacada en El Paso. Kukone se distinguió en diversos servicios persiguiendo contrabando de armas a través del río y paso de atajos robados para los rebeldes mexicanos y hasta en cierta ocasión fue alcanzado por un proyectil que le tuvo tres semanas sin poder abandonar el lecho.
La bola roja del sol, se dejó entrever entre un bajo lecho de nubes encendidas en púrpura. Aún no había desmelenado la cabellera de sus dorados rayos y ya se presentía el martirio que iba a derramar sobre la tersa llanura, en cuanto subiese un poco en su carrera y dejase borrado el lecho de nubes de donde se desperezaba jocundo y abrasador.
Apenas la luz solar se derramó por la llanura, Nat Warren, que apenas había dormido, preocupado con la crítica situación, no sólo suya, sino de los supervivientes de la mermada caravana, se sentó en el borde de la desvencijada carreta, con las recias piernas colgando en el vacío y de modo inconsciente llevó la mano al bolsillo, extrajo su negra pipa y quedó vacilando sin saber qué hacer con ella.
CUANDO Donna Clanton decidió aceptar las relaciones amorosas que la había propuesto Charles Kik, estuvo muy lejos de sospechar las tragedias que iba a encender en varias vidas, empezando por la suya. La primera víctima de aquella decisión fue Colorado Boy, un pequeño agricultor vecino de la cabaña de Donna, quien estaba perdidamente enamorado de ésta. La muchacha lo merecía, era guapa con exceso, bien formada, de ojos grandes negros y brillantes, de abundosa mata de pelo que azuleaba de puro negro y con una atracción personal irresistible.
LA caravana de carretas—veinte en total—, cargadas de municiones, pertrechos de boca y dinero para la paga de los soldados que combatían a los sudistas, se hallaba detenida en Solomon, junto a la ribera del río Kansas. Durante la madrugada, habían sostenido una ruda lucha con una nutrida guerrilla de sudistas filtrados audazmente en aquella parte de Kansas y tras una hora de intensa lucha, en la que tanto los carreros como el pequeño destacamento militar que los protegía, se había superado en la lucha contra una fuerza bastante más nutrida que la que ellos componían, habían puesto a las atacantes en franca huida.
Una cortina de polvo rojizo semiocultaba el poblado de la alta montaña que, como un dogal, lo rodeaba.
Dos jinetes detuvieron sus cabalgaduras y uno de ellos, echándose el sombrero hacia atrás, secóse la frente sudorosa con un sucio, pañuelo, diciendo:
—Ése es Brawley. El pueblo minero de la frontera. Estoy rendido; podíamos descansar…
NO era un soñador Ken Wally, no lo había sido nunca en su vida. Hijo del Oeste, descendía de los célebres Wally, una familia de pioneros de los que primeramente cruzaron el Arkansas tres cuartos de siglo atrás, devorados por el placer de aventuras y estimulados por el ansia de la colonización. Ken habíase destetado en un rancho junto a un nervioso mustang y con el revólver a la cintura a guisa de biberón, y este lastre hereditario se avenía mal con toda clase de influencias románticas. Él no poseía otro tesor
Hay en Oregón un paraje agreste y bravío conocido por Harney Basen, en cuyas doce millas de longitud crecen herbosos campos, se alzan rojos monolitos de piedra viva y se encuentran lagos y bosques de mayor o menor extensión. En medio de este caprichoso y policromo paisaje, levantaba sus muros de adobes una siniestra construcción bautizada con el extraño nombre de Rancho Diablo. Los habitantes de Kalmath Falls no ignoraban que, desde hacía algún tiempo, este rancho no se dedicaba a la cría de astados ni a la de cualquiera otra especie de ganado, sino que era, pura y simplemente, una guarida de ladrones.Los hombres que componían el equipo no eran, pues, vaqueros, aunque vistieran la típica camisa de cuadros y los consabidos zahones de cuero resguardaran sus piernas. Para figurar en la nómina de Rancho Diablo no se precisaba saber lazar un novillo. Bastaba con manejar bien los revólveres y llegar precedido por algún hecho luctuoso.Los que formaban tan extraño equipo estaban sujetos a las órdenes de dos capitanes: Terry Blucson y Mirky Farlow.Terry Blucson era un tipo alto y muy moreno. Tenía el rostro largo y severo, la boca grande, de gruesos labios, y ojos negros bajo unas pobladas cejas. En lo físico, era un tipo casi perfecto, aunque muy pagado de sí mismo. Pero, moralmente, era una verdadera hiena. Sus sanguinarios instintos no sufrían siquiera parangón con los de las fieras que infectaban el desierto.
EXISTEN tres ríos en el Oeste americano cuya historia está marcada y escrita con sangre, sobre todo durante la época que se denominó del salvaje Oeste. Los tres pueden ostentar por separado el título de río de los ladrones, porque los tres cobijaron a lo largo y ancho de su curso las bandas más poderosas, más sangrientas y más temibles de hombres fuera de la Ley.
Milly Kint estaba asomada al ventanal de su habitación en el hotel del poblado Coss, en la parte oeste de Arkansas, no era un lugar muy importante, pero por estar situado en el centro de un dilatado vano falto de comunicaciones ferroviarias, ya que la línea más próxima se encontraba a veinte millas al Sur, era un poblado de paso para alcanzar la línea o dirigirse a Fort Smith, la ciudad más Importante de aquella parte de la región. Y quizá por esta razón, porque solía haber bastante movimiento de forasteros, habían levantado un hotel no muy amplio y confortable, pero que con relación al lugar podía ser considerado de primer orden. No daban mal de comer, había algunas habitaciones, las principales con vistas a la plaza, limpias, aunque reducidas, y se podía pernoctar en ellas sin miedo a ver turbado el sueño por la molestia de los parásitos. Cuando Milly, por razones del gobierno de su rancho, tenía necesidad de bajar al poblado a resolver asuntos que no podía confiar a nadie o no quería confiárselos, paraba un día o dos en el hotel, y luego volvía a su hacienda, a media docena de millas del pueblo.
Entre los años 1866 y 1867, después de la guerra de Secesión, una oleada humana se desbordó por las fronteras de todos los estados de la Unión, extendiéndose por los territorios centrales con rumbo a las lejanas tierras del Oeste, a la sazón incultas y casi deshabitadas. La mayor parte de esta masa de emigración la constituían familias enteras de los estados del Sur arruinadas por la guerra, y entre ellas había soldados de los ejércitos confederados huidos de los campos de prisioneros yanquis, muchos jefes y oficiales del ejército derrotado, traficantes del Este, aventureros… gentes todas sin fortuna y sin hogar, lanzadas por la resaca de la guerra a la conquista de aquellas tierras violentas de aventuras. Entonces, sobre aquel inmenso territorio del Oeste abierto a la conquista, comenzó la historia grandiosa y turbulenta de la Colonización. Por senderos imposibles, descubriendo valles, atravesando ríos, cruzando montañas, desiertos y pantanos, aquella caravana de emigrantes ocupó las tierras vírgenes que hasta entonces sólo habían sido patrimonio de los hombres de piel roja. Y a su paso, surgieron ranchos y haciendas, se alzaron pueblos y ciudades, se poblaron de ganados las inmensas praderas, y sobre el espejismo deslumbrador de aquellas llanuras sin confines, el genio de una casta de conquistadores y de héroes, creó para las futuras generaciones la gran obra de la Colonización (una Civilización y una Epopeya) que el mundo había de contemplar luego con asombro.
AQUELLA carta y aquel cuaderno escritos por la mano firme y valiente de Turner Joy eran los que ahora, a solas en el vagón camino de Nevada, Pat, más sereno de espíritu, pero más duro de voluntad y coraje, estaba repasando, nadie sabía cuántas veces, como si fuese su idea fija aprendérselo de memoria, para no olvidar ni el más mínimo detalle de su contenido.
El jinete negro entró en Abilene tan despacio que el caballo más parecía arrastrarse que andar. La gente le miró al principio, porque todo su atuendo era negro, desde el sombrero de alas estrechas hasta las botas de media caña. Incluso el cinto canana y las fundas de los dos revólveres «44» eran de cuero negro finamente labrado por algún buen artesano mexicano.
Hasta entonces, Quemado había sido un pueblo sin complicaciones pese a su proximidad a la frontera y a la turbulenta y difícil ciudad de El Paso donde se daba cita toda la podredumbre que se extendía a todo lo largo de la divisoria entre México y la Unión.
Jan Hutton es el seudónimo de Ángel Rodríguez Illera LOS labios que besó Tom estaban fríos, no contestaron a su caricia. Pero no fue eso solamente. Jenny logró zafarse del abrazo, se separó de los brazos que ceñían su cintura y retrocedió con la rabia pintada en su rostro.
Seudónimo utilizado, junto con Russ Tryon, por el escritor español Francisco Cortés Rubio. Prolífico autor de más de cincuenta títulos de intriga y misterio en los años 70 y 80 publicados en novelas cortas por la editorial Andina.
Seudónimo de Enrique Montoro Sagrista PETER Clinton apoyó su arrugada frente en los helados cristales de la ventana y miró hacia la calle principal de la población, donde la lluvia había convertido el polvo en sucio barro. El día anterior, Peter había cumplido sesenta años y por ello se consideraba un hombre afortunado.