Antonio Vera Ramírez (n. 2 de julio de 1934 en Barcelona, Cataluña) es un prolífico escritor español conocido por su seudónimo Lou Carrigan que utilizó para escribir tanto novelas de aventuras, del oeste como de ciencia-ficción. Ha utilizad,o entre otros, los seudónimos de Angelo Antonioni, Crowley Farber, Mortimer Cody, Lou Flanagan, Anthony Hamilton, Sol Harrison, Anthony Michaels, Anthony W. Rawer, Angela Windsor y Giselle (muchos de ellos con variaciones de su propio nombre). En 1959 apareció su primer western:: Un hombre busca a otro hombre, y creó su seudónimo más afamado Lou Carrigan. Su producción supera las 1.000 novelas, de las cuales 500 pertenecen a la serie de la periodista y espía Brigitte Baby Montfort. León Klimovsky llevó al cine una novela suya con el título de No importa morir. Al menos otras cuatro películas están basadas en sus novelas. Su hermano Francisco Vera Ramírez, también escribió novelas como Ducan M. Cody y Mortimer Cody..
Seudónimo de Enrique Montoro Sagrista EL jinete cruzó la frontera por el vado de Alamillo Cañón. Cuando los cascos de su caballo se hundieron en la orilla mejicana, el hombre tiró suavemente de las riendas, deteniendo la marcha de su montura. Se ladeó sobre la silla de montar y lanzó una mirada hacia atrás. A su espalda había quedado la tierra rojiza de Texas.
Seudónimo de Enrique Montoro Sagrista HABIA empezado a llover a media tarde y el polvo de la senda se había convertido en barro. Abundaban los charcos de agua cenagosa y la lluvia formaba una densa cortina. La noche era muy oscura y resultaba imposible ver más allá de cinco yardas./p> Para el hombre que conducía la carreta arrastrada por dos fuertes y resistentes caballos, lanzados a un alocado galope, los relámpagos que desgarraban el oscuro cielo, eran como faroles que se encendiesen y apagasen. Y eran también lo único que le permitía saber en qué lugar estaba la senda.
Seudónimo de Enrique Montoro Sagrista LA diligencia había sido asaltada a media mañana. El terror, penetrando como una lanza apache hasta el corazón de Ivonne Weiner, la paralizó mientras duró la salvaje y sangrienta lucha. Ivonne, hija del senador Thomas S. Weiner y de una dama francesa de Nueva Orleáns, procedía de San Antonio y se dirigía a El Paso, donde la esperaba una tía suya, hermana de su madre.
EN el cuartel de la Décima Compañía de Rurales, se recibió el aviso de lo que estaba sucediendo en Corn Corner la tarde de un día de finales de agosto, cuando en la oficina se encontraba únicamente el cabo Calvin Woodbury. Este imaginaba que a ningún cristiano decente se le ocurriría atravesar la explanada delantera a semejante hora, cuando el sol descargaba toneladas de fuego sobre todas las cosas, así que se había despojado de la camisa y lucía su potente tórax en tanto que se afanaba en redactar un informe.
NETTY dejó vagar melancólicamente la mirada por cada uno de los rincones del rancho. ¡Cuántos esfuerzos, cuántas luchas estériles, cuántos sacrificios infructuosos llevados a cabo para que, al fin, en esta hermosa mañana de otoño tuviese que huir cobardemente!.
OIGA, amigo, ¿quién cuida de los muertos en esta población? La voz que lanzaba esta pregunta estaba en consonancia con su dueño. Los ojos negros, hundidos en las órbitas del que había hablado, danzaron maliciosamente, mientras se movía en su silla, se acariciaba el mentón y sonreía al hombre encaramado en la cerca. Bajo el fuerte sol del Panhandle, aquel individuo formaba un marcado contraste con su compañero, hombre alto y delgado que permanecía sentado en la silla, guardando un sombrío silencio. El pueblo se llamaba Huntsville.
John Linden era el representante de la Compañía en Centerville. Un representante activo, que gustaba de ver personalmente las cosas, como en el asunto de la diligencia de Carson City. El hombre no tenía una gran agudeza, pero sí la suficiente como para comprender que algo muy extraño andaba revuelto con la desaparición de los hombres del vehículo.
Philip Arnold levantó la mirada de la tierra recién removida, y clavó sus pupilas en los cuatro hombres que, a su vez, la contemplaban con cierta curiosidad.
—¿Qué piensas hacer ahora, muchacho?
La pregunta pareció romper el maleficio y ahuyentar de la mente del interpelado los negros presagios que la llenaban.
—No lo sé, sheriff —respondió con voz grave—. Ya nada me ata a esta tierra, si no es mi propia desgracia.
La batalla de Gettysburg, famosa en la historia de los Estados Unidos, desarrollábase con incierto resultado para los ejércitos del Norte y del Sur. En la noche del 2 de julio de 1863, en el campamento del general Roberto Eduardo Lee reinaba extraordinario júbilo.
—En dos días les hemos producido más de veinte mil bajas a los yanquis —informaba el jefe supremo de las tropas de la Confederación a los oficiales a su mando—. Pronto cumpliremos la promesa hecha a los soldados. En Pennsylvania la carne es abundante, y todo será fácil, sin privaciones. Cuando entremos en Washington, los Gobiernos de Francia y Gran Bretaña tendrán que reconocemos. Mañana daremos el asalto definitivo a las posiciones enemigas. ¿Tienen algo que oponer, señores?
Willy Winkle metió sus dedos entre el cuello de la camisa y la carne intentando sin duda que entrara algo de aire en su cuerpo por aquel procedimiento. O quitarse el copioso sudor que debía de llenarle en aquellos momentos. Miró las jarras de cerveza y se dijo que no podía perder una apuesta como aquella.
Skeleton Ridge merecía el apelativo de pueblo, por lo menos en cuanto a los seres que lo habitaban. En aquel lugar se producía la confluencia de los ríos Gila y Revilla. Ambos se dividían en una serie de brazos y afluentes de escaso caudal. Por allí se desperdigaban las casas. A simple vista podía distinguirse la calle principal, que dividía en dos al pueblo. Casas de madera en su mayoría, algunas de adobe y tres o cuatro edificios importantes construidos en ladrillo y alzando sus dos o tres plantas.
Dolly Mansfield, considerada como una de las mujeres más bonitas de todo Texas a pesar de sus treinta y cinco años, a la semana de haber enviudado, reunió a los dos únicos vaqueros en quienes podía confiar de su numeroso equipo, diciéndoles: —Las visitas reiteradas que me hacen algunos hombres desde la muerte de mi esposo, empiezan a preocuparme. Y por las insinuaciones que algunos se han atrevido a hacerme, aunque de momento con gran habilidad y astucia, me hace pensar que a todos ellos, la muerte de mi esposo les ha alegrado… —Eso es algo que no debiera sorprenderte, Dolly —dijo uno de los viejos—. ¡Todos esos hombres te desean y sueñan con recibir tus favores!
Arnold, como una fiera, se lanzó sobre Clinton. Bramó ferozmente al conseguir abrazarse a él y Molly le animaba. Pero cuando sus manos intentaron alcanzar el cuello de Clinton, este golpeó brutalmente el rostro de Arnold. Cayó al suelo como un pesado fardo y al intentar levantarse se tambaleó por la pérdida del conocimiento.
—Lo que estás escuchando, querida, es la pura realidad. Tendremos problemas con el muchacho. Lleva el odio metido en las venas. Ha heredado todo lo malo de su padre… —Es muy joven aún, Alec… Casi todos los muchachos a su edad… —No nos engañemos, querida, son muy determinantes las reacciones que tiene… A veces me asusta. ¿Es que no te has fijado en sus ojos cuando…? —Por favor, querido, el doctor descartó esa terrible enfermedad. Debemos continuar ayudándole. El viejo y cansado cow-boy miró a su esposa, añadiendo: —Volveré a hablar con el doctor McGinley. Pero de todos modos procura no contrariarle en nada durante mi ausencia…
Era hombre amargado que odiaba la humanidad, porque cada vez que se miraba al espejo no se engañaba respecto a su desgraciado nacimiento; tenía un rostro horrible. Insultaba a la muchacha por la cosa más insignificante y la golpeaba de manera brutal. Se había designado única autoridad de Rincón, pueblo ubicado a orillas del río Grande en el territorio de Nuevo México. Actuaba como sheriff, juez y alcalde de la pequeña población.
«Entraron. Por el momento, desde donde estaban, junto al umbral de la puerta, no vieron nada. El sillón confortable, una especie de monumental sofá, les ocultaba la escena. Pero cuando penetraron decididamente en la cámara, hasta las proximidades del televisor, ambos palidecieron intensamente, no encontrando palabra alguna para expresar el pánico que se había apoderado de ellos».
El sobre que había en la bandeja no era del formato y color de los que Helen solía utilizar. Tampoco parecía ser igual al que recibió unas semanas antes con una estúpida amenaza, seguramente nacida del cerebro alterado de un loco.Treinta astronaves modernas, potentes, de las que la mitad estaban destinadas exclusivamente a pasajeros, surcaban sin cesar el espacio, con llegada a media docena de los más importantes espaciódromos de la Tierra. Billones de dólares andaban siempre en juego y no era nada extraño que el director y presidente de una compañía como «Tierra-Marte» hubiese envejecido un tanto prematuramente.El papel que contenía el sobre era de lo más vulgar y corriente, pero no así el contenido que tuvo la facultad de cortar en seco la sonrisa optimista que llevaba Frank al entrar en el despacho.