Todas las llamadas de urgencia debían hacerse, obligatoriamente, a través de un visófono, de modo a que la policía pudiese conocer el rostro del demandante que, sin que él lo supiese, era fotografiado mientras duraba la comunicación.El rostro de una mujer se dibujó claramente en la pantalla.No era muy joven, pero poseía aún el encanto de una belleza pasada. De todos modos, sus rasgos estaban ajados por el reciente llanto y tenía los ojos ligeramente hinchados.
Los vasos se fueron sucediendo, pero Fred no cayó, como podía esperarse, en un estado de embriaguez excesivo. Estaba tan acostumbrado a beber que el alcohol no podía descentrarle por completo, produciéndole tan sólo aquella especie de delicioso nirvana en el que gozaba plenamente de sus facultades. Sentado en una mesa, al fondo del local, el hombre que le había seguido le observaba atentamente. Era alto, delgado, con un tono de piel macilento y como enfermizo. Sus ojos eran negros y penetrantes y su nariz afilada y de paredes casi transparentes. Tenía los cabellos negros e iba vestido con un traje gris serio, como el de cualquier empleado de tipo medio, sin las estridencias que podía permitir el calor de aquel verano en Washington. Habla pedido un vaso de leche, con esa naturalidad de un hombre que ha superado la fase en que se avergüenza de no beber, como todo el mundo, bebidas alcohólicas. No fumaba, pero sacó una boquilla gastada y se entretuvo en mordisquearla sin despegar los ojos de Fred.
DOCE cámaras de televisión estaban dispuestas para enviar a las cinco partes del mundo, la emisión en color-relieve más importante del año. En los estudios de la «Pan América Televisión» y por los canales de la «International American Voice», más de doscientos técnicos disponían los filtros especiales, pendientes de los aparatos que iban a encadenar la formidable emisión. En el estudio central de la I. A. V., miembros del gobierno y representantes de la Confederación Europea ocupaban los asientos de la tribuna, con las miradas fijas en la estrada-escenario donde, al lado de algunas personalidades relevantes de la ciencia y del locutor Milker, se encontraba el personaje del día: el joven profesor Karl Hembert.
'Desde hacía bastantes años, las leyes mundiales habían abandonado sus anticuados procedimientos de castigo a la última pena. Inglaterra fue la primera en no ahorcar a nadie, Alemania dejó enmohecer las hachas de los verdugos, Francia arrinconó las inservibles guillotinas y España retiró para siempre el garrote vil. Incluso, los Estados Unidos, desde la firma del tratado internacional, que aunaba todos los esfuerzos policíacos bajo el mando de la SIP, destrozó la vieja silla eléctrica y la cámara de gas, adaptando el procedimiento internacional de la «cámara electrónica».
La «cámara electrónica» estaba basada en el funcionamiento del corazón [...] los hombres de ciencia inventaron un procedimiento que [...] producía una muerte instantánea, por parada del corazón, anemia cerebral y todo lo demás. Sólo era necesario, sin que el reo lo supiese, colocarle una camisola que llevaba en su parte posterior y en el lado izquierdo, una urdimbre metálica que atraía la radiación electrónica que la cámara producía.'
El hombre uniformado, se acercó al rincón de la sala donde Donald Callowan, el jefe de la SIP, siglas de la famosa Spacial International Police, llevaba pacientemente más de una hora, fumando cigarrillo tras cigarrillo,-Señor Callowan…Donald levantó la cabeza y una sonrisa entreabrió sus labios.
-¿Ha llegado mi turno?-Sí, señor. Pero debe perdonar. Ya sabe lo pesados que son estos debates del Consejo Mundial. El señor Barton estará seguramente desolado de haberle hecho esperar tanto tiempo.Siguió al uniformado personaje, atravesando la amplia sala y penetrando por una puertecilla que daba a un pasillo, a cuyo fondo se hallaba la entrada del despacho particular de William Barton.
La familia Morgan escogió aquel día una ruta un poco extraña para pasar su fin de semana. Pero Harry Morgan era un hombre que odiaba las aglomeraciones desde pequeño y prefería pasar con los suyos una jornada tranquila, en un lugar apartado, lejos del tumulto de los que, con sus coches, iban a pasar sábado y domingo en los bosques recién importados de la Tierra, al Este de Joyce City, la flamante capital de Marte. Cuando, muy de mañana, Harry anunció a los suyos que había elegido el Sur de la ciudad, la región montañosa que terminaba donde daba comienzo el llamado Desierto Rojo, los únicos que vitorearon fueron los dos pequeños, que ya se veían jugando en aquella región, donde las más extraordinarias aventuras les esperaban.
La lluvia tamborileó unos instantes sobre los cristales, haciendo que Arthur levantase la cabeza de los papeles que estaba consultando. Sonrió. Al levantar la vista echó una ojeada complaciente a cuanto le rodeaba, en aquel pequeño despacho en el que acababa de instalarse, con su persona, la Delegación de la SIP en Marstown. Curioso, ¿eh?
NADA más levantarse, todavía en pijama, se acercó al balcón y lo abrió por completo. Echó una ojeada a la bahía. El mar, de un intenso azul, parecía un espejo. La temperatura era agradable en extremo y la brisa marina llegaba hasta él, aquella deliciosa mañana. El Mediterráneo se prolongaba hasta el horizonte, recibiendo los rayos del sol que ponían trazados de oro sobre sus aguas. La ciudad se extendía desde el hotel hasta la misma orilla del mar. Era un conjunto de chalets a cuál más artístico y bello.
A Nakuda le temblaban las manos. Enfundado en su traje protector contra radiaciones, parecía un monstruo enorme, todo en blanco, con la placa de plástico transparente que cubría su rostro. El largo extractor electrónico, que sujetaba con sus manos enguantadas, se hundía en la tierra, excavando gran cantidad de arena y piedra, dejando al aire libre las parduzcas rocas que encerraban, en sus entrañas, el tesoro del uranio.
NADA más insignificante que el hombre que descendió, en aquella clara mañana de mayo, de la astronave que acababa de llegar de la Tierra. Su rostro era corriente, su tipo corriente y sólo su frente y sus ojos, aquélla amplia y éstos vivaces, podían haber hecho denotar su personalidad nada vulgar. Ni alto ni bajo, ni gordo ni flaco: uno de esos millones de seres que se ven en todas partes. O mejor dicho, que pasan desapercibidos en todas partes.
¡Qué error había cometido haciendo creer a aquella mujer que estaba locamente enamorado de ella! Y ahora, examinando detenida y fríamente todos los detalles, llegaba a la conclusión de que ella jugaba un papel desesperante, una comedia burda con la mente fija en su fortuna. Hasta entonces, mientras las cosas fueron bien, él no llegó nunca a pensar que Alice tuviese sus hermosos ojos fijos en su talonario de cheques. Pero ahora estaba seguro. No podía comprender, de otro modo, la escena de aquella noche, cuando ella, por un fútil motivo, se había echado a llorar, diciéndole que jamás le había hablado de matrimonio. ¿Matrimonio?
La nieve caía densamente, pero la oscuridad de la noche hacía que su blancura no existiese más que en los lugares donde la luz artificial se reflejaba sobre ella. El resto estaba hundido en la negrura y la blanca capa que ya cubría la tierra tenía un color indefinido y sucio, casi grisáceo cuando la penumbra llegaba hasta el suelo. Un viento inquieto se enredaba aullando por entre los hilos telefónicos, arrancando de los postes los blancos copos que se habían acumulado en ellos.
La casa, un chalet de construcción moderna y línea agradable, estaba situada en las afueras de la ciudad. El Sena pasaba cerca, entre olivos que recortaban la pureza azul del cielo. Se respiraba calma en aquel lugar. Milo había detenido su coche ante la puerta del jardín de la casa y ahora, sin abandonar su asiento, la contemplaba, como si desease sacar conclusiones de aquella construcción que reflejaba, sin duda, una manera de vivir, como el de todos los hogares humanos.
Le habían tendido una trampa... Él sabía que la muchacha, Judy, de quien se había enamorado a lo largo de aquella interminable investigación, estaba en el interior de la casa, y que ellos, los hermanos Rossini, armados hasta los dientes, le esperaban allí, pendientes de su primer fallo para llenarle el vientre de plomo. Dorick sonrió, pero fue más una mueca y un rictus que una sonrisa, lo que entreabrió sus labios.
No estaba nervioso, pero mientras se incorporaba se preguntó si todo lo que el verdadero Singer le había enseñado iba a ser, finalmente, de alguna utilidad. Miró la caja. Era una «Huster», de un modelo reciente, pero cuyo sistema de cerradura no podía alejarse mucho de los tipos que él había estudiado con detenimiento. Se arrodilló ante ella, pasándose por los labios, para humedecerlos suavemente, las yemas de los dedos, una tras otra. Luego empezó a trabajar.
Francisco Caudet Yarza (Frank Caudett) nace en Barcelona en 1939, ya en la infancia manifiesta su inclinación hacia la literatura y se apasiona con la lectura de clásicos franceses y rusos (Dumas, Tolstoi, Verne), autores que simultánea con los españoles de la novela de kiosco como Mallorquí, Donald Curtis, Mark Halloran y otros. Debuta en 1965 en el mundo de los 'bolsilibros' con la madrileña Editorial Rollán que le publica su primer original en la legendaria serie FBI, con el títulode 'Enigma'. Dos años después la barcelonesa Bruguera le ofrece un contratode colaboración en exclusiva para novelas de bolsillo, empresa que comercializa durante años sus originales que rozan los cuatrocientos títulos y que firma con el más conocido de sus seudónimos: Frank Caudett.
Juan Gallardo Muñoz, nacido en Barcelona en 1929, pasó su niñez en Zamora y posteriormente vivió durante bastantes años en Madrid, aunque en la actualidad reside en su ciudad natal. Sus primeros pasos literarios fueron colaboraciones periodísticas —críticas y entrevistas cinematográficas—, en la década de los cuarenta, en el diario Imperio, de Zamora, y en las revistas barcelonesas Junior Films y Cinema, lo que le permitió mantener correspondencia con personajes de la talla de Walt Disney, Betty Grable y Judy Garland y entrevistar a actores como Jorge Negrete, Cantinflas, Tyrone Power, George Sanders, José Iturbi o María Félix. Su entrada en el entonces pujante mundo de los bolsilibros fue a consecuencia de una sugerencia del actor George Sanders, que le animó a publicar su primera novela policíaca, titulada La muerte elige, y a partir de entonces ya no paró, hasta superar la respetable cifra de dos mil volúmenes. Como solía ser habitual, Gallardo no tardó en convertirse en un auténtico todoterreno, abarcando prácticamente todas las vertientes de los bolsilibros —terror, ciencia-ficción, policíaco y, con diferencia los más numerosos, del oeste—, llegando a escribir una media de seis o siete al mes, por lo general firmadas con un buen surtido de seudónimos: Addison Starr, Curtis Garland (y también, Garland Curtis), Dan Kirby, Don Harris, Donald Curtis, Elliot Turner, Frank Logan, Glenn Forrester, John Garland (a veces, J.; a veces, Johnny), Jason Monroe, Javier De Juan, Jean Galart, Juan Gallardo (a veces, J. Gallardo), Juan Viñas, Kent Davis, Lester Maddox, Mark Savage, Martha Cendy, Terry Asens (para el mercado latinoamericano, y en homenaje a su esposa Teresa Asensio Sánchez), Walt Sheridan.
Juan Gallardo Muñoz, nacido en Barcelona en 1929, pasó su niñez en Zamora y posteriormente vivió durante bastantes años en Madrid, aunque en la actualidad reside en su ciudad natal. Sus primeros pasos literarios fueron colaboraciones periodísticas —críticas y entrevistas cinematográficas—, en la década de los cuarenta, en el diario Imperio, de Zamora, y en las revistas barcelonesas Junior Films y Cinema, lo que le permitió mantener correspondencia con personajes de la talla de Walt Disney, Betty Grable y Judy Garland y entrevistar a actores como Jorge Negrete, Cantinflas, Tyrone Power, George Sanders, José Iturbi o María Félix. Su entrada en el entonces pujante mundo de los bolsilibros fue a consecuencia de una sugerencia del actor George Sanders, que le animó a publicar su primera novela policíaca, titulada La muerte elige, y a partir de entonces ya no paró, hasta superar la respetable cifra de dos mil volúmenes. Como solía ser habitual, Gallardo no tardó en convertirse en un auténtico todoterreno, abarcando prácticamente todas las vertientes de los bolsilibros —terror, ciencia-ficción, policíaco y, con diferencia los más numerosos, del oeste—, llegando a escribir una media de seis o siete al mes, por lo general firmadas con un buen surtido de seudónimos: Addison Starr, Curtis Garland (y también, Garland Curtis), Dan Kirby, Don Harris, Donald Curtis, Elliot Turner, Frank Logan, Glenn Forrester, John Garland (a veces, J.; a veces, Johnny), Jason Monroe, Javier De Juan, Jean Galart, Juan Gallardo (a veces, J. Gallardo), Juan Viñas, Kent Davis, Lester Maddox, Mark Savage, Martha Cendy, Terry Asens (para el mercado latinoamericano, y en homenaje a su esposa Teresa Asensio Sánchez), Walt Sheridan.
Juan Gallardo Muñoz, nacido en Barcelona en 1929, pasó su niñez en Zamora y posteriormente vivió durante bastantes años en Madrid, aunque en la actualidad reside en su ciudad natal. Sus primeros pasos literarios fueron colaboraciones periodísticas —críticas y entrevistas cinematográficas—, en la década de los cuarenta, en el diario Imperio, de Zamora, y en las revistas barcelonesas Junior Films y Cinema, lo que le permitió mantener correspondencia con personajes de la talla de Walt Disney, Betty Grable y Judy Garland y entrevistar a actores como Jorge Negrete, Cantinflas, Tyrone Power, George Sanders, José Iturbi o María Félix. Su entrada en el entonces pujante mundo de los bolsilibros fue a consecuencia de una sugerencia del actor George Sanders, que le animó a publicar su primera novela policíaca, titulada La muerte elige, y a partir de entonces ya no paró, hasta superar la respetable cifra de dos mil volúmenes. Como solía ser habitual, Gallardo no tardó en convertirse en un auténtico todoterreno, abarcando prácticamente todas las vertientes de los bolsilibros —terror, ciencia-ficción, policíaco y, con diferencia los más numerosos, del oeste—, llegando a escribir una media de seis o siete al mes, por lo general firmadas con un buen surtido de seudónimos: Addison Starr, Curtis Garland (y también, Garland Curtis), Dan Kirby, Don Harris, Donald Curtis, Elliot Turner, Frank Logan, Glenn Forrester, John Garland (a veces, J.; a veces, Johnny), Jason Monroe, Javier De Juan, Jean Galart, Juan Gallardo (a veces, J. Gallardo), Juan Viñas, Kent Davis, Lester Maddox, Mark Savage, Martha Cendy, Terry Asens (para el mercado latinoamericano, y en homenaje a su esposa Teresa Asensio Sánchez), Walt Sheridan.
El Viajero disparó antes.Muy poco antes, la verdad. Pero lo suficiente para su pellejo. Lo suficiente para agujerear a tiempo la piel del otro.El Viajero no parecía tener ninguna oportunidad. Ni una sola. Al menos, es lo que daba la impresión, un momento antes. De haber sabido otros testigos que no estuvieran muertos ya, hubiesen apostado todo, incluso el cuello, en favor del hombre armado.Sin embargo, hubieran perdido. Porque el Viajero, contra todo pronóstico, se anticipó a su adversario.Y le bastó un solo disparo. Una sola presión en el gatillo del arma situada dentro de su cónico sombrero «Stetson».Fue jugar con ventaja, naturalmente. El Viajero no tenía otra posibilidad de salir con vida de aquello. Y en la guerra, todos los ardides son válidos. Máxime, cuando la totalidad de la ventaja está del lado opuesto.