Alfonso Arizmendi Regaldie (San Cristóbal de la Laguna, Islas Canarias, (España), 1911 - Valencia (España) 2004), más conocido por el seudónimo Alf Regaldie formado con la abreviatura de su nombre y con su segundo apellido, de origen francés, aunque también utilizó el de Carlos de Monterroble. Aunque nació en la localidad canaria de San Cristóbal de la Laguna, durante la mayor parte de su vida residió en Valencia, por lo que se le puede considerar con toda justicia miembro de pleno derecho de la escuela de ciencia-ficción valenciana. Al igual que ocurrió con otros muchos contemporáneos suyos, tuvo la desgracia de verse atrapado en la vorágine de la Guerra Civil española, participando como combatiente en el bando republicano. lo que le acarreó, como es fácil suponer, serias dificultades una vez acabada la contienda, llegando a estar encarcelado por ello durante siete años.
Corría el año 1887. La llamada ruta del Norte, o ruta de las Diligencias, funcionaba al máximo de su posible rendimiento en un difícil y peligroso recorrido de unos tres mil kilómetros para unir Archison, en la misma divisoria de Kansas, con Missori, con Sacramento, en el Estado de California en la orilla del Pacífico. El hecho de que al Oeste de la nación y, más concretamente al Noroeste, se estuviesen descubriendo excelentes yacimientos auríferos había provocado una fiebre de buscadores de oro en casi todo el continente y los prospectores recorrían millas y millas sin miedo a las distancias con el ansia de descubrir por su cuenta algún rico filón que de la noche a la mañana les transformase de indigentes en millonarios. Las nuevas minas, algunas de gran importancia, exigían técnicos que pusiesen orden en las excavaciones y encauzasen la explotación máxime cuando algunos filones, en lugar de manifestarse a flor de tierra se clavaban en sus entrañas y se precisaban una técnica y una organización que se salía de la vulgar de clavar el pico, recoger la tierra a poca profundidad y lavarla para apartar su contenido en oro.
Las ramas de los abetos golpeaban fuertemente sobre el techo de la cabaña. El viento huracanado, al introducirse entre los árboles, silbaba agudamente. La nieve golpeaba en las ventanas como si se tratara de llamadas apremiantes, hechas por fuertes y enguantadas manos. A veces, parecían moverse las paredes de madera de la única habitación que la cabaña tenía.
Después de la guerra provocada por Nube Roja, de acuerdo con los jefes indios de las otras naciones, las autoridades de la Unión decidieron centralizar en reservas al efecto a los restos de esta raza.
En estas reservas, controladas y dirigidas por agentes especializados y designados por las autoridades de Washington, los indios hacían su vida como si estuvieran en libertad.
Lo único que no podían hacer, y por eso la constitución de las reservas, era guerrear como antes.
El agente era la máxima autoridad en las mismas.
Erle Treland dejó sobre el tablero de su mesa la carta que el visitante le había entregado, y tras dar una larga chupada a la pipa y contemplar al forastero un momento, como si quisiera leer a través de su frente los pensamientos que le animaban, exclamó: —Bien, señor Ky. Mi amigo King le recomienda a usted con entusiasmo como el hombre que yo puedo necesitar y asegura que hasta hace pocos meses fue usted sargento de los montados de Texas. ¿Por qué dejó tan buen empleo? —No fue por miedo ni porque mi comportamiento me obligase a adelantarme a una medida que los demás podían haber tomado en contra mía. Lo dejé sencillamente, porque la rigidez del servicio y la obligación que me robaba todas las horas del día, eran incompatibles con ciertos asuntos personales que yo tenía necesidad de resolver. —¿Y los resolvió?
Belisa tiró de las riendas del fogoso caballo que tiraba de su cochecillo en el que hacía el reparto de la correspondencia a los ranchos cercanos a Abilene. Llegaba hasta las cercanías de Merker por el norte y de Bard por el sur. Su carricoche, un tanto destartalado, era popular por los caminos, y los ejes del mismo demostraban que eran firmes y duro de patas el animal que le arrastraba. No había camino, por malo que fuera, que se resistiera a esa comunión de tres elementos tan parecidos. Una muchacha con voluntad, tozuda. Un caballo más testarudo que un mulo y un coche más fuerte que el hierro.
-¡Atención, señoras y señores! ¡Va a salir por el pasillo número tres, el caballo más asesino que ha dado el Oeste y el que menos tolera en sus lomos a un jinete! Pero si «Torbellino» es el campeón de los caballos broncos, le ha correspondido el jinete que le va a la medida: ¡Dick Ferber!, el ganador de estos días.
Las gradas estaban cubiertas de una multitud morbosa, que aplaudía frenética.
Les entusiasmaba la idea, de la lucha que iban a presenciar.
Una caída antes de los segundos concedidos para puntuar, suponía la posibilidad de que el jinete fuera alcanzado por los cascos del animal furioso.
Saltó sobre el cochecillo y fustigó a «Lucky», que arrancó a galope, haciendo que se apartaran los curiosos para no ser atropellados.
Cuando salía de la calle en que se hallaba el periódico, vió a Tommy en el quicio de una puerta.
Trató de esconderse cuando ella pasaba por allí, pero no pudo evitar que le descubriera.
No se detuvo por ello.
Esta tierra me produce náuseas! ¡No hay más que cobardes ruines y rastreros!... Un hombre, rodeado de un grupo de miserables, es el amo de una región y..., si me apuras mucho, de todo un Territorio. ¡Esto es una nueva Edad Media, pero con la diferencia de que aquellos personajes sí que eran caballeros! Y trataban a sus súbditos con cariño... ¡Lo que estoy viendo aquí es, francamente, repulsivo y vergonzoso!
Era una trampa mortal, y ella lo sabía.
Pero su caballo tampoco pudo ayudarla más. Había corrido mucho y bien. Posiblemente le fallaron las fuerzas, o encontró una desigualdad en la tierra amarilla. Se le doblaron las patas delanteras, lanzó despedido a su jinete.
Cayó ella, levantando una acre polvareda con sus botas. Por un milagro de equilibrio, permaneció semierguida, flexionando sus rodillas. Finalmente, tropezó, hincando una de ellas en tierras.
Logró levantarse, corrió hacia los negros peñascos, extrayendo nerviosamente su revólver. Casi le cayó de los dedos al amartillarlo.
La muchacha que había preguntado por el animal siguió su camino y llegó a las cuadras. En una de las individuales se hallaba un caballo bayo, precioso. Conoció a la joven y, como andaba suelto, se acercó a ella para acariciar a su ama. Ella correspondió a las caricias y le habló con dulzura. Le estuvo pasando lentamente la mano por las cuatro extremidades.
Alfonso Arizmendi Regaldie (San Cristóbal de la Laguna, Islas Canarias, (España), 1911 - Valencia (España) 2004), más conocido por el seudónimo Alf Regaldie formado con la abreviatura de su nombre y con su segundo apellido, de origen francés, aunque también utilizó el de Carlos de Monterroble. Aunque nació en la localidad canaria de San Cristóbal de la Laguna, durante la mayor parte de su vida residió en Valencia, por lo que se le puede considerar con toda justicia miembro de pleno derecho de la escuela de ciencia-ficción valenciana. Al igual que ocurrió con otros muchos contemporáneos suyos, tuvo la desgracia de verse atrapado en la vorágine de la Guerra Civil española, participando como combatiente en el bando republicano. lo que le acarreó, como es fácil suponer, serias dificultades una vez acabada la contienda, llegando a estar encarcelado por ello durante siete años.
La desmovilización, una vez terminada la guerra de Secesión, creó grandes problemas a todas las autoridades, y las regiones próximas a los lugares de acuartelamiento, se vieron inundados de hombres de los más encontrados caracteres que solicitaban trabajo, muchos de ellos sin pedir sueldo y sólo por la comida. Para los desmovilizados en el Sudoeste, procedentes del Norte, suponía un gran trastorno su falta de conocimiento de las costumbres y profesión de los cow-boys, que eran los únicos que hallaban acoplamiento en los infinitos ranchos, aunque la ganadería, a causa del inmenso consumo de las fuerzas armadas, no era todo lo rica que fué y que aspiraba a ser.
Todos los vecinos de Keeler se habían guarecido bajo los porches de las casas para huir del sol inclemente. Las emanaciones salitrosas del cercano Valle de la Muerte, hacía que la leve brisa de la mañana resultara cáustica en exceso. Por las tardes estos vientos tan sumamente cálidos, al buscar las alturas por su menor peso, provocaban una especie de ciclón diario que barría toda vegetación en unas cuantas millas. Los vecinos de Keeler como los de Beatty, una ciudad al oeste y al este la otra, conocían las horas de este fenómeno y procuraban estar encerrados.
No de muy buena gana, se puso Ben en pie, haciendo con ello que los cinco se mirasen sorprendidos al ver la estatura de él. Lauren fue diciendo nombres: Dorian Crayton, dueño del saloon «Havre»; Lukas Ha villana, nuevo doctor; Arthur Hayward, jefe de estación; John Lamb, amigo de Dorian. Y el recién llegado a Havre, Arístides Leónidas.
Sam Gaspar se levantó a medio vestir al oír golpes contundentes en la puerta de su habitación. Se había acostado al rayar el alba y apenas si llevaba dos horas durmiendo, pero llamadas tan imperiosas a tales horas debían de obedecer a motivos también imperiosos.
Abrió la puerta, no sin antes empuñar el revólver en previsión de que el visitante no fuese de su agrado. Sam sabía que su vida no valía dos centavos desde hacía algún tiempo y no quería dar facilidades a sus enemigos para que le enviasen donde ya algún otro de su famosa patrulla esperaba inmóvil la compañía de algún otro compañero.
Al llegar al rancho que sus padres poseían al norte de Big Spring, a no muchas millas agua abajo del nacimiento del Colorado River, Duke Sterling había encontrado a su madre y a su hermana enlutadas y llorosas. Las dos mujeres, apenas lo vieron aparecer, se le echaron al cuello, abrazándolo y llorando angustiadamente. Al fin, entre hipos y lágrimas, logró adivinar el fondo de la tragedia. —¡Papá, pobre papá, tan bueno! —¡Esos criminales! ¡Tu pobre padre…!
También quedaba la duda a los ciudadanos de Grantsville sobre la personalidad de Austin, que fue acusado reiteradas veces por Joe como autor de los atracos a la diligencia. Austin era desconocido y sobre él pesaban acusaciones graves, cuando se ofrecía por su cabeza suma tan elevada.
Las opiniones empezaron a dividirse en dos grupos bien definidos: los que temían las consecuencias de lo sucedido y los que consideraban justa la muerte de Joe, estuviere al servicio de quien estuviere.
—ESE es Johnny Tucson. Con indiferencia, «Diamantes» Langstrom alzó un segundo la mirada. Vio pasar al hombre. Luego, estudió, con las cejas arqueadas, a sus dos oponentes. —Bueno, dejen a Tucson y atiendan a sus cartas — refunfuñó—. He dicho que cinco mil. ¿Aceptan, amigos? Los dos se miraron. Ni Tracy ni Clint Barrow parecían muy resueltos. Una voz angustiada llegó de detrás de ambos jugadores, como advirtiéndoles a tiempo: —¡No sigáis! ¡No, Tracy! ¡Clint, tú eres el mayor!… ¡Volved a vuestra razón! ¡Perdéis ya mucho! ¡No sigáis…!