La muchacha tenía unos labios suaves y rojos, ardientes como el infierno, y les aseguro a ustedes que sabía lo que podía hacer con ellos. Ella lo estaba haciendo y la víctima de la experiencia era este seguro servidor. Podrían decirse muchas cosas de la manera de besar de Velda, de cómo hacía que uno se sintiera dueño del mundo, flotando a alturas siderales, al mismo tiempo que en una curiosa simbiosis se sentía también descender hasta las profundidades insondables de los instintos más primarios del ser humano. Lo que no podría decirse en ningún caso sería que le dejara a uno indiferente. Era toda una experiencia.
El profesor Tokuga Nara, se incorporó lenta, majestuosamente. Había terminado su adoración a Buda en el pequeño recinto destinado a la meditación y a sus oraciones cotidianas, dentro del templete de su jardín oriental, donde entre musgos variados, árboles frondosos y suave luz azulada y umbría, se hacía más fácil y profunda la práctica diaria de las doctrinas Zen. Respiró hondo, envolviéndose mejor en su dorado kimono salpicado de dragones azules y púrpura. Caminó sobre el suelo alfombrado, entre muros de papel y de seda, sonando suavemente los pasos de su calzado de madera y corcho, tradicional como todo lo que le rodeaba en aquella especie de diminuta evocación del Japón histórico y tradicional, al que, por espíritu y convicción seguía perteneciendo.
La sábana cubrió el cuerpo de la infortunada. Sarah Perkins, enfermera de profesión, quedó oculta bajo la tela blanca. Un silencio profundo y tenso reinó en la estancia. Desde la puerta, un agente uniformado se mantenía con la mirada fija en el cadáver recién tapado. Luego elevó los ojos hacia los restantes personajes que ocupaban la que fuera habitación de una enferma allí recluida. El doctor John Lawrence Daniels, director de la clínica psiquiátrica New Horizon, cambió una mirada con los dos hombres situados junto a él.
La chica, se murió en mis brazos. Poco antes, estaba llena de vida. Y llena de todo, especialmente en ciertas partes de su anatomía, tan visibles como las colinas en un terreno llano. Me sonreía, pronunciaba palabras melosas a mi oído, y mi piel toda hormigueaba con el cosquilleo suave y lascivo de sus dedos, largos y aterciopelados. Ahora, todo eso no era nada. O, cuando menos, nada que pudiera moverse, palpitar y tener el calor de la vida. Un extraño frío terrible extendíase lentamente por su epidermis. Los ojos miraban sin ver. La boca estaba entreabierta, y por la comisura de sus labios, rojos y brillantes, gordezuelos y sensuales, corría aquel desagradable, delgado hilo escarlata: la sangre que señalaba tan débilmente la presencia de la Muerte en la alcoba.
Las ramas de los grandes árboles se desbordaban por encima de las verjas, prolongándose hasta los blancos globos de las luces, que en lo alto de los postes, trataban de suplir la claridad de una luna inexistente. Las aceras estaban desiertas y oscuras en la amplia avenida residencial. Algunos coches estacionados semejaban quietos fantasmas envueltos en tinieblas. Pocos, porque en un distrito residencial la mayoría de edificios disponen de garaje propio. Un auto policíaco pasó despacio, con los aburridos guardias mirando la desolación de la calle en sombras. Se alejó cuesta abajo despidiendo destellos con su faro giratorio sobre la carrocería.
Melissa Miles estaba asustada. Acababa de averiguarlo ahora mismo. Aquella misma noche. Lo cierto es que no sabía cómo advertir a alguien de lo que sucedía. Cómo salir de aquel lugar de alguna forma. No es que se sintiera en una prisión, ni mucho menos. Pero a veces, hasta un paraíso puede convertirse súbitamente en un terrible cepo de terror y de muerte. Miró a su alrededor. Palmeras, arena dorada, balaustradas, jardines, edificios iluminados, cielo estrellado, fuegos artificiales en la distancia… Todo lo que puede concederle a uno el placer íntimo de sentirse en un bello paraíso donde todo es hermoso y apacible. Y, sin embargo…
Fue la primera vez que intentaron matarme. Sucedió todo tan rápidamente, que no tuve tiempo de preverlo. Ni siquiera de reaccionar de alguna forma. Lo cierto es que pudieron haberme matado entonces, sólo lo impidió mi buena fortuna. Sí. Siempre he sido un tipo de suerte. La verdad es que he llegado a poner muy en duda ese aspecto de mi persona y mi destino en infinidad de circunstancias que hacían pensar en todo lo contrario. Pero, a la larga, tuve que estar de acuerdo con la pitonisa que me presagió toda la suerte del mundo.
—Eres hermosísima, criatura. La más hermosa mujer que jamás he conocido… ¿Cómo esperas darme miedo ahora con tus palabras, con tus gestos? Sería ridículo temer nada de una muchacha como tú… Ella le contempló fijamente, erguida ante él, en el centro de la habitación. La luz recortaba su silueta de un modo peculiar, como perfilando sus más íntimas formas contra la claridad tenue y azulada de la estancia lujosa. —Cometes un error —dijo lentamente—. He venido a matarte.
—¿Qué hora es? —Las doce y media. Ya preguntó lo mismo hace diez minutos. ¿Por qué no descansa, Reeves? Mi enfermera se mostraba paciente. No podía saber si era bonita o fea, joven o madura. Tenía una voz amable y dulce. Era comprensiva. Es lo único que podía importarme ahora. —Sí, perdone —murmuré—. Es que no puedo dormir… —Tendré que inyectarle un calmante, como me dijo el doctor Lockyer. ¿Por qué no es buen chico y me evita eso, descansando por su propia voluntad?
—Sí, recuerdo aquel incendio. Fue una buena antorcha la que ardió durante cuatro o cinco horas. —Miré a mi visitante y aprecié que se alegraba de mi recuerdo. Y añadí—: Lo que no veo es qué puedo hacer yo en este asunto. Se trataba de una mujer de unos veinticinco años, alta y con una carrocería de lujo que daba escalofríos verla. O al adivinarla, porque se adivinaba todo debajo del vestido que lucía. Y cuando digo todo, quiero decir eso exactamente. Cualquiera diría que el vestido formaba parte integrante de su piel. —Yo le explicaré en qué debe usted intervenir —dijo. Tenía una voz suave, un poco ronca y acariciante—. En el incendio del edificio Banister se encontró el cadáver de su propietario, carbonizado por el fuego y lo que había caído encima.
Quizá por eso siguió un largo silencio a su manifestación, mientras yo me frotaba la barbilla, pensativo, con la mirada fija en aquel enorme mapa de las Islas Británicas que ocupaba todo el alto y ancho de uno de los muros de su despacho, trazado con todo detalle, hasta los más nimios, en trazado orográfico, carreteras, ciudades, pueblos, aldeas, bosques e incluso caminos vecinales, todo ello realzado por la luz que resplandecía suavemente tras la superficie de vidrio en que estaba dibujado el mapa, con extraños y secretos símbolos adhesivos, de diversos colores y formas, superpuestos en algunas zonas. Lo que todos ellos significaran, sólo sir Hugh lo sabía.
Había sido una noche como muchas otras, ya saben: chicas, música, bebida; más chicas y más música y más bebida. Uno puede reventar por un exceso de comida o volverse loco por un exceso de alcohol, pero, que yo sepa, jamás ha perjudicado a nadie un exceso de chicas, así que la noche había sido como muchas otras, quizá un poco mejor. La única dificultad estaba en conducir el coche por la empinada y retorcida calle de la colina, hacia mi cueva.
Fue un día especial para mí. Creo que nunca había conocido a personas tan importantes, en tan corto espacio de tiempo. Casi llegué a sentirme importante yo mismo. El doctor Marcel Giradoux, director general de la Fundación Giradoux, que creara su tío, Pierre Louis Giradoux, hacía ya algunos años, fue el encargado de hacer las presentaciones. Yo sabía ya de antemano que tendríamos huéspedes muy especiales aquella noche, pero nunca pensé que lo fueran tanto. Me presentó inicialmente al hombre de aspecto gris y vulgar, incapaz de destacar en parte alguna entre la mediocridad del ciudadano medio francés, y que, sin embargo, resultó ser quien menos imaginaba yo.
Ray Barton se abrió paso entre los policías de uniforme, atravesó la barrera de luz creada por los focos instalados en la oscura plazoleta y se encontró, al fin, en el centro del grupo. Llovía. Una lluvia mortecina y mansa que calaba a los policías, sorprendidos sin sus impermeables de reglamento. También calaba las ropas del hombre despatarrado en el suelo. La lluvia se metía en su boca abierta y en los ojos, inmensamente abiertos y fijos en las nubes.
Paré el coche en medio de la oscuridad y di un vistazo en torno. Era un paraje que ni hecho a propósito. Negro como la tinta, las formas más próximas eran los troncos de los árboles y los macizos de los arbustos recortados, que sólo se distinguían como manchas más negras aun que el resto de tinieblas. Si yo hubiese sido un tipo impresionable habrían empezado a temblarme las piernas, teniendo en cuenta lo que me había llevado hasta ese lugar.
Desde las diez de la mañana a las dos de la tarde, podía ser visitado el investigador en su despacho, según añadía una nota mecanografiada sobre un papel adherido a la puerta. Pero eso no siempre era así. A veces, Boggie estaba ausente a esas horas. Y él no tenía secretaria que se ocupara de sus asuntos. Al menos, no la tuvo hasta el día en que se presentó Betty Grayson.
Eirik Jarber, un autor consagrado, se suma a nuestra serie Murder Club. Una de sus últimas obras, Mantis y Termitas, reafirma la aseveración de que sabe dotar a la literatura policíaca de una vibrante fuerza argumental que, unida a su particular manera de hacer, le hacen hoy uno de los autores más cotizados en la novela de evasión. Mantis y Termitas, por su ambiente subyugante, por los personajes que se mueven en él con esa naturalidad que causa verdadero asombro, es una gran novela policíaca.
Dos motoristas, formando un todo frío y metálico con sus máquinas, pasan como saetas de mal presagio sobre el espacio libre de asfalto. Tras ellos, dos coches de faro rojo ponen un verdadero velo entre la vida y la muerte, tal es su velocidad. Una ambulancia. Y, como colofón, un motorizado más se engulle en la caravana atronadora, que vuela hacia el último tramo de la calle. Aún no se había detenido el coche, cuando Lewis Mac Quinch, teniente de la Metropolitana, alcanzaba a los motoristas en la misma entrada de «Little Ciro’s», cuya lujosa puerta, dibujando un cuadro de luz cruda, ofrecía tendido en el suelo el cuerpo de un hombre.
Eran las ocho y media de la mañana. Me senté a... Digamos a desayunar, si era desayuno la taza de infusión de corcho quemado, con unas gotas de líquido yesoso, y las dos galletas de arpillera pulverizada, que servían en aquel hotel.
No lo supe. Ni entonces ni nunca. No supe si era un eco dentro de mí. O una repetición de aquella patética, terrible, sorda pregunta, formulada al borde de la muerte, al filo mismo de las sombras. Cuando abrí los ojos, era inútil preguntárselo. Ni a mí mismo. Ni siquiera a Myra. Myra estaba muerta. Muerta…