En el cuartelillo de la División N de los Rangers en El Paso, reinaba una tensión nerviosa difícil de disimular. Aquella tarde, a las cuatro, iba a ser juzgado por delitos graves el hombre más estimado hasta entonces entre los montados de la División. Se trataba del sargento Stanley Doyle, ranger que llevaba cinco años en la División, habiendo llegado a sargento por méritos propios, realizando difíciles servicios que fueron elogiados por todos sus jefes. Y, pese a esto, según las pruebas aportadas por el cabo Linus Brigger, afecto a sus órdenes, no sólo había quebrado su excelente línea de conducta, sino que había puesto a sus jefes en una situación difícil, al permitir que cierta operación de alijo que había sido descubierta y se iba a interceptar se evadiese de las garras de los Rangers y cruzase el Río Grande sin la menor dificultad.
La pesada de «El. Cuervo» se alzaba a cosa de media milla del poblado de Pass, casi en las márgenes del Río Nueces en Texas. Era un edificio ya vetusto, de paredes medio agrietadas por la fiereza del sol texano y de construcción bastante empírica. Un cuadrilátero uniforme, puerta a la senda, otra posterior más pequeña a la corraliza y dos pisos con ventanas a la fachada principal y algunos en los costados para dar ventilación a las habitaciones. En la entrada, un porche de ladrillo se recubría con algunas enredaderas y a la derecha había un banco de madera ya carcomida, adosado a la pared. Servía para sentarse a tomar el sol los días de primavera o soleados del invierno. El nombre de la posada obedecía al apodo con que era conocido su dueño. Alguien, no se sabía quién, le había aplicado el alias de «El Cuervo», quizá porque tenía la piel casi negra y una nariz extraña que se parecía en cierto modo al pico de dicha ave.
Joseph Crady estaba tendido a veinticinco o treinta pasos del riachuelo, esperando a que se le pusiera a tiro alguna presa. Tenía un rifle entre, las manos, pero sólo disponía de un cartucho. Al alcance de la mano derecha, estaba su pesado cuchillo de monte. Ignoraba, llegado, el caso, cuál de las dos armas usaría para poder satisfacer el hambre que le roía las entrañas desde hacía más de cuarenta y ocho horas. Era un hombre quizá no muy alto y de aspecto casi corriente, pero que había engañado — y muy desagradablemente—, a más de uno que le había juzgado con excesiva precipitación. Ninguno de los que se habían precipitado en tales juicios se había parado a mirar la fría expresión de sus ojos claros, diamantinos, y la, roqueña firmeza de sus mandíbulas. Bajo una complexión aparentemente común, sus músculos parecían haces de cables de acero y sus puños, cuando llegaba el caso, poseían la violencia de la dinamita.
Silver Mann se apeó del renqueante tren que se había detenido unos minutos en la pequeña estación de Félix, al norte de Wyoming, en la línea que procedente de Dakota del Sur atravesaba sesgadamente aquella parte del Estado para ascender hasta Sheridan y perderse en el territorio de Montana.
La máquina iba frenando entre resoplidos de vapor al entrar en el andén en el que había muchos curiosos y otros que esperaban a familiares y amigos. —¡Harold! ¿Esperas a alguien? —A mi hija. Viene a pasar las fiestas. Dice que echa de menos un buen caballo y unos días de aire puro. ¿Y tú, esperas también a alguien? ¡Ah! Es verdad, no me acordaba, se ha hablado mucho de Eddie estos días. ¿Es que llega hoy? —Es lo que me dice en su última carta recibida ayer.
En el augusto silencio que reinaba en aquellos parajes donde se medio escondía entre tupidas jaras y setos diseminados en derredor de la cabaña de Carolina, ésta, que se encontraba en aquellos momentos repasando algunas prendas interiores pertenecientes a su hermano Algy, volvió la cabeza y prestó atención. Le había parecido captar el galope de un caballo que se acercaba por entre la cortina de arbustos y árboles que tapaban el paisaje. Por un momento pensó si sería Algy, pero denegó con un movimiento de cabeza. Él estaría en aquellos momentos trabajando en los extensos pastos de Hugh Claney, y el poderoso y soberbio dueño y señor de tantas hectáreas de terreno, de tantas reses y de tantas otras cosas difíciles de enumerar, no era hombre que permitiese a sus peones abandonar el trabajo en las horas de faena; tan rígido como egoísta, explotaba a la gente, sin misericordia, y el que no estaba dispuesto a dejarse explotar por él, ya podía emigrar de allí, pues, siendo el amo de cuanto les rodeaba, el que no producía para Hugh no encontraría trabajo, si no era alejándose bastantes millas de sus dominios.
Cuando aquella tarde de principios de setiembre, el alcalde de Medora, en el Sudoeste de Dakota del Norte, verificaba el final del escrutinio y proclamaba sheriff electo del poblado por aplastante mayoría de votos a Salomón Campbell, éste tenso y grave, intuyó que cuando firmase el acto de proclamación, habría firmado con ella su sentencia de muerte. Pero esto era algo que ya no tenía remedio. Él no era hombre que volviese jamás sobre sus pasos y si había aceptado la designación como candidato en un momento de indignación, ahora no tenía otro remedio que pechar con las consecuencias, prenderse la estrella al pecho y tomar las riendas de aquel escabroso cargo, haciendo honor a lo que en un momento de arrebato había dejado salir por su boca. El motivo de su elección llegaba precedido de un suceso trágico, encadenado con otros varios de matiz dramático. El sheriff anterior había muerto acribillado a balazos en una reyerta provocada por los gallitos del poblado, cuando cumpliendo su deber había tratado de detener a Robert Perkins, denunciado por haber atropellado brutalmente a una muchacha de Medora.
Pat preguntó por el marshal, que llegó días antes, según había oído decir, para tomar posesión de su cargo. Cuando fue introducida en su despacho, le miró sorprendida. Pensó que sólo tendría dos o tres años más que ella. También el marshal miró sorprendido a Pat.
Deadwood era un poblado nacido al amparo del hallazgo del oro en las Montañas Negras.
Tras la invasión de los buscadores, que se posesionaron de dichas tierras en oposición a los indios que trataron de defenderlas con uñas y dientes, los mineros terminaron por asentarse en aquel rico terreno y, al amparo del oro que ofrecían las montañas, surgieron algunos poblados más o menos importantes, tales como Octiber Cache, Blue Blanket, Island y Loma de las Praderas, todos los cuales, a excepción de Deadwood, han desaparecido por no tener razón de ser.
La pequeña posada que a la par era también cantina, se alzaba junto a la polvorienta senda, a la entrada del pequeño poblado llamado Olanta, al oeste de Dakota del Norte.
El poblado era pobre, se extendía perezosamente sobre la abrasada llanura al norte del Knife River, junto a un pequeño ramal ferroviario que el «North Pacific» había alargado hacia el interior de aquella parte desértica, más que como negocio, para favorecer en parte a los aislados habitantes de aquella zona falta de comunicaciones y para dar facilidades a algunos rancheros diseminados, para que pudiesen embarcar su ganado y expedirlo a Mandan y Bismarck, las dos ciudades más próximas.
En el porche del rancho «Tres Círculos», Praince Hume, su propietario, estaba sentado a la sombra, teniendo delante de él en una mesita pequeña, una jarra de cerveza muy fría. Hume era un ranchero a quien le habían salido los dientes cuidando reses. Tuvo una juventud bastante azarosa, fue peón en un rancho cuando sólo contaba dieciocho años, y un día, molesto por ciertas represalias que él entendía que eran injustas, mandó al capataz al diablo y pidió su cuenta. El capataz, molesto por los modales de Hume, le dijo que seguramente no habría rancho que le admitiese en un equipo, a menos que fuese para barrer los cobertizos, pues como peón era una nulidad. Hume ante esta tajante opinión, se revolvió como una fiera y encarándose con él, repuso: —Usted podrá opinar respecto a mi eficiencia como peón, de la manera que más le guste, pero por mi parte, tengo derecho a pensar de usted, en el sentido de que como hombre es más nulidad que yo como peón.
Anochecía cuando Fred Hansen con el caballo polvoriento, cansado, tanto o más que él, se detuvo ante el 'Rockey Club” de Leadville, el poblado más importante que se podía encontrar en el centro de Colorado, ubicado en la espina dorsal de las Montañas Rocosas, y, echando pie a tierra, cruzó la falsa acera taconeando con brío y penetró en el local. Este era amplio, bien instalado, con un mostrador corrido a todo lo largo del salón en el lado izquierdo. Había grandes espejos repartidos por las paredes, bastante limpios, e «ilustrados» por un pintor de enorme fantasía, el cual había estampado unas cuantas figuras femeninas en las esquinas de los espejos, muy chillonas de colores y muy faltas de tela para cubrir sus cuerpos. Al fondo se abría una puerta oculta por una cortina de pita, pero no hacía falta ser profeta para adivinar que tras aquella puerta se ocultaba la sala de juego y, detrás de la barra, en sendos anaqueles de cristal, también con espejos en la pared, se alineaban gran cantidad de botellas de diversas marcas y bebidas.
Ya le pareció desde lejos que el grupo no iba de juerga. Desde la arboleda pudo observarlos largo rato sin que ellos lo advirtieran. El lugar era demasiado solitario para que no le resultara sospechoso lo que veía. Aquellos jinetes no iban hacia el pueblo, que quedaba al sur, sino en dirección contraria, donde solamente, durante millas, había rocas. El camino que seguían no era el adecuado para la misión que, a juzgar por las trazas, llevaba el grupo. Traían a un hombre con las manos atadas al pomo de la silla. Al cuello llevaba una cuerda. Este jinete iba en medio del grupo. En vano Gerb estuvo tratando de averiguar si entre aquellos individuos había alguien que diera un toque de legalidad. La chapa de sheriff que buscaba no la distinguía.
—¡No volverá a entrar en esta casa! —A través de la puerta cerrada salió el grito desesperado—. ¡En mi familia nunca ha habido un asesino! Tommy oyó el grito de su padre. Él se encontraba pegado a la pared, escuchando. No tenía miedo. Se encontraba allí porque deseaba saber noticias de su hermano. Su hermano era un vaquero: una especie de ser mitológico a quien él admiraba.
Dick Harney, una vez que entró en El Paso, se encaminó hacia el taller del herrero con su caballo de la brida.
Charles Pearson, como se llamaba el herrero, al ver entrar a aquel muchacho tan alto en su taller, dejó de golpear sobre el yunque para contemplarle con gran curiosidad.
—¡Muy bien! ¡Muy bien…! Ahora, un disparo y volteo. Todo ello en menos de tres segundos. ¡Veamos…!
—¿Menos de tres segundos? ¿Estás seguro que se puede hacer?
—Lo vas a comprobar tú misma…
—Bien. Adelante. Puedes dar la señal.
Así lo hizo el viejo vaquero que estaba con ella.
—¡Estupendo! ¿Te has convencido? Ahora varios disparos de este modo. Disparo y volteo… ¿entiendo?
—Perfectamente.
La carta que Louis Cooper tenía entre sus manos, no podía ser más angustiosa ni más preocupante.
La firmaba su hermano Sam, que poseía un extenso bosque en el noroeste del estado de Washington, al pie de los montes Olympic, junto al nacimiento del Quentul River.
La situación del bosque era ideal, pues el curso del río, sobre todo en las épocas de lluvia, le facilitaba el transporte de la madera hasta la desembocadura en el Pacífico.
Cuando Steve Crenna, uno de los agentes federales del Estado de Nevada, llegó a la estación de Jackson City, nadie le hubiese tomado por la personalidad que ostentaba dentro del destacado cuerpo de agentes del Gobierno. Todo lo más que hubiesen supuesto de él, era que se trataba de un peón presumido de algún equipo, o un capataz de paso por el importante poblado. Al menos, su atuendo vulgar y corriente así parecía denunciarlo. Pero esto era una máscara para que nadie se fijase en su persona, al menos mientras él no tuviese interés en lo contrario. Steve se encaminó al Hotel del Río, donde pidió una habitación discreta, haciéndose pasar por un capataz de rancho, con órdenes de esperar en el poblado la llegada de su patrón, el cual estaba realizando la venta de un importante hatajo de ganado.
Llovía. Posiblemente en los últimos cinco años ninguno de los habitantes de Carson City, en el Estado de Nevada, recordaban haber visto caer tanta cantidad de agua y tan ininterrumpidamente como la que estaba cayendo aquel día. Era igual.
Al joven Stevenson le había gustado Glenda Farrow, una linda chica de figura elástica y bien proporcionada, tez morena, de un moreno dorado, ojos verdes y abundante pelo color caoba. Billy no sabía quién era ni cómo se llamaba la chica; pero pensaba que para que a uno le gustase una mujer no se necesitaban tales datos. Por otra parte, él no estaba entonces en situación de pensar en mujeres y menos, como aquella, capaz de llevar de cabeza a cualquiera, aún con menos temperamento que él. Tenía Billy por delante cosas de mucha envergadura que debía resolver si quería luego tener ocasión para dedicarse a una chica como Glenda, que, forzosamente, debería ser absorbente.