Apenas servía de nada la lámpara automática con que alumbraba el que marchaba delante. Tan espesa era la niebla que ni siquiera se adivinaban los faros encendidos de los coches dejados en la carretera. Bajando los últimos escalones, el que sostenía el cadáver por las piernas lo soltó e hizo caer al que marchaba detrás. La cabeza de la muerta quedó apoyada entre sus rodillas. —¡Idiota! ¿Qué haces? El otro soltó una risa nerviosa. —No sé… Me pareció que me daba un puntapié. Como si estuviera viva. Los que estaban ya al mismo borde del río, retrocedieron. —¿Qué ocurre? —Ése, que está borracho. ¡Venga, agárrate y terminemos!
La fortaleza inexpugnable, los muros de enorme espesor y gran altura, las torretas metálicascon agentes armados de ametralladoras y de potentes reflectores, el sistemaelectrónico e infrarrojo detector de fugas, la misma nutrida fuerza policial dela prisión, todo, en suma, había sido inútil para evitar la desaparición delcondenado a muerte. «El Reptil» habíadesaparecido como evaporado en el aire. O al menos, ésa fue la creenciageneral, hasta que el reverendo regresó al despacho del alcaide, cerca ya delmediodía, con el teniente Harris, de la guarnición especial de Sing-Sing.
Tenía las manos rígidas, agarrotadas, colgando por los lados del lecho, como si hubiera querido asirse a las dos pequeñas alfombras. Shelby entró en la habitación lentamente, en un estupor silencioso y aturdido, hasta inclinarse y rozar con sus dedos las manos del infeliz. Estaban aún calientes, sin el «rigor mortis» de un cuerpo que lleve varias horas carente de vida. Se irguió, pensativo, volviéndose hacia la ventana entreabierta del dormitorio. Entonces la vio a ella. Era la rubia del cuadro de los velos, y si llevaba algo encima de la parte del cuerpo que se veía sobre el alféizar de la ventana, no era mucho más espeso que el velo del cuadro.Estaba allí, mirándole con ojos de profundo terror, como si colgara del vacío, junto a la fachada del edificio, asomándose entre las cortinillas aguadas por el frío aire matinal.
—ESTOY convencido, Wynter. Ella me engaña. Hace tiempo que me engaña, lo sé. Y quiero descubrirla de una vez para siempre. Eddie Wynter no, respondió de momento. Se limitó a extraer humo de su cigarrillo, expeliéndolo después en lentos cercos que parecían reptar hacia el techo de la oficina. —¿En qué se funda para crear eso? —preguntó al fin—. Linda parece una buena chica. —Posiblemente lo sea. Pero me esconde algo. Y las chicas como ella tienen un concepto muy ligero del matrimonio, usted lo sabe.
Para Lewis, era una pelirroja fuera de serie, Su cabello llameaba, sus gafas eran de montura ligera y estética, que en nada la afeaban, dándole, por el contrario, un aspecto enigmático. Debajo de su rostro encantador, tal vez excesivamente maquillado, un cuerpo sensacional se recostaba en el asiento, con total descuido de sus extremidades, que el nylon satinaba deliciosamente. Por cierto que se veía bastante nylon. Y el resto de su anatomía, aunque esbelta, era una sinfonía de curvas capaz de marear a cualquiera. El ceñido suéter amarillo y la falda negra, no hacían nada por ocultarlo.
Mi jefe me había mandado llamar. Acudí a su despacho preguntándome qué pecado podría haber cometido. Por lo general, el jefe no solía llamar a nadie a menos que tuviera precisión de echarle una buena reprimenda. Pero éste —al menos yo lo creía así— no era mi caso. Sin embargo, uno no puede nunca saber en qué agujero prohibido ha metido la pezuña, por lo que, aunque mi exterior era de indiferencia, la procesión, como suele decirse, iba por dentro.
La mujer miraba aterrorizada la boca del cañón de la pistola que estaba situada a dos pasos escasos da ella. Su rostro estaba tan blanco Como el yeso de la pared en que se apoyaba y sus ojos parecían querer ir a saltársele de las órbitas. —Por favor… —susurró, haciendo un tremendo esfuerzo para hablar—. No…, no me mate. El asesino meneó lentamente la cabeza.
Había una gran multitud aguardando en el muelle, mientras el gran navío se acercaba de costado para amarrar. Los focos del puerto convertían la noche en día, y el resplandor de los centenares de luces del trasatlántico hacía que las aguas, siempre sucias, lanzaran destellos opacos como heridas por mil estrellas. Delante de la multitud, un grupo de reporteros, cámaras en ristre, forzaban la mirada en busca de su objetivo. Había incluso operadores de los noticiarios. Fumaban y charlaban, ajenos al barullo de la gente.
ACABABAN de dar las ocho de una mañana fría y gris de finales de otoño. El cielo tenía matices cenicientos y el ambiente estaba cargado de un especial aroma a tierra mojada.
Con su acostumbrada y cronométrica puntualidad, el inspector-jefe del F. B. I., Tobías O’Connor, penetró en su despacho. Sentado ante la mesa, encendió el primer cigarrillo del día. Tobías O’Connor era un hombre de cuarenta y cinco años, más bien alto, de anchas espaldas ligeramente cargadas, y enérgicas facciones. Tenía en el mentón una antigua y profunda cicatriz que restaba armonía a su rostro.
—¡ATENCIÓN, atención…!
La voz de los altavoces se deformaba a través de las salas del aeropuerto. Eran las tres de la tarde y un sol denso y pesado caía sobre las blancas y lisas pistas de Le Bourget, el aeropuerto transatlántico de París.
—¡Atención, Atención!, el Stratocrussier de la T. W. A., procedente de Nueva York y Londres, tomará tierra en la pista número siete dentro de cuatro minutos.
Mi primer servicio como agente del F. B. I. me llevó a Miami, lo que no es mala cosa si se considera que algunos compañeros han ido a parar a Groenlandia o al Congo.
Miami... Bueno; ya saben ustedes lo que es Miami. El sueño de toda joven que posea un par de piernas bonitas. No, maldita sea.
Me sería sencillo asegurar que soy una belleza. Pero no quiero que si alguna vez llegan a verme queden defraudados. La sabia naturaleza—lean la «estúpida»—me escatimó todos sus dones.
DAVID Lawson llenó su pipa de cerezo con buen tabaco de Virginia, y salió al porche que rodeaba la casa. Estaba cerca el verano y hacía calor aquella noche. La casa, situada en el centro de la heredad, estaba rodeada de acres y más acres de manzanos. A la luz de la luna se veían las ordenadas hileras de los frutales cargados. Algunos árboles tenían tanto fruto que había sido necesario apuntalarlos para que no se quebraran las ramas. El viento traía un delicioso olor a heno, y de la parte del río llegaba el croar de las ranas.
ABRÍ los ojos con un esfuerzo y miré el reloj: las nueve. El sol entraba a raudales por el ventanal. No sentía el menor deseo de tirarme de la cama, grité malhumorado:
—¡Fíjese dónde llama, estúpido, y déjeme en paz!
Estaba seguro de que sufría una grave equivocación el sujeto que en aquel instante oprimía el botón del timbre con entusiasmo digno de mejor causa.
Era domingo, no tenía servicio hasta el miércoles, y ninguno de mis amigos o conocidos cometería la insensatez de llamarme a tales horas.
Pero el timbre continuó sonando con la misma insistencia y fue inútil que me tapase la cabeza con las mantas. El agudo repiqueteo parecía metérseme en los sesos, y no había forma humana de conciliar de nuevo el sueño. Sólo quedaba una solución: abrir la puerta y tirar por la escalera al tipo que se atrevía a interrumpir mi descanso.
LA cerrada niebla prestaba a toda la ciudad como un fantástico mundo de sombras. Apenas si se podían distinguir los objetos a un metro de distancia, y las luces del alumbrado público, encendidas durante todo el día, eran impotentes para taladrar la espesa bruma que parecía adherida al asfalto húmedo de las calles, a las fachadas de los edificios, al espacio mismo, convertido en un impenetrable muro.
Terrence Conway ahogó una maldición al chocar con cierto individuo, al torcer una esquina.
—Perdone —dijo el otro—. ¡Esta maldita niebla!
EL hombre de canosos cabellos hizo una breve pausa. Su mirada vagó con escalofriante indiferencia. Sus azules ojos no reflejaban emoción alguna. Carecían de brillo. De vida... Eran los ojos de un hombre ciego. Sus sarmentosas manos, de largos y temblorosos dedos, aprisionaban una Biblia de maltrecha encuadernación. El no podía leer, sin embargo todos los pasajes del sagrado libro estaban grabados en su mente con absoluta fidelidad.
—Es su misión, Ulah. —¿Matar? —Matar, sí. Ya sabe a quién. Limítese a eso. No haga ninguna otra tarea durante su estancia en los Estados Unidos. Simplemente… mate. Mate a esa persona. Es todo. —Sí, señor. Cumpliré mi misión. —Eso esperamos… Y si no lo consiguiera, si viese que de un modo u otro puede ser aprehendida…, recuerde las instrucciones para casos desesperados. Ulah afirmó despacio. Miró fijamente a la persona de quien recibía órdenes. Su voz se expresó glacial, hermética: —Las recuerdo muy bien, señor. Si no he sabido matar…, deberé morir. Me mataré. En el acto.
El lápiz carbón corrió nervioso sobre el papel granulado, fuerte. Casi escapó al llegar a la cadera. Pero recuperó el trazo, y siguió la estilizada silueta femenina. Terminó en el tobillo, tras recorrer la suave curva de una pantorrilla delicada, de una pierna casi escultural. Luego, aquel perfil se cubrió de trazos rápidos, seguros, con otro lápiz de carbón azul intenso, ultramar. Botones, cortes, pliegues, solapas, mangas, falda y pespuntes rápidos. Un traje. Un traje femenino de sorprendente línea moderna, corto sobre las rodillas —muy por sobre las rodillas en realidad—, chaqueta abotonada, casi militar, evocación de la «línea Mao».
Era pelirroja. La pelirroja más hermosa que jamás viera Aaron Ruark. La pelirroja capaz de hacerle desistir de sus obstinados proyectos de soltería. La pelirroja que arrebató su terco corazón y le llevó a la oferta sorprendente incluso para él mismo: —¿Quieres casarte conmigo, Thelma?
Se incorporó. La camisa se adhería a su piel a causa de la copiosa transpiración. El calor era intolerable. Incluso con aquel irritante ventilador zumbando en el techo de la habitación. Aplastó la punta del cigarrillo en el cenicero. Luego, se volvió a la mujer que sollozaba en el rincón. —No llores más —ordenó. Ella obedeció sólo en parte. Levantó los ojos hacia él, gimoteando. Tenía la mejilla hinchada y enrojecida. Un hilillo de sangre muy tenue se había secado sobre su barbilla. La mirada del hombre, al fijarse indiferente en ella, no reveló la menor compasión por su estado. —Me duele —se quejó ella roncamente.
Recordaba uno de los luminosos, policromos óleos de Gauguin. Una de sus obras bajo el sol radiante de Tahití, con su mescolanza de color, de armonías, de sensualidad caliente y humanísima. Pero no era un lienzo, ni siquiera una bella postal turística o una composición sofisticada, obra de cualquier realizador 'standarizado' del rutinario Hollywood del celuloide. No, no era nada de eso, aunque poseía la belleza misma de todo ello en perfecto combinado. No correspondía a la perfección técnica de un artífice, un decorador, un experto de la cámara o el procedimiento cromático de una película sensible al color. Nada de eso. Era realidad. Pura realidad, aunque vista a través del enfoque de los poderosos y fieles binoculares, pudiese parecer simple reproducción de un paisaje idílico, con todos los elementos propios de una estampa gráfica bien estudiada y medida.