JACK Howard miró con ojos nostálgicos las desnudas paredes de la habitación que acababa de alquilar por un plazo de tres semanas en la posada veraniega del «Aguila», cerca de Londres. Había estado allí una vez y siempre deseó volver. Fue durante la guerra. Una breve licencia de quince días, que aprovecharon Stan y él para disfrutarlos en soledad en aquel apartado rincón de Inglaterra. Stan era un atlético muchacho de Kansas. Su mejor camarada de la guerra. A las tres semanas de haberse incorporado al frente, Stan cayó para no levantarse más, casi segado por la mitad por una ráfaga de ametralladora. Allí se truncaron los hermosos planes que ambos habían forjado para el futuro en la soledad de la posada.
La noche, inmensa, cálida, silenciosa, excitaba los sentidos. Arriba, el cielo, cuajado de estrellas, sin una sola nube; abajo, la masa negra y ondulante de las aguas. Ambos iban acercándose en la distancia y, finalmente, se unían en el confuso y oscuro horizonte. Eran millas y millas de monotonía y soledad, dejadas atrás lentamente por el «Cincinatti», cuya proa partía sin piedad la uniforme masa líquida, haciéndola resbalar por sus costados, convertida en espuma.El murmullo sordo e ininterrumpido de su avance subía por la banda de estribor hasta donde el hombre se encontraba, apoyados los codos sobre el borde de la primera cubierta. Durante unos instantes pareció escuchar el rumor. Luego debió convencerse de que no se trataba de nada nuevo y sacudió la cabeza.—La monotonía me excita —pensó—. Esta travesía ha terminado por ponerme nervioso.
Se quedó muda de espanto ante la aparición. Instintivamente se envolvió con la toalla y musitó sin voz:—¿Quién…?Entonces, Gina gritó y retrocedió presa de espanto.Una mano apartó violentamente la negra envoltura. En la mano brillaba el acero de un herrumbroso cuchillo. El movimiento fue tan violento que hizo que la capucha del aparecido se deslizara hacia atrás…Y entonces Gina vio algo horrendo, tan increíble, que su razón se negaba a admitirlo.Un rostro espeluznante, como roído por una legión de ratas hambrientas, y en el que brillaba un ojo maligno, con toda la crueldad del infierno fijo en ella. La otra pupila era una masa oscura y vacía. Los labios no eran más que un retorcido tajo informe y violáceo y se movían sin que ningún sonido brotara de ellos.Aquella cosa aterradora siguió moviéndose, acercándose a la hermosa muchacha. Gina ya ni siquiera veía el cuchillo. Todo el espanto, el horror de que era capaz, se centraban en aquel rostro de pesadilla, aquella cosa monstruosa que estaba cada vez más cerca, más cerca…, más aún…Se sintió morir. Y gritó.Su grito fue un alarido horripilante que hubiera levantado en vilo a toda una ciudad…, si alguien hubiera podido oírlo.Pero nadie podía oírla. Sólo le respondió el suave golpeteo de la lluvia en el tejado, en las hojas de las palmas, en el follaje del jardín.Después, el grito murió en medio de un espantoso gorgoteo, cuando el cuchillo empezó su delirante tarea…
La oscuridad era intensa, cerrada. El cielo se hallaba encapotado. Había empezado a llover.La silueta del caserón se perdía entre aquellas intensas sombras, sobre la leve colina.No había iluminación en sus ventanas. En ninguna de ellas.Todos sus ocupantes debían estar durmiendo, pues era ya más de medianoche. Por lo menos esto era lo más natural, sencillo y lógico de suponer.Sin embargo, alguien en la casa estaba despierto.Y acababa de salir de su dormitorio, con pasos medidos, sigilosos, para que no se oyeran.Esta persona, tras permanecer unos instantes inmóvil, agudizando el oído para asegurarse de que los demás reposaban en sus respectivas habitaciones, siguió adelante por el pasillo.Al llegar a la escalera, la enfocó hacia arriba, hacia el ático. Lentamente, con prudencia, pero sabiendo bien adónde iba y por qué iba.Fue directamente hacia el cuarto oscuro…Antes de entreabrir la puerta, vaciló, dudó. Pero no mucho. Sólo unos breves instantes.Como si se lo hubiera estado pensando mejor. Pero se lo tenía ya bien pensado.No iba a volverse atrás.Debía llevar a cabo lo que se llevaba en la cabeza.Abrió la puerta, pues, y entró… Y allí dentro estuvo bastante rato. Tuvo que estarlo. No le quedó otro remedio. Iba a encontrar algo y debía dar con esa cosa…
De pronto, sacó las manos que, hasta entonces, había tenido escondidas bajo la mesa.La derecha ofrecía un aspecto normal. A la izquierda, en cambio, le faltaban varias falanges de los dedos.En el anular, se veía un hueso blanco, completamente al descubierto. Era la segunda falange y, a partir de la articulación, la carne tenía un horrible color gris.Con los pelos de punta, Quax pudo ver el leve polvillo que se desprendía de la mano de Kenner, como si fuese de auténtica ceniza, agitada por una ligera brisa. Quax sintió que se mareaba.De repente, el hueso de la falange se desprendió. Cayó sobre la mesa, rebotó un poco, rodó hasta el borde y acabó en la alfombra.—Y no siento el menor dolor, pero vivo, me estoy convirtiendo en ceniza.
Y un simple cadáver, un cuerpo muerto durante milenios, se transformó en la hermosa Hatharit, la perversa sacerdotisa del Espíritu del Mal.En sus ojos llameó nuevamente una luz perdida en la noche infinita de los tiempos. Algo vital, ardiente y demoledor, saltó a las pupilas negras y malignas. Su mente dio una orden a alguien. Una orden que había esperado casi tres mil años.—¡Destruye! ¡Destruye, Ekhotep! ¡Mata! ¡Acaba con los humanos que causaron tu infortunio y el mío! ¡Es una orden! ¡La orden de Hatharit, hija y sacerdotisa de Apophi, Espíritu del Mal…!Súbitamente, entre los vendajes manchados de brea aromática, algo cobró vida, algo se movió y palpitó al influjo maléfico de la hembra rabiosa, vuelta desde las sombras de la Muerte.Y hacia el cuello de sir Ronald Gilling, se movieron, sigilosas, inadvertidas, dos manos crispadas, de las que pendían pingajos e hilachas de vendajes remotos…Un alarido repentino, largo y aterrador, brotó de la tumba oscura y polvorienta.Un grito de muerte, escapado de una desgarrada garganta humana, corrió en la noche silenciosa del Valle de los Reyes, bajo las estrellas inmutables que, acaso, milenios antes, asistieran al principio de aquella tragedia.
Empujó la puerta. Empezó a ceder, con crujidos siniestros, como los produciría la tapa de un féretro al ser abierto. En el fondo, era tan parecido… Algo muerto reposó allí durante años. Ahora, de repente, cobraba una inesperada, terrible trascendencia.Abrió un poco más. Lo suficiente para dejar paso. Observó que había tuberías de gas que alcanzaban el cobertizo, desde la tapia de ladrillos. Sacó fósforos de su bata, prendió uno…La débil llama le reveló oscuras formas, polvo, telarañas, armarios viejos, mesas y asientos arrinconados… Animosa, penetró en el recinto. Cerró tras de sí, cuidadosamente. Tanteó, ayudándose con otro fósforo. Había mecheros en la pared desconchada y húmeda. Probó uno. Tardó en prender, con débil llama amarillenta. Pero prendió.Y entonces descubrió el laboratorio.Estaba al fondo. Más allá de una vidriera que cubría medio panel.Era un viejo y simple laboratorio: una larga mesa, un armario, una vitrina… Viejos tubos de ensayo, retortas y alambiques, unos frascos… Todo cubierto de polvo. Un hornillo de petróleo, en un extremo, aún sostenía un recipiente de oxidado aluminio.Ivy, fascinada, avanzó por entre el polvo y las telarañas, hasta el que fuera sin duda el laboratorio personal del doctor Jekyll.Del doctor Jekyll y de míster Hyde.
Se dirigió al vestíbulo. Una ancha puerta, de tallados paneles de madera oscura y dintel de piedra artísticamente labrada, conducía a la cripta donde se hallaba la momia de la condesa.Tras unos segundos de vacilación, abrió.Sí, había luz en el subterráneo, tal como ella había ordenado en su testamento. Lentamente, descendió la escalera de peldaños de piedra, sintiendo una infinita curiosidad por contemplar la momia de aquella original mujer que, en vida, había sido Margo von Djáronyi.El subterráneo era de grandes dimensiones y estaba sustentado por media docena de columnas estriadas con arcos alargados y apuntados. El túmulo estaba en el centro.Había cuatro grandes blandones, pero las lámparas, aunque en forma de llama, eran eléctricas. El ataúd estaba sobre el túmulo, a un metro sobre el suelo.La cubierta del féretro era totalmente de cristal. Katz notó que se trataba de un vidrio muy grueso, cuyo espesor no bajaba de un centímetro. Debajo del cristal estaba la momia.Katz contuvo un grito de asombro al contemplar el cuerpo que yacía sobre el acolchado de raso rojo. No, ciertamente, Lüttel no le había mentido.El estado de conservación de la momia era perfecto. Parecía una mujer durmiendo, presta a despertar de nuevo en cualquier momento.
Hastings ignoraba en ese momento que Ana Penrose yacía sin vida en el Cementerio Municipal de Gatescastle, bajo una lápida conmemorativa de la trágica efemérides local.Ignoraba que la blanca nieve que caía en el norte de Inglaterra aquellos días, como un blanco sudario frío, estaba cubriendo los restos mortales de la mujer amada.Quizá por eso, por ignorarlo totalmente, Richard Hastings, el joven abogado, emprendió su viaje a Sunderland al día siguiente, en el ferrocarril lento y fatigoso que ascendía por Gran Bretaña, en dirección a las frías regiones del Norte.También ignoraba, al mismo tiempo, que emprendía una auténtica travesía hacia el horror. Hacia un horror indescriptible y delirante, que comenzaría la noche inmediata, mientras él cruzaba con el ferrocarril humeante e incómodo, la amplia campiña inglesa.Un horror que comenzó súbitamente en el cementerio de Gatescastle, con la presencia de algo monstruoso e increíble, mil veces peor que la misma muerte que reinaba allí, silente y majestuosa, entre tumbas y lápidas festoneadas de nieve…Un horror que se presentó, estremecedor, en una de las fosas. En un cadáver…Justamente en el cadáver de la hermosa, etérea, melancólica y enfermiza Ana Penrose, recién sepultada bajo aquella fría tierra helada…
Fue un suceso realmente horrible, espantoso. Yo presencié los últimos instantes de la vida de Clara Perkins y sólo te deseo que no te encuentres algún día en un trance como aquél. Pero lo curioso del caso es que el informe del forense dijo que la señora Perkins había muerto estrangulada por alguien que sólo empleó la mano derecha.Y yo vi esa mano. ¿O fue una ilusión de mis sentidos? Una mano blanca, cadavérica, en uno de cuyos dedos había un enorme anillo adornado con un ópalo de fuego… Es más, juraría que la mano estaba recién amputada, sangrando por la parte de la muñeca; pero, repito, la visión fue tan rápida que aún no estoy seguro de lo que vi. Lo curioso del caso es que Clara Perkins, riquísima, dueña de una fortuna colosal, con numerosas joyas de valor en su habitación, no fue muerta por codicia, quiero decir que el asesino no tenía intención de robar, puesto que no faltó un solo alfiler de su equipaje…
Según otros, la condesa vio que su marido sospechaba algo y de forma precipitada decidió huir, llevándose la joya puesta. Anduvo a lo largo del acantilado, rocoso, indómito, bravío, descendiendo finalmente a ese trozo de la costa que, desprovisto de rocas, formaba una pequeña y arenosa cala. Estaba dispuesta a impedir que su marido la detuviera. A tal fin, había cogido un afilado cuchillo. Y fue entonces, según esta segunda versión de los hechos, cuando surgió, de una gruta incrustada en el acantilado, un horrible y gigantesco pulpo. Con los pies entre la espuma de las olas, la condesa gritó espantada, despavorida, sintiendo que le flaqueaban las piernas. Temiendo caer desvanecida. El pulpo se fue acercando a ella. Ella quiso correr. No pudo. En absoluto. Se había quedado como paralizada. Los tentáculos del monstruo la apresaron. Ella reaccionó entonces, debatiéndose. Pero no le era dado oponer más fuerza que la de un pobre gusano. No obstante, en un momento dado empuñó con fuerza el cuchillo y rasgó la piel del pulpo, entre ojo y ojo, con todas sus fuerzas, dejando allí un profundo surco. Pero fue como si nada hubiera hecho. El monstruo no acusó la herida. Y siguió apretando sus ocho tentáculos, despiadadamente, hasta descoyuntarla, hasta romperle todos los huesos, hasta dejarla hecha cisco. Luego, dicen… que el pulpo se llevó el collar. Menos ocho brillantes que se soltaron y quedaron sobre la fina arena de la cala.
«Era agradable internarse en el bosque de Allen Rood, sentarse junto a un árbol, bajo su protectora sombra, apoyar la espalda en su grueso tronco y escribir versos. Así al menos opinaba Charlton Mennedy, que se consideraba un hombre plenamente feliz.
Pero aquella tarde, antes de llegar a su árbol favorito, el joven quedó parado, detenido. Acababa de ver un agujero en el suelo, un agujero con forma de fosa, muy profundo. ¡Y en el fondo había un ataúd! ¡Un ataúd abierto, como esperando el cuerpo que debía de serle destinado!».
«De repente, se sintió lanzado a un profundísimo abismo y descendió con fantástica vertiginosidad, en una bramadora atmósfera, rodeado de nubes de espeso y pestilente vapor, de las que, con gran frecuencia, surgían abrasadoras lenguas de fuego. Luego, sin saber cómo, se encontró erguido, en una espaciosa habitación, en la que el brillo del pavimento quedaba apagado a veces por suaves hilachas de vapor que serpenteaban con lentas irregularidades.Creía hallarse solo en la estancia, pero estaba equivocado.Había otro hombre».
«Repentinamente, el médico se fijó en la mano derecha del cadáver. Los dedos estaban rígidos, contraídos de tal forma que semejaban una zarpa pronta a descargar su golpe. Al mismo tiempo se le antojaron retorcidos y sarmentosos, como si el hombre hubiera padecido alguna suerte de deformación reumática aguda. Sólo que eso se le antojó punto menos que imposible a la edad que aparentaba el individuo muerto.Un tanto intrigado, el doctor Boland abandonó la sombría estancia. Notaba una extraña sensación jamás experimentada, algo como una inquietud infundada, una tensión nerviosa capaz de alterar su plácida personalidad.Dejó todo preparado para el análisis, anotó unas instrucciones para la joven enfermera analista y, cansado, se acostó.Ni siquiera en sueños pudo librarse de la incomprensible inquietud que ya antes le sorprendiera.La inquietud que era el inicio de la pesadilla».
«De súbito, crujieron los arbustos vecinos. Alguien se presentó inopinadamente en el lugar.Ella lanzó un grito de susto. El hombre frunció el ceño primero; luego sintió un vago temor al ver la clase de persona que había aparecido de modo tan repentino.¿Persona?Sí, tenía dos brazos y dos piernas, y vestía ropas de hombre, pero había en sus facciones algo que hacía dudar fuese un ser humano. Si lo era, su normalidad resultaba incompleta».
De pronto, notó un leve roce en uno de los tobillos. Alzó la cabeza. Una cosa oscura, cilíndrica, reptaba hacia él, enroscándose como una serpiente en su pierna derecha.Otra cuerda subió y pasó por encima de su cintura. La arrojó lejos de un manotazo. Luego saltó al suelo, pero, de pronto, la liana que tenía enroscada en la pierna tiró de él y le hizo caer de bruces.Forcejeó con la segunda de las lianas, que buscaba su cintura. Haciendo, un terrible esfuerzo, consiguió ponerse en pie.Una tercera serpiente avanzó hacia él, oscilando espantosamente en el aire. Quería llegar a la cocina, a alguna parte donde encontrase un arma cortante, pero las enredaderas gigantizadas se lo impidieron.De pronto, sintió un terrible tirón y cayó de espaldas. Una liana buscó su cuello. Agarrándola con ambas manos, se esforzó por partirla en dos, sin conseguirlo.Otra serpiente vegetal se enroscó en torno a su muslo izquierdo. Se sentía desesperado, dándose cuenta de que su derrota era cuestión de minutos.
Hailey ha muerto ya. Soy la sombra vengadora. Una vez, la muerte surgió del agua, Stella. De nuevo la Muerte viene con el agua. Es el Terror. El Terror Acuático que va hacia ti. También tu hermoso cuerpo se verá convertido en simples huesos descarnados. Muy pronto. Te retorcerás en el agua mientras eres devorada por el propio monstruo que tú ayudaste a crear. ¡Estás sentenciada sin remedio, Stella! Recuerda una noche de agosto. Recuérdala mientras vivas, que será ya tan poco.
La mujer, joven, hermosa, de larga cabellera negra que pendía suelta en ambos lados de su cabeza, estaba tendida sobre una especie de altar de granito, que coronaba un túmulo del mismo material. Una escalera de seis peldaños, permitía el acceso al túmulo, que se hallaba bajo las bóvedas de un fantástico castillo, que no parecía ubicado en el planeta.
Lex Reeves detuvo su descapotable, se apeó, y con largas y elásticas zancadas entró a tomar una cerveza en el parador de la carretera. Tendría unos veintisiete años, una figura atlética y un rostro virilmente atractivo. Trabajaba en la bolsa de Nueva York. Actualmente, de vacaciones, se estaba dedicando a viajar. Le gustaban las mujeres bonitas. Sentía por ellas una auténtica debilidad. —Bien fría. Pero apenas solicitada la cerveza en el mismo mostrador, vio a una muchacha estupenda en una mesita redonda, apartada. Entonces le dijo al camarero: —Sírvame la cerveza allí. —De acuerdo, señor. Lex Reeves se sentó en la mesita contigua. Quedó frente a la chica morena, de ojos oscuros y profundos, de deliciosa figura. Se sentía dispuesto a una nueva conquista. No obstante, pronto se dio cuenta de que la tal muchacha no estaba para muchos devaneos. Tenía los nervios a flor de piel.
—¿Qué vio, señorita? ¿Qué puede ser peor que un nuevo cadáver bañado en sangre?—Era..., era la calavera...—¡La calavera!—Les juro que era cierto. No me creerán, pero..., ¡pero vi un cráneo humano, moviéndose por el suelo, como si estuviese vivo..., alejándose de la mujer muerta! ¡Luego vino hacia acá, como persiguiéndome a mí! ¡Era un cráneo, una cabeza descarnada y horrible, dotada de movimiento, de vida! ¡Les juro que era eso!—Absurdo, por Dios —rechazó él, pálido, pero con gesto incrédulo—. Sin duda, su imaginación le jugó una mala pasada... No pudo ver un disparate así... ¡Es imposible!—¡No lo es! —clamó ella, exasperada—. ¡Lo vi tan claramente como ahora les veo a ustedes dos! Es más, cuando oí la rotura de vidrios abajo, y sentí sus pisadas, su modo de aproximarse hasta aquí... estaba segura de que no era un ser humano moviéndose por mi casa..., sino la propia calavera andante...