Era como un profundo, sibilante jadeo, el sonido de una voz inhumana o acaso de una bestia desconocida.Un arrastrar siniestro llegó del fondo del oscuro sótano. Todo el sótano olía a humedad, a abandono. Y a algo más.Algo que, de momento, no logró identificar, pero que le causó profundas náuseas. Luego, comprendió que era el hedor de la propia Muerte, el fuerte olor nauseabundo a carne putrefacta, a corrupción, a hediondez...Descubrió primero a ella, encogida, petrificada, con ojos dilatados de horror, allá en un rincón del sótano, tras unos quinqués hechos añicos y de una lata de queroseno volcada. El color de su rostro, de sus manos temblorosas era níveo.Tenía motivos para sentir terror, para mostrar aquel rostro despavorido, aquella mirada extraviada, fija en el horror viviente que se movía hacia ella...Si es que «aquello» era, en realidad, un ser viviente y no un cadáver ambulante, un cuerpo corrompido, surgido de la tumba, regresando de la Muerte...
Pamela Bromfield era la persona más rica y de mayor influencia en la aldea. Era una mujer anciana e impedida, que no podía moverse de su cama o de su silla de ruedas.Al atardecer, apareció la primera rata.Una mujer vio al roedor, enorme, casi como un gato, en medio de la calle, y lanzó un agudo grito. Luego agarró una escoba y quiso alejar al intruso, pero la rata, de pronto, se irguió sobre sus patas traseras y enseñó sus aguzados colmillos, a la vez que emitía un feroz chillido.La mujer, acobardada, retrocedió. Entonces, un gato se precipitó sobre la rata, pero, casi en el acto, un segundo roedor saltó sobre el lomo del felino y empezó a morderle ferozmente en la parte posterior del cuello.En la taberna, el dueño se disponía a servir una cerveza a su único cliente cuando, de súbito, vieron tres ratas que empezaban a saltar por el interior del local. El tabernero agarró un grueso bastón, pero, de pronto, sintió un atroz dolor en la pantorrilla derecha...
—La Bestia… Dios mío, no puede ser posible… ¡No puede ser!Pero instintivamente sus ojos se dirigieron a un punto de su gabinete donde un reflejo del sol nublado, filtrándose entre los cortinajes, hacía brillar extrañamente unos ojos de vidrio de color rojizo. Unos ojos que, sin embargo, nada reflejaban, porque eran sólo cuentas de vidrio en una figurilla situada encima de una repisa.Una figurilla de extraña, atroz fealdad. En cuya peana o soporte de madera se leía sobre una pequeña placa de plata el nombre grabado:«LA BESTIA DE LOS BOSQUES DEL NORTE DE CALIFORNIA»Richard Graves, repentinamente, parecía sentir miedo de algo. Sus ojos no se apartaban de las dos cuentas de rojo vidrio que eran los ojos de aquella abominable figura…
El sonido de la deglución de saliva llegó claramente a sus oídos. Casi en el mismo instante, se produjo otro sonido.Eran huesos partidos y destrozados por unas potentes mandíbulas. De repente, concibió una horrible sospecha.Casi se mareó.«No, no puede ser…», pensó, espeluznado.Pero el instinto le dijo que los huesos que crujían en las mandíbulas de los fieros doberman-pinscher no eran de un animal precisamente…
Fue una extraña invitación. Al principio, era imposible imaginar su verdadera naturaleza. En realidad, hubiera sido imposible aun después, llegar a suponer lo que se ocultaba tras ella. Era algo rara, eso sí. Pero por el momento, nada más.Cuando recibí el tarjetón dentro de su sobre lacrado, pensé en cualquier otra cosa menos en lo que realmente era. Un amigo mío iba a casarse pronto, y no había concretado aún la fecha. Imaginé que sería el anuncio de su boda. O algo parecido.Abrí el sobre con la indiferencia habitual en la tarea, ya que uno es un periodista que igual escribe de sucesos que de política o ecos de sociedad, además de emprender largos viajes en busca de la noticia, como corresponsal. Por regla general, era invitado tantas veces, que la mayor parte de esas invitaciones quedaban olvidadas por completo, o asistía un interino en mi lugar.Mi primera sorpresa fue cuando empecé a leer el tarjetón impreso.Su texto era sorprendente..
Ella estaba ya, inevitablemente, inapelablemente, en poder de su asesino. Se quedaría sin saber quién era. Sólo supo, al levantar los brazos y adelantar las manos, que llevaba el rostro cubierto con un pasamontañas de lana.No pudo hacer nada por impedir que el afilado puñal, cuya punta le heló la piel y la sangre a un mismo tiempo, traspasara su epidermis, rasgara su carne y se alojara entre su cálida y temblorosa carne, muy cerca del corazón. No, no era el corazón, porque ella seguía viviendo y nadie vive con el corazón partido. Pero el asesino, pródigo en la maldad de sus instintos, no tuvo el menor inconveniente en repetir el golpe.Y esta vez sí dio donde quería dar...Notó que la vida se le iba del cuerpo, que los latidos se le apagaban dentro del corazón, que su mente se perdía en la nada... En la nada, que no es otra cosa que la muerte. Era el final. Adiós vida...
—Sí, señor —asintió Carpenter, ausentándose, tras dirigir una mirada inquieta al gran bloque de hielo, que Bjorn y el comandante conducían, ahora, hacia el mayor edificio del campamento, el destinado a conservar los alimentos y medicinas de la expedición.—Es curioso... —oyó Carpenter comentar a alguien, mientras se encaminaba al edificio de las cocinas, en busca del inglés Miller y el americano McKern—. ¿Habéis visto a ese tipo sepultado en el hielo? Yo me decía, apenas le vi, que me recordaba a alguien, pero no sabía a quién... Ahora me he acordado, y no deja de ser gracioso, muchachos. ¿Sabéis a quién me recuerda el desdichado? Nada menos que a Drácula...Carpenter no pudo reprimir un repentino escalofrío, aunque no dejó de caminar hacia las cocinas, situadas al otro extremo del campamento...
Se oyeron unos extraños ruidos en la planta baja. Algo derribó una vasija, que se rompió, con un estrépito que casi hizo gritar a la muchacha. Se oyó un extraño gruñido.—No tema —dijo.De pronto, unas zarpas arañaron la puerta. Al otro lado de la madera, se oyó un feroz gruñido.—El lobo —exclamó.—Sí.La fiera gruñía. Estaba hambrienta. Percibía el olor de la carne y se sentía impotente para romper aquel obstáculo. Al cabo de unos minutos de vanos esfuerzos, la fiera desistió. Un largo aullido de rabia brotó de su garganta.Los ruidos cesaron. Corrió hacia la ventana.El lobo, enorme, siniestro, trotaba por la calle en busca del campo abierto. Se imaginó muchos pares de ojos contemplando la temible figura, llenos de pavor...
—No sé decirle más, pero la verdad es que me encuentro muy asustada.
—Asustada, ¿de qué? Concréteme.
—Ya se lo he dicho. De ellos tres, o tal vez sólo de uno de ellos, no sabría especificárselo. Lo único cierto, concreto, es que desde que han aparecido en el caserón, allí dentro se masca la... la...
—¿La qué? —volvió a inquirir Roy.
—La muerte.
«Los primeros sucesos extraños comenzaron a hacer su aparición a bordo el tercer día de travesía.Llegó el primero de los incidentes que iban a marcar la escalada hacia el terror y la muerte, a bordo del bergantín goleta que navegaba majestuosamente, ondeando la enseña británica en su popa.El grito les sobrecogió a todos, quizá porque no lo esperaban. Pero quizá, también, por su agudo tono estremecedor, que hablaba de angustia, de pánico acaso.Era un grito de mujer, que conmocionó toda la nave. Y procedía de algún punto en la cubierta».
—Espera —murmuró—. Hay sangre aquí.—¿Qué?—La sangre tiene un olor peculiar..., un olor dulzón, a cobre viejo...Impresionado a su pesar, Campbell sacó el revólver y tanteó la pared a un lado de la puerta. Sus dedos se cerraron sobre el interruptor de la luz.Cuando la lámpara del techo brilló, las huellas sobre la alfombra blanca resaltaron como pintadas en vivo color rojo.El policía contuvo el silencio. Tras él, Max gruñó: —Esas huellas son de mujer... y vienen del dormitorio.—La escena se repite, Campbell..., corregida y aumentada.Cierran la puerta y tratan de no pisar ninguna huella. Avanzaron uno tras otro. No se sorprendieron demasiado al ver el horrendo cuadro del dormitorio, y aquel nuevo mar de sangre que lo inundaba todo procedente de la garganta devorada de un hombre que se había hecho matar justamente en lo que fuera un nido de amor...
—George, ¿por qué hiciste vaciar la sepultura de tu primo Duncan? —preguntó de repente—. ¿Te lo ordenó su hijo, acaso?Algo ocurrió en George. Se irguió, asustado. Sus ojos se desorbitaron. Comenzó a temblar. Miraba en torno, como si el visitante no le importara. Otra vez aquel vago terror a lo desconocido, mencionado por el psiquiatra, asomaba a su rostro.—No, no... —jadeó—. No puedo hablar..., ¡No debo hablar! Nadie debe encontrar jamás al hijo de Duncan… Lo sé, Duncan, ¡lo juro! ¡No, no te acerques a mí! ¡No me pinches con alfileres! ¡No me toques, no me tortures más! ¡Duncan, por el amor de Dios! ¡Perdón, perdón! ¡Juro que me arrepiento! ¡Me arrepiento de haber reclamado tu cuerpo para quedarme con tus cosas! ¡No, Duncan, no! Déjame solo... ¡No oprimas mi cuello, no me asfixies, por el amor de Dios...!
Beth se dio cuenta de que un ser destacaba del fondo más oscuro de la puerta y avanzaba lentamente hacia ella.Veía su rostro pálido, el cual presentaba un aspecto fantasmagórico.Pero no se dejó impresionar por ello y disparó, primero un cartucho, luego otro.Recibió la impresión de que el extraño ser era sacudido por los dos disparos.Pero no cayó al suelo y prosiguió su lento e inexorable avance.El supuesto fantasma rió de manera tan extraña, que llegó a impresionar a la rubia Beth.
Esta nochevolveré a salir a la calle. Volveré a buscarla. Sólo me detendré en algunataberna, mientras tenga algún franco para gastar en bebida. Y a seguirbuscando. Hasta el fin. Hasta mi propio fin. Pero vale lapena. Sí, vale la pena... Si todo volvieraa suceder. Si se volviese a repetir aquella noche o aquellas mil nochesperdidas en el tiempo... Cuando yosalía de aquella taberna de..., de no sé qué calle ni qué barrio de París,rodeado de unas chicas que reían, colgadas de mis brazos, esperando el fin dela alegre velada con el generoso, joven y atractivo inglés recién llegado aParís... Entoncescomenzó todo. La pesadilla, el horror... Y también el rayo de luz que iluminómi vida, por contraste, en medio de las más terroríficas tinieblas imaginables. Fue entonces.Aquella noche que no sé cuándo fue. Pero que ya no he podido olvidar jamás...
—Lo único que les diré es que ya no puedo morir. Si mematan, ustedes vendrán a reunirse conmigo algún día. —¿Cómo se comprende eso? —exclamó Faith, aprensiva, perodesconcertada —. No puede morir, pero admite que podemos matarle... —Mi querida señora Deedin, lo que acabo de decir es demasiadoelevado para su intelecto de mosquito —respondió Raddison con acentosarcástico—. Por tanto, dejaré que lo comprenda... cuando llegue el momentooportuno y, repito, vendrá a reunirse conmigo. —Estamos perdiendo el tiempo —dijo Logan, colérico—. ¡Palabras,palabras, palabras; eso es lo único que hemos conseguido en cinco años! —Entonces, ha llegado ya la hora —exclamó McCain.
A fin de cuentas... ¿quién puede olvidar que está conviviendo entre unas personas respetables... y, sin embargo, una de ellas... es un asesino?Yo lo sabía. Lo sabían otros. Esa noche se había desvelado una parte del siniestro misterio, y todos estábamos enterados de que en nuestro reducido grupo de buenos amigos, uno era un criminal despiadado.¿Quién?No lo sabíamos. No podíamos saberlo. El único informe existente hablaba de... de un maníaco, de un loco peligroso. Más aún: de un psicópata que había resuelto ensangrentar aquellos días de vacaciones en el castillo. Un monstruo humano, capaz de atacar cuando menos lo esperásemos todos. Además, desconocíamos sus razones para ese ataque... si es que realmente las tenía.Y, por otro lado... ¿quién, de entre nosotros, podía ser ese maníaco asesino?
El rostro de Charlotte era el de una vieja que hubiese llegado a centenaria. De la belleza que había sido su orgullo pocos meses antes, ya no quedaba el menor rastro. Varios dientes se desprendieron súbitamente de las encías y cayeron al suelo, con tétrico repiqueteo.El ascensor se paró en el vestíbulo del edificio. Las personas que estaban aguardando entrar, se vieron arrolladas de súbito por una enloquecida estampida de hombres y mujeres, capitaneados por el ascensorista, que huían frenéticamente, profiriendo agudísimos gritos de terror.Un conserje había reaccionado y guió a dos policías hasta el ascensor. Sentada en el suelo, con la espalda apoyada en la pared, había una mujer, con los ojos desmesuradamente abiertos. Era una vieja que debía de tener lo menos cien años, supusieron los policías.
La mitología griega habla de un monstruo femenino, llamado Gorgona. Hesíodo, en cambio, habla de tres Gorgonas. La más conocida de ellas era Medusa. Cada una de las Gorgonas tenía el extraño y terrible poder de convertir en piedra todo lo que mirase, aunque fuese un ser vivo.Su fealdad era horrible, sus cabellos estaban formados por haces de venenosas serpientes, y sus ojos resultaban aterradores. Según esa misma leyenda, Perseo mató a la Gorgona, cortándole su terrorífica cabeza.Pero hay quien asegura que la Gorgona ha existido después, por alguna misteriosa razón.
Se interrumpió. Había asomado a un gabinete también iluminado por el gas. Viejos muebles, óleos en los muros, con la firma de John Bryans, cortinajes raídos, postigos encajados en las ventanas.Y una mujer allá al fondo, en el sofá color verde oscuro. Sentada. Petrificada, con los ojos desorbitados, fijos en su visitante. Con una lividez mortal en su rostro, con un rigidez delatora en sus facciones, en sus manos agarrotadas, en sus piernas. Una mujer de más de cincuenta años, con cabellos canosos mal peinados, con rostro afilado. Un rostro desfigurado horriblemente por algún miedo indescriptible. Mirada vidriosa, fija en ningún sitio. Y arañazos. Crueles, profundos arañazos sanguinolentos, cruzando sus pómulos y labios, su cuello y manos.Estaba muerta. El simple color cera de su piel, su rigidez toda, así lo pregonaban. Al morir, algo la aterrorizó de forma increíble.
Luego, unos recipientes de plata, fueron depósito de palpitantes, rojos, estremecidos órganos humanos, que cuidadosamente, el bisturí iba cortando, seccionando sutilmente, sin un desgarro ni un error, con la fría eficiencia de los profesionales de la Medicina.Corazones humanos, hígados, riñones, órganos genitales femeninos. Todo un perfecto, frío, concienzudo vaciado de vísceras y órganos de aquellos flacos, largos, estirados cuerpos exangües, cuyo color era ahora céreo, amarillento, y su acartonamiento más acentuado, a medida que el rigor de la muerte iba manifestándose en sus infortunados y tristes residuos humanos.