Es extraño, singular, el momento en que uno pasa de la vida a la muerte. Quisiera hablar ahora de ello, expresar lo que se siente y lo que deja de sentirse. Pero empiezo a dudar, me pregunto si, realmente, no se equivocaron todos, desde mis parientes hasta mi médico y el propio padre O'Riordan, y yo, yo no estaba muerto.
El hombre y la mujer estaban estrechamente abrazados, besándose con verdadera furia. Las manos del hombre recorrían codiciosamente el esbelto cuerpo femenino, sobre el que cada vez quedaban menos prendas de ropa. Ella, a su vez, devolvía los besos con ansia voraz, consciente del poder de atracción sensual de su cuerpo, pero, al mismo tiempo, envuelta en las ardientes oleadas de la pasión. Casi de pronto, ella y él rodaron sobre el lecho, cuyos muelles crujieron al doble golpe.Pero, de repente, la escena cambió.Ella abrió los ojos desmesuradamente y un grito de tenor brotó de sus labios. El hombre se apartó a un lado, justo para ver a un individuo que caía sobre él, enarbolando una pesada hacha.
El anfitrión estaba muy animado, lo mismo que la mayoría de invitados que habían asistido a la pequeña fiesta, celebrada para conmemorar el regreso de una arriesgada expedición realizada meses antes al corazón del África Central. Sir Everett Fyfe era el anfitrión y la fiesta tenía lugar en su lujosa mansión, situada a unas decenas de kilómetros al norte de Londres.Los invitados eran todos hombres y los vinos habían corrido abundantemente durante la cena, compuesta por los más exquisitos manjares. Randy Morgan era uno de los invitados y, en honor a la verdad, no había abusado de la bebida. En su rostro no había el color rojo característico de la comida copiosa y regada con abundancia de vino. Después de la cena, el anfitrión, alto, grueso, sanguíneo por naturaleza, pero, además y en opinión de Morgan, orgulloso y pedante, sugirió a los huéspedes pasaran al salón, donde les servirían el café y los licores.
Supo que todo era inútil. Sintió la fría hoja de acero contra su cuello. Luego, la presión de esa hoja aumentó.Había oscurecido ya totalmente. Los pájaros ocultos en la espesura se agitaron, inquietos, levantando el vuelo en plena lluvia, cuando un grito inhumano, desgarrador, el grito de una mujer en la agonía rasgó la oscuridad, allá junto a la desierta carretera.
Despertó aturdido, con la lengua convertida en una masa estropajosa y reseca, y ansiando disponer de un gran cántaro de agua con la que saciar la sed producida por el exceso de bebida. En los primeros momentos, Harvey Pitts trató de averiguar dónde se hallaba. Creyó oír voces en las inmediaciones, pero los efectos de la borrachera duraban aún y no tenía la seguridad de que sus sentidos se hallasen en buenas condiciones.De momento, lo único que sabía Pitts era que se hallaba sobre la hierba y en medio de los árboles. Abrió un ojo y pudo distinguir arriba la luna en todo su esplendor. Debía de ser la medianoche o casi, pensó.Movió la mano y tocó algo frío. Al mirar a un lado, vio que era la botella causante de sus males. La agitó un poco; allí ya no quedaba una sola gota de licor.
Fue el principio de todo. Pero nadie pudo imaginario.Ni siquiera la víctima. A fin de cuentas, ella nosupo lo que sucedía, hasta que fue demasiado tarde para evitarlo. Una afiladísima hoja deacero penetró en las carnes opulentas de la mujer, como si cortaran mantequillasuavemente. El grito de ella se hizo angustioso, cuando notó el tajo hasta elfondo de sus entrañas, y luego el cuchillo subió, rápido, como si abriesen unares en canal. La sangre escapó de la tremendaherida, disparándose en ramalazos escarlata, que golpearon las piedras sucias yhúmedas de las paredes, en chorreones brillantes, para luego derramarserápidamente hacia el suelo, a gruesos goterones que dejaban estrías rojas enlos muros.
Un sordo gruñido pugnó por escapar de sus cerrados labios cuando descubrió, en las manos enguantadas del siniestro payaso, un instrumento de su leñera, que destelló al reflejo de la luz encendida sobre el mostrador.Un hacha de cortar leña.El grito nunca pudo salir de sus labios.Porque el filo de la recia hoja de acero de aquel hacha, alcanzó violentamente su cuello, casi segándolo por completo.
Estaba sentada en un banco del parque, cerca del anochecer. Las ropas que vestía eran muy usadas, casi andrajosas, y los zapatos mostraban asimismo claros síntomas de una irremediable vejez. Junto a ella, en el banco, tenía un raído maletín de fibra, adornado con unas rayas transversales que ya habían perdido el color primitivo.Parecía muy abatida, derrotada por la vida. La boca estaba curvada hacia abajo en un inequívoco gesto de amargura, que también envolvía una buena dosis de hastío. A primera vista, hubiérase dicho que aquella mujer aguardaba allí la noche para suicidarse.
Se volvió la niña. Habíaempezado a llover. El cielo, sobre su cabeza, era de un color plomizo, como loera siempre en aquella región, día tras día, durante todo el largo y tedioso invierno. Se encontró sola. Total,absolutamente sola. La granja quedaba a alguna distancia. A demasiada distanciapara pensar en correr hacia ella con un mínimo de posibilidades de éxito. Miró al otro lado. Allí, losacantilados asomaban al mar, cuyo oleaje se oía romper violentamente contra lasrocas. La altura sobre las aguas grises y violentas, era demasiado grande parapensar en ello. La niña empezó asentir miedo. Pánico, en realidad. Sus gritos se hicieron más agudos.
El viejo Igor se apartó, colocándose delante de la extraña máquina. Manipuló en ella y ante la estrábica mirada de Anne, un largo tubo de cristal se llenó de burbujeante luz morada, una luz espesa, casi líquida.Al instante, un dolor agudo, atroz como ningún otro, asaeteó su cuerpo atravesándolo en todas direcciones. Intentó saltar, tensarlo, gritar, aullar todo el horrendo espanto que la destrozaba.No pudo hacer nada de todo ello, sólo encajar aquella infernal tortura que crecía y crecía en oleadas, cada vez más lacerante, como si la desgarrasen por dentro a cuchilladas, como si le arrancasen las entrañas a zarpazos…Cuando al fin perdió el conocimiento fue una liberación, aunque luego lo recobró a impulsos del mismo aullante dolor, para perderlo de nuevo, y volver a la vida para morir después, y resucitar en el delirio infrahumano de una pesadilla que no parecía tener fin…
Un relámpago iluminó fugaz la oscuridad de la noche.Muy fugaz, aunque lo suficiente para permitir descubrir la satánica figura de un macho cabrío. En lo alto de un cercano promontorio. Con sus llameantes ojos fijos en los sectarios.De nuevo la oscuridad.Desapareció la figura del macho cabrío.Fue remplazada por una borrosa sombra que comenzó a caminar hacia los reunidos.Quedó visible al aproximarse a la hoguera.
Un hombre alto. De felinos movimientos. El pelo muy rubio y abundante. Rostro atractivo. Sus azules ojos con un intenso brillo. Los labios carnosos y sonrientes.Se cubría con una roja capa sujeta al cuello por un cordón dorado.—¡Leonardo…! ¡Es Leonardo…! —exclamaron jubilosos los adoradores de Satán. ¡Leonardo, príncipe de la lujuria, el vicio y la corrupción! ¡El seductor Leonardo!
Caminó hacia aquella sombra negra. La capa pareció alzarse como las alas de un murciélago cuando abrió los brazos.Ella se refugió en ellos, todo su cuerpo estremecido, temblando, oscilando contra él. Sintió una boca de fuego contra la suya, y casi se desvaneció en la vorágine extraña de ese mundo nuevo que la absorbía…Sus miembros se aflojaron, dándose toda ella, con una corriente líquida fluyendo en el beso, ofreciéndose y tomando a un tiempo envuelta por la delirante energía, que horadaba el frío y el miedo, la consciencia y el rubor.Y él la estrechaba cada vez más fuerte, y su boca la absorbía cada vez más… y más…El viento había cesado.Todo calló en la noche, excepto el mar.El mar continuó retumbando horas y horas, hasta el alba, hasta las primeras luces de un día que no podría ocultar el terror.
—De todos modos, ¿quiere que le dé una prueba de mis afirmaciones? ¿Quiere que le demuestre prácticamente que no puedo morir?Norman se alarmó.—Willy, por el amor de Dios, no cometa una imprudencia…Von Stahren sonreía de una forma extraña. De repente, Norman vio brillar un pequeño estilete en su mano derecha.Antes de que pudiera hacer nada, Von Stahren se clavó el estilete en el pecho, a la altura del corazón.Norman se agarró con ambas manos al borde de la mesa. No entendía gran cosa de anatomía, pero estaba seguro de que el puñal había alcanzado el corazón. Ahora, Norman se derrumbaría al suelo…No ocurrió nada de lo que esperaba. Willy sacó el estilete y se lo mostró impoluto y reluciente. Después de guardarlo, se abrió la camisa y enseñó la herida.Norman vio una hendidura de unos dos centímetros y medio, con los bordes completamente limpios, sin que de ella brotara la menor gota de sangre. Pero, de pronto, ante sus ojos atónitos, la herida empezó a cerrarse con gran rapidez.Treinta segundos más tarde, toda señal había desaparecido del pecho de Willy, quien, con la sonrisa en los labios, volvió a abrocharse la camisa.
Brenda se cubrió la cara con las manos, estremecida. Por entre los dedos crispados balbuceó:—Me miraba… ¡Estaba mirándome!—Pero ¿quién?—Aquella cosa…, aquella cosa horrenda.—¡Diablos! ¿De qué estás hablando, Brenda?—No lo sé…, no sé lo que era. Parecía una cara, pero era horrible… no era humano… no era nada de este mundo.
La figura se irguió, se precipitó hacia ella.Un largo grito de terror brotó de sus labios. Era un grito en el que se condensaban su angustia, su pánico, su desesperación más profunda.Luego, la amplia sombra de una figura humana, de un hombre envuelto en algo flotante, quizá un capote o un macferlán, se abatió sobre ella, como un gigantesco y siniestro murciélago.Un destello de luz, se reflejó por un momento angustioso y alucinante, en un ojo fijo, dilatado, inyectado en sangre, vidrioso y maligno, fijo en la desdichada figura de la muchacha.
Detrás del ataúd, los señores Gardner caminaban sumidos en la aflicción. El padre, vestido enteramente de negro, tenía la cara pálida y contraída. La madre lloraba incesantemente. El vicario, de negro y con alzacuello, llevaba abierta la Biblia y recitaba salmos sin interrupción.—Freddy ya no te tirará piedras, Duddy —dijo Elsa a media voz, mientras acariciaba la cabeza del cachorrillo—. Era un niño malo y ha muerto porque yo se lo dije.El perro ladró alegremente. Luego, cuando Elsa echó a correr, la siguió por el césped, meneando la cola y ladrando y saltando alrededor de la niña todo el rato.A la hora del almuerzo, que Elsa realizaba con su tutor, la niña dijo que había visto pasar el entierro de Freddy Gardner.—Ahora ya no podrá molestar a los perros y los gatos de la vecindad —dijo—. Los niños como Freddy están mejor en el cementerio.El tutor miró con asombro a la chiquilla.
La tapa plástica fue apartada lentamente, casi con solemnidad. Un vapor de hielo seco emergió de allí dentro, como una bruma maldita, liberada desde las mismas puertas del infierno.Y entre ellas, la figura se perfiló. Se materializó la visión dantesca, aterradora.Él permaneció mudo, como hipnotizado. Ella lanzó un grito ronco. Yo noté que todo me daba vueltas.Le vi. Estaba allí. Ante mí.Era él. El monstruo.El auténtico monstruo de Frankenstein.
Primero encontraron una especie de antecámara, completamente vacía, con los postigos de las ventanas echados. Después de romper las otras dos puertas, vieron que ambas daban a una misma pieza, una vasta estancia, cuyo único mobiliario consistía en un sillón y un gran atril, encima del que había un enorme libraco, cuyas páginas estaban escritas en un idioma desconocido para todos. También divisaron unos extraños dibujos en el suelo, trazados con pintura roja y negra, y un candelabro de bronce, de la altura de un hombre, en el que todavía quedaban rastros de una vela de color verde y del grosor de un brazo humano.Pero del doctor Kalsthom no había el menor rastro.El extraño personaje había desaparecido como si jamás hubiera existido. Uno de los vecinos acertó a resumir el pensamiento general:—Se lo llevó el diablo, que usó el pozo, porque es la boca del infierno. Después, la casa se cerró y empezaron a pasar los años.
¿Es absolutamente preciso, para provocar el terror en un lector, acumular efectos como la lluvia, los relámpagos y truenos, la noche oscura y tétrica, los elementos siniestros de apariencia lúgubre y otros recursos fáciles que introduzcan a quien lee en un clima de pesadilla?Tal vez no. Por eso voy a intentar aquí provocar la tensión, el suspense, y hasta el terror, si ello es posible, a pleno sol, en un escenario luminoso y alegre, con hombres y mujeres aparentemente normales, y en un clima de desenfado, frivolidad y sexo.Si entre todo ello, logra emerger un soplo de inquietud, de zozobra o desasosiego, será la prueba de que el experimento dio resultado positivo.Si no, mis perdones, lector. Pero que conste que lo hice con la mejor de las intenciones.
Al quedarse solo, el doctor Ferries fue hacia un gran atril, sobre el que había un viejo libraco, que abrió por la señal de una cinta roja, dejando así a la vista una página, en la que había una interesante anotación:«Cómo hacer revivir a una persona muerta y convertirla en un ser obediente a todos nuestros mandatos».El doctor Ferries, aparte de excelente cirujano y reputado químico, tenía, además, cierta fama de mago, con algunos puntos de brujo, lo que, por otra parte, le había procurado una considerable fortuna, cosa que le había permitido comprar el cuerpo de un hombre cuando éste se hallaba todavía vivo. Pocos sabían, además, que el doctor Ferries había hecho experimentos con animales muertos, a los cuales había logrado revivir de forma que no cabía lugar a dudas. A decir verdad, tales experimentos no habían gozado de excesiva publicidad ni mucho habían conseguido un crédito absoluto.Al doctor Ferries no le importaba en absoluto el escepticismo de sus semejantes; antes al contrario, lo estimaba beneficioso para sus proyectos, trazados a largo plazo y cuyo primer paso acababa de ser dado con la firma del contrato. El segundo paso consistiría en la muerte de Lord Edgard, suceso en el que él no iba a tener la menor parte, de acuerdo con los términos del contrato.