El sheik Abdullah El Feisal, del Emirato Árabe de Mullahj, sonrió complacido, mirando con una nueva luz en sus negros ojos cansados el paisaje urbano que podía distinguirse desde la ventana de su habitación en aquel centro médico norteamericano. —Mi respuesta, naturalmente, es «sí» —dijo con lentitud. Su interlocutor sonrió a su vez, inclinando ceremonioso la cabeza. —Me complace que confíe en nosotros —declaró suavemente—. Sabía que iba a tomar una decisión inteligente, señor. —Espero que lo sea —el árabe volvió sus ojos sagaces al otro hombre—. Por supuesto, me ha dado todas las garantías… —Puedo dároslas, os lo aseguro. Vos mismo habéis visto ya un ejemplo concreto, alteza…
Abrí, por ser lo que procede cuando están llamando a la puerta de uno. Sea cobrador o sea el buen samaritano, ¿qué más da? Y abrí la puerta de par en par. Como tiene que ser, ¡qué leches! Y el tipo casi que se me tira encima. ¡Vaya desespero por cobrar!
Una luz gris, color de vómito, entraba por la ventana cuando Dan Farrell abrió los ojos. Al instante un cuchillo al rojo barrenó sus sienes. El dolor fue tan agudo que le arrancó un quejido. Intentó adivinar qué hora sería, pero no encontró fuerzas suficientes para echar un vistazo al reloj de pulsera. Había pesadas sombras bajo sus ojos y un apagado brillo mortecino en sus oscuras pupilas. Volvió a quejarse en voz alta y trató de dar la vuelta en la cama. Así descubrió a la mujer tendida a su lado. La sábana se había deslizado al suelo y la contempló en su absoluta desnudez.
La joven caminaba con pasos largos y fáciles, recta la espalda y levantada la barbilla. Era alta, delgada, de silueta perfecta y cabello intensamente negro. Vestía un traje bastante ajustado y la falda llevaba en el lado izquierdo una abertura, que le permitía más facilidad de movimientos en las piernas que habrían dado envidia a una «prima ballerina». Pendiente del hombro llevaba un bolso, suspendido por una correa y en todo momento ofrecía una rara sensación de firmeza y seguridad en sí misma. Los pasos de la joven resonaban rítmicos en el silencio de la noche. Inesperadamente, un hombre surgió de las tinieblas de un callejón cercano y, arrojándose sobre la joven, la empujó hacia la pared. Ella vaciló, sorprendida. Él consiguió arrastrarla hasta el interior del callejón. Entonces, la aplastó de nuevo contra la pared y apoyó la punta de una navaja en su cuello de cisne.
Salía de la tienda con unos paquetes en la mano y, después de sortear a unos cuantos transeúntes se situó en el borde de la acera, esperando la luz verde para los peatones. Los coches, en la calzada, se habían parado a muy pocos pasos de distancia y ya se disponían a arrancar. Entonces fue cuando oyó la voz femenina a su lado. —A ese pobre le quedan muy pocos días de vida, quizá horas tan sólo. Asombrado, Patrick Benn se volvió hacia la mujer que acababa de pronunciar tan fatídico vaticinio. Ella le dirigió una mirada inescrutable. —Sí, a ése me refiero, al tipo del descapotable de color verde claro —añadió ella.
Salió del tugurio y caminó con paso inseguro a través de las calles relucientes de humedad. El aire fresco de la noche despejó muy pronto las nieblas que el alcohol había puesto en su cerebro. Bick Barnaw respiró profundamente, en cierto modo aliviado porque había de olvidarlo todo con la bebida. El licor, se dijo, no iba a resolver sus problemas. No era emborrachándose como saldría de la situación en que se hallaba sumido. Debía reaccionar adecuadamente, pensó, mientras, casi de modo maquinal, encaminaba sus pasos hacia los muelles cercanos. Los barcos subían y bajaban suavemente, amarrados a los malecones. Las luces de muchos de los buques se reflejaban en las tranquilas aguas de la bahía. Con amargura, Barnaw pensó que ya no volvería a poner los pies sobre la cubierta de ningún barco. Nadie le quería ni de simple marinero.
Ella lanzó una risita de satisfacción y luego le abrazó y besó apasionadamente. —Este momento tan maravilloso debería ser eterno, ¿no te parece? —dijo con los labios pegados a la oreja del hombre. Milo Dowell asintió. —No debería acabarse nunca, en efecto. Lo malo es que tengo que trabajar, Jessica. Tenemos que trabajar, estaría mejor dicho. Jessica Bartney, rubia, de figura opulenta, suspiró. —¡Qué lástima! Ahora era cuando lo estábamos pasando mejor… Está visto que en la vida no se puede tener todo. Lo dijo Sócrates, ¿no? Dowell ocultó una sonrisa. A veces, Jessica parecía un poco tonta.
Parecía un ángel y se había vestido como se visten todas las novias el día de su boda. Era rubia, de figura delicada y rostro incomparablemente bello. Quienes aguardaban la ceremonia comprendían perfectamente que Robín Gentle se hubiera enamorado locamente de Hilda Evans. El vestido de la novia era blanco, muy sencillo, sin adornos recargados que habrían destruido la armonía del conjunto. Quizá por ello resultaba aún más atractiva. La novia descendió del coche, acompañada del padrino. Con gesto gracioso, se recogió la cola del traje, que no era muy larga, ciertamente. Pese a todo, la boda iba a celebrarse con relativa sencillez, en una modesta iglesia de las afueras de la ciudad.
El hombre llegó con su automóvil y se apeó, después de detenerse junto a la acera. Entonces notó que se le había apagado el puro que sostenía con los dientes y emitió un breve juramento. Calvin Gorov hurgó en sus bolsillos. Una voz sonó de pronto a corta distancia. —Necesita fuego, amigo. —Oh, sí, claro… Muchas gracias… —Entonces, aquí tiene fuego. ¡Y en el infierno tendrá mucho más!
Aquel día sucedieron dos cosas importantes en lugares opuestos del mundo. Sin embargo, ambas estaban conectadas entre sí de forma muy directa, aunque nadie pudiera imaginarlo. El primer hecho tuvo lugar en Wall Street y pareció, inicialmente, una simple alteración bursátil, un repentino desequilibrio en los mercados internacionales de determinado sector. Realmente, pocas personas se enteraron de ello, y menos aún llegaron a concederle gran importancia. Era una cuestión técnica, en apariencia, y no había por qué concederle mayor importancia que a una repentina baja injustificada en la cotización del dólar o a un mal día en la Bolsa, no previsto por los expertos. El ciudadano medio ni siquiera se enteró de ello. Y el que tuvo ocasión de echar una ojeada a ciertas informaciones de prensa se encontró también con que no entendía del todo el fondo de la noticia, y ni siquiera se preocupó por ello.
Andrew miró a su prima Agni con ojos entrecerrados, mientras ella vaciaba otro vaso bien provisto de whisky y hielo. —Bebes como un cosaco, querida primita —runruneó con voz aflautada. —Acabas de realizar un descubrimiento trascendental… Las palabras se le atropellaban en la boca a causa de lo que llevaba bebido, pero no tanto como cabía esperar debido al whisky trasegado ya. Andrew Welles se sirvió una ración para sí mismo y miró el licor a trasluz.
Ahogó un bostezo y se puso en pie, dispuesto a acostarse. Había tenido un día de bastante trabajo y tenía sueño. Estiró los brazos, mientras contemplaba con ojos críticos el interior de su apartamento. Clay Kipton sonrió ligeramente. Dentro de pocos días abandonaría para siempre aquella casa, en la que no había disfrutado de demasiados lujos. Ahora, sin embargo, su suerte había cambiado notablemente y había podido permitirse el lujo de tomar en alquiler, bastante caro, todo había que decirlo, una casa con jardín en uno de los mejores barrios residenciales de la ciudad. La casa necesitaba algunas ligeras reparaciones y una mano de pintura. Los operarios terminarían dentro de pocos días. Entonces, Kipton iniciaría las operaciones de traslado./p>
El detective Al Sanger es contratado por el dueño de una funeraria que ha sido allanada, y por Rimmer, el dirigente de la más grande corporación de salones de juego y locales de ocio de la ciudad. El lugarteniente de Cotten, un mafioso recién llegado a la ciudad, aparece muerto, y los esbirros de Rimmer parecen los principales sospechosos. Todo amenaza una explosión de violencia entre bandas, que terminará con la aparente paz de la ciudad. Ni a Sanger, ni a la policía, ni al propio Rimmer, les interesa que esto ocurra. Y sólo el buen hacer de nuestro detective logrará poner fin a la incipiente violencia.
La mujer estaba junto a la tumba, mientras un par de hombres la contemplaban respetuosamente a poca distancia. Ella era alta, delgada, con el pelo completamente blanco, y vestía ropajes negros de los pies a la cabeza. El rostro estaba cubierto por un velo negro, que formaba parte del sombrero con que completaba su tocado. En las manos sostenía un gran ramo de rosas rojas. Permanecía rígida, inmóvil como una estatua, sin que ninguno de los dos hombres pudiera apreciar si había lágrimas en unos ojos que, indudablemente, habían sido muy bellos años antes. El ramo de flores estaba sujeto por una gran cinta roja. De pronto, la mujer deshizo el lazo y dejó caer las rosas sobre la sepultura. Luego se volvió hacia los dos hombres.
Warren Kennedy, alcaide de la prisión de Katt Hill, empujó la pequeña caja de madera de cedro depositada sobre la mesa. —¿Un cigarrillo, Eddie? —¡Oh, no! Gracias, alcaide. Demasiado buenos para mí. No quiero acostumbrarme a los refinados placeres. El alcaide entornó los ojos. Dirigiendo una inquisitiva mirada a Eddie Reynolds.
Sonia Yarza estaba tirada en un ángulo de la estancia. Acurrucada y encogida contra la pared. Temblando. —Lo que habéis hecho conmigo es una canallada —disparó de un tirón, como temiendo que de hacerlo despacio no llegara a consumar la frase. Apostillando—: ¡Tú eres un canalla, Lou! El tipo soltó una risotada con varios matices. Escarnio, ofensa, desprecio y repugnancia. —Das asco, chica.
El reactor tomó tierra sin dificultades en la mojada pista de Heathrow. Era un vuelo privado internacional. Había pedido la debida autorización a la torre de control para tomar tierra allí en vez de buscar un aeropuerto particular, y le había sido concedido, ya que el mal tiempo reinante era la causa del cambio de planes del piloto. Por encima del Canal, el aparato había tenido que sortear un fuerte temporal y vientos contrarios que dificultaron su arribada a las islas. Una vez en tierra, descendió del mismo un importante personaje extranjero, con su reducido séquito. El viaje era completamente privado, y cumplió los trámites aduaneros en la forma reglamentaria, sin ningún problema.
Yo, Osiris von Sydow, no podía esperar aquello. No podía esperar de ningún modo que la vida, el destino o quien fuera, tuviesen preparado para mí aquel golpe tan bajo. Tan cruel. Y quizá ello se debiera al hecho de que hasta entonces, la vida, el destino o quien fuese, me habían tratado bastante bien. El balance de mi estancia en este valle de lágrimas —no tan de lágrimas para mí, hasta entonces— era positivo. Favorable. Y a mis veintisiete años había vivido mucho más que otros a los cincuenta. Había acumulado tal cantidad de experiencias como muchos no conseguían obtener en todo su largo período de existencia.
—¡Ya está! —dijo roncamente Héctor Rizaldo. Y sonrió, enjugándose el sudor del rostro y poniendo el mecanismo mediante una simple presión en un botón rojo. Peter Schartz asintió a su vez, conectando el mecanismo de relojería al artefacto reacción activado por su compañero. Luego, sonrió con ojos brillantes y fríos. —Listo —corroboró—. Tiene doce horas de funcionamiento exactamente. Y comprobó que su reloj de pulsera marcaba justamente las seis y diez segundos en ese momento. Echó una ojeada al reloj de su compañero, que señalaba la misma hora.
Un gran coche negro, reluciente, se detuvo ante el edificio principal del aeropuerto de Niza. Las brillantes luces convertían la noche en día, y una multitud de hombres y mujeres entraban y salían apresurados a pesar de la hora tardía. Del gran sedán negro se apearon cuatro hombres. Por unos instantes permanecieron quietos al lado del coche. Tres de ellos eran altos, bien proporcionados, y si uno se fijaba en sus expresiones podía captar la tensión con que escrutaban los alrededores. El cuarto era de baja estatura, más bien rechoncho, y casi desaparecía en medio de sus acompañantes. Uno dijo: —Al parecer todo va bien.